Aunque él era muy bueno con los números, la rigidez de éstos no satisfacía sus aspiraciones intelectuales. Creía que las matemáticas limitaban la visión del mundo exterior y que tenían la capacidad de volver cuadrado hasta al más libre de los cerebros. Por eso entró a la Facultad de Filosofía Letras y no a la de Ingeniería o a la Contabilidad como le habíamos sugerido su padre, un orientador vocacional, yo y otros amigos. Necio, trató de seguir una vocación que no era la suya. Quiso ser escritor.
Cuando salió de la facultad se dedicó a ser corrector de estilo en una agencia de noticias. Hasta entonces nunca había imaginado que las letras podrían llegar a ser tan cuadradas como los números, ni que existieran fórmulas irreductibles formadas con palabras, ni que entre la escritura existiera algo tan contrario a la literatura como ese trabajo. Paulatinamente se fue convirtiendo en una persona inflexible y con un criterio ortodoxo, un verdadero amargado que aplicaba a rajatabla los criterios estilísticos de la agencia. Lo que temía sucedió: su cerebro poco a poco se compactó hasta volverse cuadrado.
Con amargura, despotricaba todo el tiempo contra los reporteros a quienes consideraba analfabetas funcionales sin capacidad de hilar dos ideas seguidas, además de corruptos y con una “vanidad tan grande que todavía se atreven a reclamar porque modifico sus notas”.
Las numerosas faltas de ortografía encontradas no le molestaban tanto como el “copy paste” descarado a los boletines del gobierno, o como las sintaxis incongruentes o los galimatías entrecomillados que citaban textualmente declaraciones del Señor Licenciado y otros políticos mamones.
Sin embargo nada le era más molesto que corregir lo escrito por reporteros que creían tener estilo propio. Ningún estilo más que el previsto en el manual de La Agencia debía salir al aire y eso significaba eliminar cualquier indicio de individualidad, iniciativa u originalidad.
Decía que en el afán de sobresalir, los reporteros utilizaban arcaísmos como “haiga”, “vistes” o “dijistes” porque creían que le daban identidad a los textos; también utilizaba groserías para dramatizar, y las jergas chale, chido y wey.
Asimismo, comentaba enfadado que los reporteros más jóvenes empezaban ya a utilizar emoticones como si estuvieran platicando en un Chat, y un sin fin de palabras escritas con “K” en vez de “C” o “Q”.
También había quienes se involucraban tanto en los temas y se esforzaban tanto en explicarlos, que terminaban redactando ensayos completos. “Demasiadas explicaciones para una pinche nota informativa”, vociferaba.
Pero invariablemente cuando pasaban por las manos del editor, todos esos escritos quedaban reducidos a 7 párrafos máximo, cada párrafo de cuatro renglones y cada renglón con 73 golpes, “ni uno más ni uno menos”.
El colmo, y su perdición, fue Rubén Urrechaustegui, el reportero estrella de la agencia, “poseedor de un talento innato, experiencia, olfato periodístico y una gran sensibilidad humana”, según el jefe de información.
Además, Urrechaustegui era amigo íntimo y chayotero de algunos senadores y secretarios de Estado, por eso era el encargado de cubrir los eventos especiales y el único al que se le permitía publicar crónicas de vez en cuando, sobre todo de acontecimientos emotivos.
Urrechaustegui cubrió en una ocasión el velorio de un importante político, conocido suyo, asesinado de forma tan brutal como inesperada. En la crónica del evento el reportero incluyó al final dos renglones enteros con puntos suspensivos.
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Los puntos representaban un minuto de silencio.
- No puede publicarse así- le dijo mi amigo editor, al jefe de información.
- Respeta el estilo de Rubén cabrón, siempre se queja de ti porque modificas sus notas – aseveró el jefe.
- Porque es un mamón, primero que aprenda a escribir, que lea un poquito más; escribe puras freses hechas, puros lugares comunes, puras mamadas.
- Ningún pendejo va avenir a decirme como hacer mi trabajo- gritó Urrechaustegui al tiempo que entraba sorpresivamente a la redacción.
- Así como está se publica- sentenció el jefe recordando de pronto su papel.
El escrito de Urrechaustegui sobre el velorio, causó revuelo en el gremio y está nominado al Premio Nacional de Periodismo en la categoría de mejor crónica “por su lenguaje descarnado y originalidad”.
El editor, mi amigo, fue despedido de La Agencia poco tiempo después, y a pesar de que la necesidad lo apremia no sabe si aceptar el trabajo que le ofrezco en el despacho contable.
Romeo Valentín Arellanes
México D.F., 2012
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