jueves, 30 de junio de 2011

Una traición de último minuto

Tomó el balón (con los pies por supuesto, lenguaje del fútbol) de las manos del portero, se disponía a mandar un pase largo cuando de pronto lo golpeo la sensación inequívoca de que su destino por fin se revelaba. Lo vio tan claro y nítido como tantas veces en su imaginación, él driblaba a los contrincantes con extrema facilidad, la narración iría relatando aquel extraño despertar de talento en ese defensa hasta ahora destacado por su ineptitud, se tragarían sus palabras al ir narrando la proeza ante sus ojos, primero los delanteros, después los mediocampistas, al final los defensas contrarios terminarían con la cintura rota, como seguramente los narradores dirían en el argot futbolero, el portero contrario seguro lo vería a los ojos buscando adivinar sus intenciones, el sin fin de posibilidades: recortar y empujar el balón con un toque suave, bombear el balón y techar al cancerbero, detenerse recortar de nuevo al defensa engañar al portero con un amague hacia la derecha y tirar a la izquierda, definir la jugada más gloriosa jamás realizada por un defensa de la tercera división, más impresionante que Pele en el 70, más difícil y elaborado que Maradona en el 86, él un don nadie de pronto se convertía en un alguien y consagraría la jugada más gloriosa en la historia del fútbol; la de la conejera orgullo de la tercera división y del barrio, la del país que por más que se esfuerza sólo le ve los calzones a la gloria, y la del mundo que en su vida (porque el mundo tiene vida) había presenciado ( en el caso de que tenga ojos) tal proeza. Vuelta a la realidad, o continuemos con el relato, tomó el balón (no es necesario explicar de nuevo) de las manos del portero y todo sucedió justo como en su imaginación, por fin el destino le cumplía, dribló a los contrincantes, defensas, medios y delanteros contrarios cayeron ante sus quiebres, frente al portero eligió consagrarse bombeando la pelota, metió el empeine bajo el balón y lo levanto con toque excelso y delicado, éste describió una parábola perfecta techando al portero y se disponía a entrar limpiamente en portería cuando el destino decidió que aquello era demasiado perfecto y traicionó al fútbol en una jugada que se perdió en los anales de la crónica y terminó en mera anécdota deportiva: el balón pegó en el poste. 

Raziel Correa Alvarado
Venustiano Carranza, Distrito Federal, julio 2011

Pedro y los esquiroles

La sala de espera del hospital tenía la apariencia de un velatorio con olor a cloro, xilocaína y limpiador de pisos. Se escuchaba el leve rechinar de pasos de doctores y afanadores siempre respetuosos del silencio y un leve cuchicheo de enfermeras, apagado al fondo del pasillo. Los tres parientes del interno aguardaban en silencio. El padre miraba al hijo y éste bajaba la mirada; la madre miraba a ambos y sollozaba. Hasta que don Silvano reprochó a su hijo Pedro
-¿Por qué no lo defendiste cabrón?, si ya sabías lo que le iba a pasar.
- Sabía lo que él hizo y le advertí…  porque eso que andaba haciendo no se vale. Hubiera sido mejor que Pablo que se hubiera ido de aquí con su lana ya que la había aceptado; mejor hubiera puesto un negocio en la provincia, pero no me hizo caso y siguió jugándole al vivo, engañándonos a todos.

A la mente de Pedro vino la imagen de aquel recado anónimo pegado en el periódico mural del sindicato, y aunque se resistía con todas sus fuerzas no pudo evitar sentir remordimiento.
-No sé qué tiene en la cabeza ese muchacho- dijo don Silvano sin pensar, y arrepentido luego de su dicho agregó- Pero es tu hermano, el más chico, eso es más importante que cualquier cosa.
Pedro no contestó pero sabía que el origen del problema era ese, que siempre consideraron a Pablo “el más chiquito” y todo le resolvían, lo seguían consintiendo y teniendo las consideraciones de un adolescente caprichoso aunque ya rebasaba los 20 años.
-Por eso se ha hecho un egoísta y no se compromete con nada- pensó Pedro, el hermano mayor.
Pablo no tenía ni dos años en la Compañía Nacional de Luz, y Pedro llevaba 10, cuando el gobierno decretó su desaparición “para dar paso a una nueva época de progreso” y despidió a todos los trabajadores. Ofreció que algunos serían incluidos en el “nuevo proyecto” pero con la mitad del sueldo, sin prestaciones, sin reconocerles su antigüedad ni el derecho a la jubilación.
Don Silvano sindicalista de hueso colorado, perteneciente a una tercera generación de electricistas, pidió a sus hijos que no aceptarán las condiciones del gobierno, que no se liquidarán y se unieran a las movilizaciones, y ofreció apoyarlos con parte de su cheque de jubilación, que pese a todo él seguiría recibiendo. Pablo estiró la mano y aceptó la ayuda del padre. Pedro dudó, no creyó correcto recoger el dinero del viejo, pensó seriamente en aceptar la indemnización del gobierno, poner un negocio y ser recontratado, después de todo tenía una esposa y un hijo que mantener, esa era su prioridad.
-No se trata del dinero, yo puedo trabajar también, se trata de no dejarse, no es justo lo que nos hicieron- Decía su esposa Leticia al principio, porque estaba indignada y todo le parecía más fácil en ese momento, pues hasta es  momento ignoraba el significado de la palabra “necesidad”.
-Pero si demando no hay fecha para cuando se resuelva, y es posible que no haya solución, o que la solución sea que nos terminen de chingar completos.
Ahora Pedro había olvidado ese momento de debilidad y se sentía orgulloso de haber rechazado la liquidación, a pesar de que en tantos meses el conflicto parecía estar estancado y el desaliento, como si fuera un virus contagioso, flotaba en el ambiente apoderándose de gran parte de los trabajadores rebeldes.  Con las deudas hasta el cuello, sin saber que hacer de sus vidas, muchos aceptaron las indemnizaciones con la ilusión de que los contratarían en el nuevo proyecto privado o del gobierno. Tenían miedo a la incertidumbre.
En contraste, para Pedro el activismo se volvió una verdadera ocupación; disfrutaba organizando a la gente, debatiendo, preparando lo que diría en las asambleas, marchando, incluso disfrutaba los combates cuerpo a cuerpo o a distancia con la Policía Federal; adquirió el hábito de leer los periódicos, escuchar las noticias en radio y televisión que antes consideraba una pérdida de tiempo; aprendió a utilizar el Internet para subir, descargar y compartir videos sobre las manifestaciones y enfrentamientos; entendió la lógica del poder, comprendió las razones que a veces tienen los políticos para mentir y se dio cuenta de por qué en la política no se le puede dar gusto a todos. Podría decirse que encontró en el activismo una vocación hasta entonces oculta, que lo satisfacía más allá de sus necesidades cotidianas y lo situaban en un lugar histórico en algo más trascendente. Se sentía parte de la Historia por primera vez en su vida.
-Esta lucha es por el bien de todo el país, no sólo por el gremio- repetía cada vez que podía y se entregó a esta idea con el fervor de quien descubre y adopta una nueva religión: La verdadera.
La ciudad se llenó paulatinamente de pequeños grupos de contratistas que trataban de reparar las fallas de la red eléctrica ante el recelo de los trabajadores de la vieja empresa que miraban como los inexpertos corrían de una colonia a otra dejando un rastro de remaches, cables mal puestos y soluciones tan ingeniosas como potencialmente mortales con las que pretendían restablecer el servicio de luz en la ciudad. Pedro se preocupó cuando la calidad de las reparaciones comenzó a mejorar.
-Esto lo arregló alguno de nosotros- gritaba iracundo siempre que veía una reparación y un remache en su preciso lugar, signo inequívoco de la presencia de los esquiroles.
En el pizarrón de avisos del edificio sindical aparecieron cotidianamente recados anónimos, que denunciaban el nombre apellido y dirección de ex compañeros, presuntos esquiroles. En la prensa y de boca en boca cada vez llegaban más noticias de gente que aceptaba la indemnización y de contratistas golpeados, unos incluso terminaban hospitalizados, y la mayoría de los agredidos eran ex trabajadores de la vieja empresa. El propio Pedro formó parte de alguna golpiza. No podía contener su ira cuando descubría una cara conocida, a un ex compañero trabajando codo cooperando con el maldito gobierno. Era como una traición a la Patria.
Pero cuando en el pizarrón de avisos apareció el nombre de su hermano, la primera reacción, casi instintiva, de Pedro fue arrancar la hoja anónima y guardársela en la bolsa del pantalón sin que nadie lo viera.
Al inicio de la discusión, Pablo lo negó todo, pero la insistancia de Pedro que le restregaba la hoja en la cara lo exasperó. El tonito de aquella voz que escupía palabras tan optimistas, ingenuas, sobre “la lucha”, lo irritaron y lo orillaron contestar y subir el volumen y afilar sus palabras. Pablo terminó por confesar la verdad. Había aceptado la indemnización del gobierno desde el primer día y llevaba meses trabajando para los contratistas. Durante todo ese tiempo había seguido recibiendo la ayuda que ofrecía su padre, según para darle gusto pero en realidad era porque no se atrevía a confesarle la verdad.
-Pinche cobarde, que poca madre tienes, siempre has sido un egoísta, un inútil, un abusivo. ¿Cómo pudiste ceder? Tú que no tienes familia que alimentar, que no tienes nada que arriesgar, nada que perder deberías estar metido de lleno en la lucha, al frente, en primera fila… pero eres un puto esquirol , sin dignidad, si huevos, sin orgullo.
- Es muy mi pinche decisión ¿no?, es mi vida. Mucho pinche orgullo pero bien que Leticia ha venido a pedirme prestado para hacerte de tragar y para comprar cosas para tu niño… Mira,  yo no quería defraudarte ni a ti ni a mi papá, pero soy realista. Pedro esto ya valió madres, no hay marcha atrás  y nosotros no podemos hacer nada. Acéptalo, deberías y por tu indemnización.
- Estás bien pendejo. No alcanzas a ver más allá ni eres capaz de hacer un sacrificio por nadie. Me das lástima.
Dicho esto Pedro se fue, pues no tenía caso seguir discutiendo.
En el camino nocturno tomó una decisión: jamás volvería a dirigirle la palabra a Pablo y le exigiría a su hijo y a su esposa que tampoco lo hicieran.
- Por cierto, esa pinche Leticia me va a oír- pensó.
Aún llevaba la hoja arrugada entre sus manos y cuando se percató de ella, miró fijamente, como por última vez el nombre de su hermano, le sorprendió que llevaran  los mismos apellidos. Entonces se cuestionó si debería romperla o volver a pegarla en el pizarrón del sindicato.

Romeo Velentín Arellanes
Tlalnepnatla de Baz, Edomex. Julio de 2011 


EDITORIAL

El miedo no anda en burro.

Semejante expresión  coloquial es, al parecer, un llamado obvio a no dejarse sorprender por este sentimiento, instinto o como se le quiera ubicar  que, aunque los humanos queramos reivindicar como exclusivo de nuestra especie lo compartimos con perros, gatos y el jumento en el título mencionado y lo utilizamos como título por las claras referencias con lo cotidiano, una frase trillada es más efectiva que cualquier explicación escolapia.
Debiéramos decir que el miedo, al formar parte de nuestra naturaleza,  animal y humana, se convierte en una condicionante, oportunidad o impedimento en el transcurrir de nuestras vidas, es decir, que siempre estará presente en nuestras decisiones y dudas: se puede tener miedo a vivir, miedo a experimentar,  miedo  a las arañas, miedo a los calvos, miedo a las abuelas, y un larguísimo etcétera que los expertos en el comportamiento humano nos han hecho el favor de clasificar en fobias.
Hablamos de condicionante por aquellos que no vencen sus miedos y supeditan todas sus decisiones al miedo en turno, hablamos de oportunidad por aquellos que utilizan ese miedo como detonante para forzarse a decidir, y hablamos de impedimento por aquellos que ni siquiera se atreven a concebir su vida lejos del miedo a siquiera existir.
Es así que este mes, semana o día (el tiempo es  algo aun más relativo en este blog) escogimos el miedo por su atrayente versatilidad, narrar sobre el miedo deberá ser entonces  un ejercicio catártico para todos aquellos que como nosotros buscamos vencer  nuestra principal fobia: nuestro  miedo a escribir.

miércoles, 22 de junio de 2011

El último temor

Tal vez debió habérselo pensado dos veces antes de tomar aquella decisión pero era algo que tenía que hacer tarde o temprano. Estaba harta de aquella sensación que por momentos la mareaba, le cortaba la respiración y la dejaba temblando durante breves instantes.
Todo había comenzado en su infancia con un extraño sueño, muy recurrente, en el que era perseguida por una piedra, pequeña en un principio, que poco a poco tomaba dimensiones extraordinarias hasta convertirse en una enorme roca. “Si no corro me lleva la chingada”, se repetía, así que corría y corría volteando de vez en cuando para medir la distancia y al momento en que la piedra alcanzaba, despertaba sobresaltada, empapada en sudor, con el corazón latiéndole en la garganta; sin embargo, aprendió a ir guardando en lo más profundo de su ser el miedo que le causaba este sueño. Estúpido e inmaterial miedo. Aunque no fue el único, cuando creció y tomó conciencia del amenazante mundo que la rodeaba empezó a experimentar la misma sensación por cosas tan increíbles y absurdas: caer a las vías del metro cuando la estación estaba repleta de gente. Temía que en caso de una situación extrema la gente no mantuviera la calma y la empujara hasta hacerla caer justo en el momento en el que iba pasando el tren, por eso siempre se mantenía detrás de la línea amarilla y, por si las dudas, dejaba pasar a todo el que estuviera detrás de ella. Le aterraba también el golpearse tan fuerte el dedo gordo del pie que pudiera desprendérsele la uña causándole un dolor insoportable, por esa razón nunca estaba descalza, sólo se quitaba los zapatos antes de acostarse, sin quitarse nunca las calcetas y se los volvía a poner en cuanto se levantaba. Así sucesivamente dentro de su larga lista de temores se encontraban el miedo a quedarse ciega o cuadraplégica, el miedo a morir ahogada, quemada, asfixiada, víctima de alguna larga y agonizante enfermedad, pero nada le aterraba tanto como el que un día pudiera perder por completo la razón y terminar sus días recluida en un hospital siquiátrico rodeada por cuatro paredes blancas y envuelta en una camisa de fuerza, como la escena trillada de una película en la que la protagonista es arrastrada por cuatro enfermeros mientras grita desgarradoramente: ¡No estoy locaaaaa!
Había veces en las que ella misma se reía de tan ridículos pensamientos, pero en otras ocasiones se quedaba paralizada, sin saber que hacer hasta que el miedo poco a poco iba desprendiéndose de su cuerpo. Rompía en llanto.
Desconfiaba en extremo del ser humano, tenía como regla primordial no hablar con extraños, aun así estuviera en una fiesta repleta de gente, jamás hablaba con nadie al que no hubiera observado inquisitivamente durante al menos 30 minutos. Lo primero que analizaba era el lenguaje corporal, el tono de voz, su tema de conversación, si la persona sujeta a escrutinio era demasiado extrovertida o estúpida para su gusto quedaba descartado cualquier posible intercambio de palabras. “Nunca debes fiarte de una persona así, no sabes de lo que pueda ser capaz”, pensaba. Por supuesto que desconfiaba también de la gente que conocía pero, por lo menos llevaba más tiempo analizándolos y sabía a qué atenerse con sus amigos, pero por si las dudas prefería mantenerse alejada en la mayor medida posible, desconfiaba, aún más, de su pareja, motivo por el cual frecuentemente se enfrascaban en largas y acaloradas discusiones.
Extrañamente, la gente que la conocía pensaba incluso que era agradable, era buena conversadora, escuchaba atentamente y con aparente interés. Parecía tener siempre un absoluto control de sus emociones, hablaba pausadamente y siempre con el mismo tono, siempre y cuando fuera necesario, y por lo regular siempre aconsejaba bien a sus pocos amigos. Nadie sabía que hacía un esfuerzo sobre humano por proyectar aquella imagen relajada, segura de sí misma, coherente. Por eso que todos se sorprendieron cuando escucharon la noticia.
Esa mañana despertó contenta, algo raro en ella y notó una extraña ligereza que jamás había sentido, buscó sin encontrar algún resquicio del miedo que la había atormentando durante tanto tiempo, y al no encontrarlo decidió que no quería volver a sentirlo. Dirigió una mirada a su pareja que seguía durmiendo tranquilamente y le besó suavemente los labios con absoluta ternura. Salió de su casa, subió corriendo por las escaleras del edificio hasta llegar a la azotea. Respiró profundamente, miró de frente a la ciudad que apenas despertaba, cerró los ojos y no pensó en nada más, ahora era un pájaro, libre, que volaba extendiendo sus largas alas. Repentinamente abrió los ojos, no lo había pensado tan bien, descubrió que aún quedaba escondido dentro de sí misma el miedo a que nadie la recordara.



Olga Valentín.
Benito Juárez, Distrito Federal, 22 de junio de 2011