lunes, 23 de julio de 2012

Editorial julio



La Fidelidad








En Desencuentros iniciamos nuestra edición 13 con una gran duda: ¿Qué es la fidelidad? 
No sabemos si es sinónimo de monogamia, de abstinencia sexual, de amor incondicional, de respeto a la institucionalidad del matrimonio, de celibato, de devoción a una religión o si simplemente se trata de cuando un equipo de sonido suena bien y bonito. Por eso les dejamos a ustedes, fieles colaboradores y lectores de Desencuentros, que nos ayuden a crear una definición que nos convenza. Exprésennos a través de un cuento su particular punto de vista de lo que vendría siendo La Fidelidad.







Difícil de vivir, aún más de entender.


De súbito la lluvia calló, neutras cabezas húmedas se refugiaron a la sombra de un tejado amarillo fuera de una casa, ya se veía llegar el automóvil, pero no se detuvo, la ola de agua se dirigía hacia ella, entonces aferrado a la tendencia, uno, de caballerismo y dos, de perfeccionismo obsoleto, la cubrí con mi propio cuerpo, el sobresalto de magnitudes apreciables nos llevó a chocar contra la puerta de madera que tronó fuerte por la newtoniana de nuestro impacto, con la poca percepción que me permitían las circunstancias alcancé a escuchar unos pasos del otro lado de la puerta.

Abre dejando oír el metal de la cerradura y un rostro amigable me mira. Pasen – dice la señora de edad avanzada.
La miro y ella afirma, un olor a galletas caseras, a olmo y pino se desprenden del interior, no tardo ni un minuto más y me interno; entonces el brillo me sega por un instante.

Luego de la guerra nos mudamos al norte de la ciudad – dice la dama mientras deja la taza humeante sobre la mesa.
Interesante, porque lo que he leído es muy diferente – le respondo con un sabor a té de manzanilla sobre los dientes.
Yo no me entero de mucho, y me doy cuenta que la historia cambia a cada rato, no me queda otra, me aferro a mis pocos recuerdos – me dice y sirve un más bebida desde la jarra de cerámica.

La conversación se detiene, entonces me percato de la falta de presencia de alguien, imposible porque no lo recordaré, luego me entraran las ganas de ir al baño, para lo que forzosamente tendré que pedir permiso, ella me mirara y contestara diciendo – ya sabes, sube las escaleras luego de la tercera recamara esta la puerta gris;entonces caminaré miraré los cuadros de hace 50 años que cuelgan de la pared de la escalera, veré el primer cuarto resistiéndome a entrar, pasaré del segundo creyendo que no hay nada bueno, pero el tercero, antes de mi destino, mirare las fotos, creeré que seguimos juntos, que la guerra termino cuando me uní a la esperanza de que esta casa y ella seguirían conmigo hasta el final del verano.

V.H. Swych.
Estado de México
julio 2012

jueves, 12 de julio de 2012

La Azotea

Extraño mi lugar, ese lugar en donde por primera vez asomaron mis incipientes tetitas con vergüenza ante los planos pechos de los muchachos. A donde llegó la sorpresa de mi primera regla apareciendo entre los juegos con varones. Lugar común de palomas y antenas televisivas, el espacio metafísico para observar el cielo y ser cobijada por el vuelo de aves extranjeras. Pobre terreno del olvido. Ese lugar en el que me sentaba a esperar horizontes y a leer cuentos de extranjeros sin patria, mujeres hermosas y tristes, senos en formas de magnolias, Alicias cruzando mediodías, Eva esperando trenes de olvido. En mi lugar leía a Lulú y sus tontas edades y cerraba los ojos ante Miller. Lugar en el que me sentaba a escuchar los sonidos de viejas películas mudas, aprender los cuentos de Charles y recordar los amantes que estuvieron entre mis piernas. Mi lugar para rememorar, llorar, escribir y colgar las historias en los tendederos de ropa y ver cómo se van destiñendo por los corrosivos efectos del sol y del tiempo.
Tani Blues
México D.F. Julio 2012

La aventura de un matrimonio

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.

A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.

A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.

Pero de pronto Elide:

-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.

Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.

La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.

Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.

Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:

-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.

Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.

La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.

Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.

Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.



Italo Calvino, Italia 1970
Publicado originalmente en el libro "Los amores difíciles"



domingo, 8 de julio de 2012

Los fieles de Lupe

Una vez instalado en el nuevo departamento, salí a inspeccionar mi nuevo vecindario para localizar los comercios de víveres y servicios que me serían más útiles de ahí en adelante. Como ya pasaban de las siete de la noche muchos negocios estaban cerrados pero pude constatar que todos los locales están relativamente cerca. La tienda de abarrotes está en la contra acera del edificio donde vivo; caminando dos cuadras al norte encontré una verdulería que abre hasta tarde y junto está la tortillería; en la misma calle encontré una lavandería y una ferretería. Ya casi era hora de cenar, así que me avoque a la búsqueda de un expendio de pan, y encontré dos en la misma avenida. 
La naturaleza disímil y hasta contradictoria entre ambas panaderías se acentuaba porque estaban una frente a otra. La primera era una sucursal de El Horno, esa franquicia de panaderías que inunda la ciudad; contaba con estacionamiento, letreros luminosos y estaba atascada de clientes. La otra era la “Fábrica de pan: Lupita”, un local, pequeño, rascuache un poco sucio y con los anaqueles amontonados. Su clientela era escasa pero estaba integrada por casi puros ancianos, lo que me dio confianza y decidí entrar a la pequeña panadería en vez de a la enorme franquicia ya que, por todos sabido que la presencia de viejitos en un comercio es garantía de calidad. 
La malhumorada y grosera señora Lupita dirigía el negocio personalmente desde una silla colocada estratégicamente en una esquina. Nunca se levantaba de ahí. La obesa mujer sólo movía las manos para dar órdenes y para limpiarse de vez en cuando el sudor provocado por el calor de los hornos en tan estrecho lugar. Gritaba con altanería tanto a su empleada encargada de cobrar, como a los vetustos compradores. 
Estuve a punto de abandonar el lugar cuando escuché la forma altanera en que le gritó a un viejo –después supe que se llama don Apolinar- que preguntó el precio de las conchas. 
-¿Qué ya no ve? Ahí dice. 
- ¿Dos pesos? 
- Eso dice. 
- ¿Y los cuernitos? 
- Cuestan cinco 
- Pero ahí dice dos. 
- Ya ve, ¿si ya sabe entonces pa qué pregunta? – Y murmuró – viejo sonso de veras, mientras se abanicaba con un trozo de cartón. 
Tomé de prisa cuatro panes para la semana: un polvorón, un beso, una concha y cuernito, y me formé en una reducida pero eterna fila encabezada por una ancianita medio sorda, lenta y distraída de nombre Anita que escarbaba en cámara lenta su bolso en busca de moneditas para pagar una concha y cuernito. Llevaba escarbando varios minutos que parecieron horas. 
Doña Lupe se paró exasperada y arrebató el bolso a doña Anita. 
-A ver, traiga acá –dijo al tiempo que sacó las monedas necesarias y devolvió el monedero a la señora atónita. 
- Cómo son lentos estos ruquitos, de veras – volvió a murmurar la dependienta. 
- ¡Oiga! no sea tan grosera – increpé a doña Lupe, pero no me respondió siquiera y regresó a su trono. Me dirigió una mirada de fría indiferencia sin decirme una palabra. 
Guardé silencio y avancé en la fila. 
- ¿No trae cambio?- me preguntó la muchacha que atendía cuando le extendí un billete de 200 pesos. 
- No – respondí. 
- Híjole, es que no tengo nada de cambio. 
- Pero si todos los viejitos pagan con cambio- agregué a punto de la desesperación. 
- ¡Pues córrele sonsa! Ve a cambiarlo con doña Mari, que para eso estás aquí. ¡Muchacha bruta de veras!- dijo la jadeante doña Lupe 
La muchacha corrió con mi billete hasta el local de doña Mari, y por espacio de 10 larguísimos minutos de incómodo silencio miré a doña Lupe abanicarse y emitir ruidos extraños con su garganta obesa, hasta que la chica regresó con mi cambio. 
Salí de prisa, cargando una bolsa de estraza y haciéndome la promesa de jamás volver con la odiosa doña Lupe. En el camino de regreso compré en la tienda de abarrotes un litro de leche, azúcar y café soluble. Ya en casa preparé mi bebida y viendo la tele me dispuse a sopear el pan que había comprado. El primer mordisco al polvorón me supo a gloria y lo acabé de tres mordidas; decidí probar el beso y también fue un breve pero intenso placer en mi boca.. Aún quedaba café así que me comí también la concha y luego el cuernito. Acabé en quince minutos con el pan pensado para dos días, pero no me arrepentí, porque era por mucho el mejor pan que había probado en años. 
Al día siguiente -y al otro, y hoy y mañana- pasadas las siete de la noche, volví a la panadería de doña Lupe y coincidí de nuevo con el señor Apolinar – quien volvió a preguntar el precio de los panes- y con la señora Anita, que volvió a desesperar a la nefasta doña Lupe. A mi se me olvidó llevar cambio otra vez.


Romeo Valentín Arellanes
México, DF. Julio de 2012


viernes, 6 de julio de 2012

Cuento Burócrata


Léase en horario de oficina

Yo le soy fiel al proyecto, el Licenciado ya me dijo que cuenta conmigo y que pasando estos tiempos tan difíciles en la actual administración yo seré el próximo director. Está de más decir que un hombre de mi sapiencia, aptitudes y capacidades no sólo se merece el puesto, sino que es el heredero natural de las dotes y talentos del Licenciado. No es soberbia, es la realidad, nadie como yo le ha apostado a redefinir y evolucionar el tan sobado concepto de burócrata que todos menosprecian, siempre llego temprano, siempre preparo el café, siempre he mantenido una actitud proactiva y nunca me he quejado de los maltratos ni de los ascensos que no me consideraron. Jamás he faltado, ni por enfermedad, ni por vacaciones y soy el único necio que ha venido a laborar en días festivos, jamás me muevo de mi escritorio y nunca doy mi opinión particular sobre las problemáticas de la oficina. Soy en resumidas cuentas un colaborador ejemplar.

-Ya oíste que el Zamora anda diciéndole a todo mundo que en Julio lo hacen director.
-Escuche el rumor pero la verdad no creo que se haga realidad, el tipo es constante y nunca falta, pero es el típico oficinista pendejo que no aporta nada y siempre viene.
- Sus aspiraciones son reales, el Licenciado me ha confiado que si todos tuviéramos su dedicación y fuéramos igual de fieles a la causa ya habríamos conseguido al menos una Secretaría, aunque también me dijo que a Zamora habría que quitarle lo pendejo y lo incompetente.
-Esa es la cosa que a Zamora no se le crítica la constancia, se le crítica lo… su falta de preparación, pretender ser director con sólo la preparatoria terminada francamente es ridículo.

Y ya me dijo el Licenciado que mañana quiere hablar conmigo, se viene la buena, lo presiento, de aquí en adelante a mejorar la gestión y desarrollar los nuevos caminos de la administración, o algo así puede ser mi discurso de aceptación.

-Licenciado buenos días.
-Pásele Zamora tome asiento, como bien sabe han sido épocas difíciles en esta administración, no quiero engañarle ni tirarle un discurso, las cosas no han mejorado, al contrario yo diría que han empeorado para nosotros, hemos intentado buscarle un espacio de acuerdo a sus aspiraciones y sueldo actual, sin embargo debo  serle sincero, tengo que dejarlo ir y prescindir de sus valiosos servicios, es una pena para mi ya que es usted uno de mis colaboradores más antiguos y más responsables, pero no le digo mentiras, nos recortaron el presupuesto, más de la mitad con relación al año pasado, no podemos continuar así, sin embargo Zamora no crea que olvido sus servicios y compromiso para conmigo, reciba usted este dinero, no me los desprecie,  sé que es poco comparado con el tiempo que estuvo aquí, pero permítame este gesto, es para mi una obligación dárselo, de verdad, se lo estoy dando de mi propio bolsillo, véalo así, no es una limosna es, cómo decirlo, un pago por su fidelidad de tantos años.

Raziel Jacobo Correa Alvarado
México D.F. 2012

martes, 3 de julio de 2012

El ciclo de Electra


Envidio tu tranquilidad, la firmeza de la piedra retando al aire, la cantera verde absorbiendo como esponja al tiempo y llenando de calidez mis recuerdos. Cada vez que vengo a visitarte me siento protegida, siento un peso menos encima y envido tu paz. Perdona que te haya abandonado algunos años, prometo que vendré más seguido.  No puedo evitar llorar cuando vengo, mojo la tumba, siento que mis lágrimas se filtrarán por la tierra para escurrir hasta ti y que te empaparán como cuando chillaba acurrucada en tus muslos por cualquier estupidez que en ese entonces confundía con el fin del mundo, insignificancias, sentimientos menores al polvo si se comparan con lo que fue tu pérdida. Yo era entonces una escuincla caprichosa, casi una niña, buscaba sentirme adorada, única, ser el centro del universo, tú me hacías sentir así, por eso me enamoré.  No sé cómo me aguantaste tantos berrinches y todos los problemas que te causé. Nunca me propuse darte nada, ahora, pasado el tiempo, sé que hasta mi cuerpo te lo di por puro gusto, por mi propio goce y por mi curiosidad, nunca sentí perversión de tu parte porque siempre fuiste lindo conmigo, siempre supe que tu cariño era sincero… tal vez incorrecto, pero sincero al fin y al cabo. Nunca más he vuelto a sentir que se me corta la respiración al hacer el amor, ni esa lluvia de estrellas ante mis ojos, esa frenética cascada de sudor y flores de colores que sentía contigo. Mi esposo es casi tan noble como tú, lo quiero, pero con él nunca he sentido lo mismo que contigo. Me acerqué a él porque se me figuraba a ti, tiene las manos igual de grandes, usa el mismo perfume, camina igual, a veces piensa igual, le gusta la misma música que a ti aunque él es mucho más joven. Es de mi edad. Descubrí lo diferentes que eran hasta que me casé, y me desilusionó tanto que empecé a odiarlo, no me hacía sentir tan segura como me hacías sentir tú, ni tan deseada, ni tan única, ni tan feliz. Viví completamente arrepentida al principio de mi matrimonio. Esa fue la etapa en que te venía a ver más seguido, tanto que hasta Camilo pensó que le era infiel. De cierta forma lo era pero en vez de estar en un hotel revolcándome con algún amigo, estaba aquí, junto a esta tumba de cantera llorando arrepentida, extrañándote, imaginando que mi vida sería mejor si hubiera sido tu mujer, aunque claro, sé que casarme contigo hubiera sido imposible aunque vivieras. Hasta que nació mi niño caí en cuenta que mi error fue buscarte en otros cuerpos y aprendí entonces a apreciar a mi esposo por lo que es, sin compararlo tanto. Por desgracia nunca he llegado a amarlo, eso me hace sentir como una puta, una bruja miserable, y lo compenso siendo cariñosa y abnegada con él, como nunca lo fui contigo. A la fecha cuando hacemos el amor prefiero darle la espalda y que me tome de la cintura con su dos manotas, para imaginar que eres tú, para intentar sentirte dentro de mi, pero no es lo mismo. Yo tampoco soy la misma, me salieron estrías en la panza y celulitis en las nalgas, y a veces en el espejo veo a mi madre… ¡eso me hace sentir tan arrepentida! sólo cuando pienso en ella dudo de que tu cariño fuera auténtico y me pregunto si me seguirías queriendo a pesar de haber perdido lo mejor de mi juventud. Mi madre es la más víctima. Pobrecita... ella sospechó de lo nuestro en tu velorio, no era normal mi llanto, era demasiado amargo y escandaloso, perdí la compostura, no me importaba ya nada, lloré más que cuando murió mi verdadero padre. Ella nunca me ha dicho nada, no me ha reclamado nunca pero evita verme lo más posible. Aunque trata de ser cariñosa cuando nos llega a ver mi y a mi hijo, sé que en su corazón hay un profundo odio y resentimiento hacia mi, intuye que yo tuve algo que ver con que el día de tu muerte estuvieras en un lugar tan alejado de tu ruta cotidiana y no se explica por qué fui la primera en llegar al sitio del accidente. Cuando se enteró que mi hijo se llama como tú, se derrumbó, lloró amargamente frente a mi reprochándome sin palabras mi descaro, mi esposo también estaba presente esa vez y creyó que el llanto de mi madre era de nostalgia normal, él sabe de ti sólo la forma en que moriste, encuentra normal que te recordemos con cariño y no le molesta que nuestro hijo lleve tu nombre. A veces me siento el peor ser humano por eso, pero de alguna forma tenía que conservarte, el niño no debió ser tu nieto como cree cuando ve tu foto en casa de su abuela, debió ser tu hijo porque yo nunca te vi como a un padre. Ahora mi hijo es lo que más quiero en el mundo, tengo un amor puro y absoluto por él, por eso tu nombre le queda perfecto. A veces lo miro y noto gestos tuyos en su carita, también algunos ademanes, los mismos que compartes tú con su padre. Está en la etapa en que me sigue a todos lados, llora cuando lo dejo en la escuela y es muy grosero con su papá, como si lo odiara. Lo amo como nunca he amado a alguien, mi hijo es ahora mi mayor razón para vivir.

Romeo Valentín Arellanes, MéxicoD.F.
Julio de 2012