lunes, 9 de abril de 2012

Editorial




Vejez

¿Por qué la gente le tiene miedo a envejecer, por qué hay tantas marcas de tintes de cabello y de cremas antiarrugas, tantas cirugías, lifting, inyecciones de botox y otros miles de tratamientos estéticos para recuperar la apariencia juvenil? Tan sabios que perecían nuestros abuelos con su pelo blanco, su mirada atemporal, su piel curtida, su andar lento y su cuerpo disminuido. ¿Por qué a la gente le da miedo ser así?... corrección: ¿por qué nos da miedo ser así? Pertenecemos a una generación dominada por Piterpanes y forevers, la generación del adulto infantilizado, hacemos a los 30 lo que nuestros padres hicieron a los 20. Por eso en Desencuentros nos parece que Abril, por ser el mes de mayor esplendor de la primavera y estar asociado con la belleza y el vigor de la juventud, es el mes idóneo para hablar de la vejez; además precisamente este año 2012, muchos de nuestros amigos y contemporáneos llegan al temido tercer piso sin aparentemente haber encontrado su papel en esta vida. Sobretodo a ellos los invitamos a participar en esta edición. Díganos con un cuento ¿cómo eran (o son) sus abuelos?, ¿cómo se imaginaban qué sería su vejez cuando eran niños? , ¿cómo se imaginan ahora que será su ancianidad?, ¿qué anécdotas les han hecho darse cuenta de que están envejeciendo?, ¿qué se siente ser un forever?, ¿que harán cuando sean ancianos y no tengan derecho a jubilación?.. En fin, compártanos su visión de La Vejez.

Donato




Pa que te escribo si leer no sabes

Otra vez la mierda,  ocurría de nuevo, puntual como los últimos días.  Se anunciaba con una fuerte punzada en el estomago, un espasmo de horror que era seguido por un fuerte hedor y la consabida  vergüenza. De nuevo sucedía y no lo controlabas, de nuevo el escarnio de los fantasmas que observaban con burla como recorrías el pasillo apoyado de la pared y el sudor en la frente que coronaba tu vano esfuerzo hacia el baño.  El cuerpo no era el mismo, las distancias se hacían más largas y la realidad era algo brumoso e inmediato que no alcanzabas a entender. Wendy venía un día si, un día también a checar que hubieras comido y a dejarse tocar las nalgas mientras apurabas los quelites que ella preparaba con maña y brujería, últimamente   vencía la repugnancia y en un remedo de amor, otros dirían interés, limpiaba tus desgracias e intentaba eso en lo que muchas fracasaron y sólo una consiguió: bañarte. Cambiaba tus ropas y te aventaba cubetadas de agua, mientras tú con los restos de pudor que conservabas, cubrías tus desgracias ya muertas e inservibles.  Eso era la existencia, vagar entre espectros y recuerdos en una casa que cada día te era más ajena, donde de pronto todo se convirtió en inmenso e inalcanzable, tu mundo se redujo a un espacio perfectamente delimitado por las necesidades, aquella casa llena de silencio y viento, ecos y pensamientos que se veían pasar por los cuartos y las tejas podridas y llenas de polvo. Árboles testigos de tu desgracia que volteaban la mirada al sentirte cerca e ignoraban tus gritos en las noches cuando las pesadillas se sucedían una a la otra. A menudo te preguntabas cuando acabaría todo, el cagarse en los pasillos, las voces de los fantasmas, sus burlas y sus visitas a tus pesadillas, acudían siempre a hostigar los errores del pasado y a recordarte que la nostalgia es la mejor compañera de la vejez; cuando terminarían los días en que intentabas cumplirle a la Wendy y que terminaban en un manoseo torpe y apresurado y un ardor más en la punta del pene.  Sería una enfermedad de la mala vida,  un dolor más que se agregaba, te lo había dicho tu hija: dicen que esa Wendy tiene gonorrea y que se la anda pegando a todos. Qué importaba, era la única que no te reprochaba la existencia y acudía a ti en aras de un interés que tú conocías y que no te importaba pagar, calzones y de vez en vez un brillo para los ojos eran la cuota de la fidelidad. Ese era el ocaso de la vida, o la antesala de la muerte como te gustaba decir cuando te daba por reflexionar, un remedo de existencia, poblado de recuerdos y melancolía. Cuando más dura era la soledad, pensabas en ella,  tu esposa, tu mujer, la única que te miraba a la cara y te soltaba las verdades sin pelos en la lengua, extrañabas sus ojos, su cabello que peinaba por las tardes mientras ambos sudaban la canícula en la sala.  Y el llanto acudía a ti en goterones de tormenta, si Wendy andaba por la casa sólo miraba  y meneaba la cabeza en señal de desaprobación, qué iba a saber ella tan joven y llena de vida, qué iba a entender ella de un viejo que se acercaba a la tumba lleno de dolores, rencores, nostalgias y culpas. Ocaso que no terminaba de llegar y que la vida tan irónica retardaba. Otra vez la mierda, otra vez recordar, otra vez recorrer el pasillo esperando llegar al final, otra vez caminar hacia el olvido y la soledad. 

Raziel Jacobo Correa Alvarado
México D.F.

Petirrojo

No fue casualidad que encontrara las tarjetas que mi tío Raúl nos regala año con año. A sus 73 años tiene la paciencia de ir a buscar un libro para cada uno de los hijos de sus dos hermanas más pequeñas. Entre ellos, yo. Cada vez que viene de visita a la casa (lo cual ya no es tan seguido) nos entrega el regalo envuelto en papel celofán azul, su color preferido. Dentro de los libros coloca tarjetas que él mismo escribe; desde los 10 años las colecciono, esos trocitos de papel con pequeños fragmentos de su vida me hicieron comprender que el chiste de la vida está en encontrar o aprender lo más rápido posible lo que nos gusta y disfrutarlo, y si se puede, vivir de ello.

“Corran por su vida” eso decía la tarjeta que encontré entre las páginas de un libro que cayó sobre mi cabeza mientras buscaba el pequeño botiquín. Hace ya varias semanas me había empeñado en correr con las agujetas desatadas. Desde chiquillo me decía que eso era de ñoños, traer los tenis limpios y las agujetas bien atadas; pensaba que era aburrido. Uno debía arriesgarse, ser desenfadado, total, no pasaría nada. Esa noche corrí lo más rápido que pude. En realidad lo había echo así desde hace dos meses. Cuando subía los senderos y esquivaba las piedrecillas del camino un solo pensamiento sonaba en mi cabeza con tremendo eco “Dile que estás aburrido, que nomás eso no es lo tuyo”. Esa noche sentí la ansiedad más abrumadora que haya experimentado mi cuerpo; la aceleración de mis pensamientos plagados de miedo no me permitieron darme cuenta de la travesura que cometerían las caprichosas agujetas. Pasaba una mota de algodón con bastante alcohol sobre mi rodilla cuando sonó el teléfono. “Un carro lo arrolló. Quién sabe si la libre”, mamá no paraba de llorar, su hermano había caído, lo habían derribado.
Cuando llegamos al hospital sólo estaba Raquel, su esposa. Jamás le dije tía, siempre la creí malhumorada y nunca fue amable conmigo. Tampoco en la vida comprendí por qué mi viejo Raúl siguió a su lado tantos años. El bailarín (así le decían en la colonia donde creció junto a mi madre, sus demás hermanos y mis abuelos) pasó esa noche sin dar señales de mejoría. Al día siguiente regresé por la mañana al hospital; llevaba conmigo todas las tarjetas que me había regalado y un gran manojo de claveles rojos. Llegué muy temprano y rogué a las enfermeras me permitieran pasar a verlo un rato. Pensé que la chaparrita con cara de “la mole” me mandaría por un tubo, no fue así. Me sonrió y yo dejé en su cubículo un clavel en señal de agradecimiento.
Ahí estaba, nuestro bailarín. Comenzaba a amanecer y la luz rebotaba sobre su cuerpo. A pesar de tremendas heridas se veía fuerte. Mientras lo observaba recordaba los salones de baile donde me había llevado de chamaco. Una de sus más grandes pasiones había sido el baile, se meneaba con tremendo sabor y cadencia. Le daba duro al mambo, al danzón y sobre todo al chachachá. Las mujeres hacían fila para menear su cuerpo al compás del suyo. Decía que cuando bailaba, sentía que volaba y que bailaría hasta morir. Yo sólo deseaba con todo mi corazón que abriera sus ojos y así poder ver sus perlitas verdes.

Me senté a su lado y comencé a leerle cada una de las tarjetas. Me acerqué, y puse especial empeño en susurrarle al oído mis preferidas.

-“Un hombre que se mantiene erguido y lucha por lo que cree, siempre será un ganador”.

-“Estoy convencido de que correr prolonga la vida. Nadie vuelve a ser el mismo”.

-“Los libros son el alimento del alma”.

-“Si no sabes, pregunta, más vale ser un rato pendejo y no toda la vida. Pregúntame valedor”.

-“Dices que no tienes tiempo. Que nunca has sido deportista. Que correr es aburrido. Que algún día lo harás. Créeme, pronto encontrarás tiempo para las enfermedades”.

-“Los corredores son mejores amantes”.

-“Correr es llegarse a conocer a uno mismo hasta el máximo grado”.

-“Soy tan joven o tan viejo como yo quiero ser”.

-“Mi vino, lo prefiero en la uva”.

Mientras pronunciaba las últimas palabras pensé, “Este condenado todavía me debe la historia de cuando conoció a Macedonia. Su pareja de baile por muchos años. Su cómplice, su amante, su bailarina favorita”. Guardé las tarjetas en mi aburrido portafolio. Me incliné cerca de sus pocos hilos blancos todavía aferrados a su loca cabecita y le dije “Aguántese como los machos, aún nos falta echarnos ese chachachá con nuestros zapatos bien pulidos. Y esa carrerita bajo las faldas del Don Goyo que tanto te gusta… Hoy voy a renunciar al bufete de mi padre; no me hace nada feliz ser abogado”. Acaricié las arrugas de su frente y salí.

Un par de horas después mamá me llamó al celular para darme una buena noticia. Raúl, había despertado. Me apresuré para decirle a Roberto, mi padre, acerca de mi decisión. Cuando me retiré de la firma de abogados también renuncié al apellido de aquel que se hacía llamar mi padre. Roberto pensaba que ser un proveedor significaba ser un buen padre.

Cuando llegué al pasillo donde se encontraba la habitación de mi viejo Raúl un silencio pavoroso inundaba el ambiente. Mamá salió del cuarto con una pequeña tarjeta percudida entre sus dedos. Me apretó el hombro y dijo que mi tío había escrito algo para mí.

“Sigue corriendo para escuchar el roce de las hojas bajo tus pies; deja que la lluvia se cuele entre tus largas pestañas; siente como tu cuerpo acoge los amaneceres. Sigue, donde, de pronto, todo será tan fácil como para un pájaro volar. Corre, es tu recompensa, corre, ahí encontrarás tus respuestas”. Te quiero Antonio. Después de 15 años de la muerte de nuestro bailarín sigo creyendo que esa última tarjeta, con esa aparente diminuta fracción de pensamiento, es de las más luminosas. Tal lucidez sólo pudo dársela la experiencia; estar conciente de que el trabajo más duro es perder el tiempo, le permitió darse cuenta de los beneficios, él comenzó a ganar años, a ganar vida. Perdió sus límites. Él sigue conmigo, me acompaña todas los días mientras corro al amanecer.


Eve Alcalá González
México, D.F. Abril 2012. 

http://palabrakamikaze.blogspot.mx/

martes, 3 de abril de 2012

Aún me gusta madrear gente, pero me controlo

Estuve en prisión durante un año, cuando tenía 15 años de edad y siempre fui un lacra, me gustaba madrear gente cuando me juntaba con la banda de Los Calcetines, aún me gusta pero me controlo, declara Jorge, quien a sus 43 años conduce un taxi por las calles de Pachuca.

Jorge, como pocos capitalinos, formó parte de la conocida banda de los calcetines allá en los años 80´s, que controlaban con mano de hierro los barrios altos de Pachuca. Muchos de ellos actualmente están en prisión purgando condenas por robos, violaciones y hasta asesinatos.

“Yo estaba bien morro cuando entré a la banda (de los calcetines) me tenía que rifar porque a cada rato me golpeaban, así era te tenías que rifar el físico con ellos. Me dejaron cicatrices en la cara, pero a mí me gustaba darme en mi madre y cuando entraba alguien nuevo también me aprovechaba de ellos y les partía su madre”, narra el taxista durante un viaje por las calles capitalinas.

Cruzando la ciudad de Pachuca, Jorge recuerda con cierta nostalgia cómo fue la mayor parte de su adolescencia; sus cejas cicatrizadas son el documento fehaciente de las batallas libradas en aquella época de vandalismo y drogadicción, cuando tuvo que aprender box para defenderse de sus propios amigos.

“Siempre me llevaban ventaja porque yo era uno de los más pequeños de la banda”, cuenta con su rostro moreno y de rasgos rudos, “antes era delgado y medio wey para pelear, pero aún así me defendía y más cuando aprendí a boxear, lo chingón de eso es que nunca te tienes que dejar, siempre hay que defenderse para que no te agarren de bajada, después de eso te ganas el respeto de todos”.

Jorge, asegura que su verdadero oficio es ser cocinero, la ruleteada con el taxi solamente la utiliza cuando se queda sin chamba; está vez ya tiene más de 15 días sin conseguir un buen trabajo en una cocina moderadamente decente. El oficio de chef, siempre le ha gustado, le gusta como huele la cocina e inclusive disfruta sus utensilios y herramientas.

“Lamentablemente para este oficio (el de cocinero) casi nunca hay chamba, me corrieron de mi antiguo trabajo porque la verdad soy una persona agresiva y le rompí la madre a uno de mis compañeros, pero no fue mi culpa, él me provocó”, declaró con cierta vergüenza.

Mientras recorre la calle de Guerrero con su taxi, un conductor de una camioneta se le atraviesa, Jorge le mienta la madre, se hacen de palabras y detiene el coche, todo pasa en un minuto. Ambos conductores se gritan y levantan las manos, finalmente acaba la discusión, el otro conductor se aleja y Jorge se alza victorioso gritando “le sacó a los madrazos el puto”.

El cocinero de profesión recuerda que desde su infancia siempre fue violento, pero que ahora de adulto controla su agresión con “un toquecito de mota”. Aún así, en su taxi tiene un pequeño bat de béisbol, para defenderse de posibles agresores.

“Pues te voy a confesar algo, sí consumía droga, me gustaba un chingo la mariguana, creo que sí llegué a ser drogadicto. Y te confieso otra cosa, aún me sigo dando unos llegues (de mota) me relaja un buen, pero ya no como antes, ya es menos”, reconoció Jorge con una sonrisa en su rostro, que tal vez para él inmortaliza esos viejos tiempos, hace ya más de 30 años.

Su violencia, ahora controlada por la “hierba”, hizo que ingresara a los calcetines desde muy joven, a sus 13 años comenzó robando negocios, golpeaba y robaba personas, pero fue a sus 15 años cuando piso el tutelar para menores en Pachuca acusado por robo. Allí pasó un largo año, sin embargo los barrotes de la prisión para menores de edad, no fue suficiente para contener sus actos de vandalismo.

El arbolito, donde él creció, era uno de los barrios controlados por los calcetines, era su barrio y se respetaban sus reglas. Jorge siempre le fue fiel a sus amigos, aunque sus padres lo regañaran, a él no le importaba seguía delinquiendo y continuaba cayendo en los Ministerios Públicos por diversas denuncias.

“Ya hasta conocía al abogado que estaba en el Ministerio Público de Pachuca, cuando las instalaciones estaban en otro lado diferente de donde actualmente están, salía rápido de cualquier cosa que hacía”, sostiene mientras el taxi da vuelta por el boulevard Colosio.

“Es cierto, narra Jorge, éramos un desmadre, sí asaltábamos gente, inclusive llegamos a asesinar, nadie nos paraba. Muchos de nosotros llegaron a pisar la cárcel, pero salían rápido y volvían a las andadas”, voltea a ver mientras conduce, baja su vidrio y le grita a unos policías, “allá atrás se están madreando”.

La vida de Jorge cambió cuando a él y uno de sus amigos los atrapó la policía asaltando a un comercio en el centro de Pachuca. Jorge ya tenía varias denuncias ante la justicia capitalina y pasó más 24 horas en barandilla, después otras 24 horas en la Procuraduría del estado, donde un abogado le prometió que lo dejaría libre.

No obstante, por azares del destino, un juez casi lo sentencia a prisión y estaba casi listo para pisar la penitenciaria capitalina, abandonado a su suerte y también por el apoyo de sus familiares.

“Me tuve que salir de la banda cuando casi piso el Centro de Readaptación Social (Cereso) de Pachuca, allí si la sentí bien feo”, dice Jorge de hombros anchos y corpulento.

"Ya estaban casi por sentenciarme, mis papás me dijeron que no me iban a apoyar esta vez, ni modo, yo y mi amigo ya estábamos resignados a llegar a la peni y acordamos que llegando allá nos íbamos a chingar a un wey, lo íbamos a asesinar para que nos respetaran los demás prisioneros”, recuerda Jorge.

Sin embargo, el abogado que contrataron los familiares del amigo de Jorge, pudieron sacarlos y ni siquiera pisaron la prisión capitalina.

Desde ese entonces, Jorge trata ser un hombre de bien, trabaja como cualquier persona normal. Sus dos hijos y esposa le recuerdan que debe ser un hombre tranquilo, que debe controlar su agresión para conservar sus empleos.

Él mismo lo sabe y lo reconoce: “tengo que cambiar, ya no es como antes, ahora tengo una familia que mantener”.

“Todavía me sigo encontrando a los amigos de antaño, gente que ahora pues ya es de bien, ya no roban, ya tienen trabajos normales, como toda la gente común y corriente”.

Jorge finaliza su relato ruletero con un apretón de manos, unas manos fuertes y tatuadas, marcas que muestran que algún día fue de los calcetines, la temida banda que ya es un recuerdo para la sociedad pachuqueña. 


Misael Zavala Sánchez
Pachuca, Hidalgo
(Publicado originalmente en Milenio Online el 0 1/03/2012)

Después del concierto

-¿Qué te pasó?, sonaste bien feo.
- Sí, perdón.
-Estabas desafinado hermano.
-Disculpen.
- Y en todas las canciones entraste fuera de tiempo.
- Lo sé, les pido una disculpa carnales, ando muy disperso con la cabeza en otro lado.
Después de recibir el regaño de sus compañeros el bajista adoptó un gesto meditabundo para enrollar sus cables, y luego de un amargo suspiro pensó con nostalgia: ya no soy el mismo.
El baterista, el guitarrista y el vocalista cesaron en sus reclamos y lo reconfortaron, después de todo, comprendían la situación de su amigo.
Nuestra amistad y el güisqui -decían constantemente cuando recién se formaron- son la esencia de ésta banda. En sus primeros años como grupo descubrieron que no sólo tenían química para hacer música, sino también para la carrilla, para beber y para fumar mota. Se metían en el mismo rush con facilidad lo mismo para crear que para el desmadre.
El bajista era al menos cinco años mayor que el resto de la banda, cuando iniciaron él ya estaba a punto de terminar la universidad; también en esa época, aparentemente lejana, el bajista ya tenía la camioneta vieja que hasta la fecha les permitía asistir a todas las tocadas a las que los invitaban. Al principio la mayoría de presentaciones eran en fiestas de amigos, que derivaban en brutales borracheras, o conciertos clandestinos en lotes baldíos de las colonias más bravas de la ciudad, pero tenía relativamente poco tiempo que empezaban a tocar en bares medio famosos del centro y a alternar con las bandas más conocidas del circuito underground. Recientemente su demo tenía buenos números en Internet, en los conciertos había muchachillos que se sabían un par de canciones, mientras que gente desconocida en los bares los saludaba y les invitaban cervezas. Podría decirse que ahora, la banda estaba en la antesala de algo grande, y a excepción del bajista todos lo captaban con optimismo y estaban cien por ciento seguros de arriesgarlo todo por la música.
-¿Y como está tu chavito?- preguntó el baterista.
- Bien, ahí anda el cabrón, el otro día se enfermó del estómago y su mamá me habló muy espantada al trabajo porque pensó que era grave. Me salí como pude, y ahí nos tienes dos horas en el Seguro para que al final nos dijeran que no tenía nada y que le recetaran un té y mucha agua.
- Órale, que cagado.
- Quién sabe qué se habrá tragado, está en la etapa en que todo se mete a la boca.
- Órale, pues hay que tener cuidado.
- Sí, es lo que le digo a su mamá.

La banda estelar comenzó a tocar, impidiendo a los dos amigos continuar su conversación. Ambos sintieron alivio pues parecía fuera de lugar y resultaba algo incómodo hablar de hijos en el concierto, después de todo el baterista había sacado el tema por compromiso y para el bajista la única razón para continuar en la banda era que con ello podía tratar de olvidarse un momento de sus nuevas responsabilidades.
- Ya hay que empezar a meter las cosas a la camioneta, ya me tengo que ir- comentó a sus tres amigos al oído, mientras la banda estelar seguía tocando.

Tenían que hacer un largo recorrido hasta la casa del baterista, que era el lugar de ensayo y donde guardaban el equipo y los instrumentos. Todos querían seguir la fiesta o por lo menos quedarse al final del concierto, pero ante la insistencia del bajista, terminaron yéndose a la mitad de la actuación que presenciaban.
A lo largo del trayecto platicaron poco de su actuación, pues estaba claro quién había errado.
-Estoy pensando en vender ya la camioneta –su comentario parecía más una reflexión en voz alta- sale muy caro mantenerla y llenarle el tanque, necesito algo más chico.
Los demás respondieron un murmurado “está bien”, y permanecieron en silencio hasta llegar a su cuarto de ensayos. Descargaron la camioneta. El guitarrista forjó un toque y lo compartió.
-No gracias- dijo el bajista- ya me tengo que ir. ¡Ah! Pero me acordé que les traje algo.
Dicho esto sacó una botella de Jack Daniels de la guantera de la camioneta y se las entregó a sus amigos que se pusieron felices, tanto, que casi le perdonaron el haber tocado tan mal.
- Vientos, tomate una aunque sea.
- No, ahí se las dejo. De verdad que mañana me tengo que levantar temprano.
-Está bien pues, pero de una vez hay que quedar de acuerdo ¿cuándo ensayamos?
- Híjole, no sé, ésta semana se me complica por la chamba, pero yo les hablo.
- Pero nos hablas cabrón.
-Sí, seguro.
Abordó la camioneta y poco a poco se fue perdiendo en una oscura lejanía sobre la monótona y gris avenida.
-Qué a toda madre es este carnal- comentaron mientras se servían el Jack Daniels.
-Se ve que quiere un buen a su hijo.
-Sí, obvio.
-Pero creo que vamos a tener que buscar otro bajista.
Todos estuvieron de acuerdo.

Romeo Valentín Arellanes
Tlalnepantla de Baz, Edomex , abril de 2012