lunes, 29 de abril de 2013

Virginidad

Virginidad


Si Ricardo Arjona ha tenido sexo mil veces pero nunca ha hecho el amor, tal como lo afirma en su canción “Primera vez”, ¿se puede considerar que sigue siendo virgen?, ¿es que la virginidad es únicamente sexual?, si esto es así, ¿por qué existen expresiones como “selva virgen” o “playa virgen”?, ¿acaso igual que un corazón o una vagina, se mantiene puro e inmaculado el terreno que jamás ha sido pisado por humanos?, ¿es entonces la virginidad sinónimo de pureza o de algo sobrehumano?, y si la virginidad es algo más allá de lo humano ¿por qué algunos padres de familia le siguen exigiendo a sus hijas adolescentes –humanas comunes y corrientes al fin y al cabo- que conserven la virginidad?, ¿acaso creen que son deidades y que parirán al nuevo mesías?, ¿y por qué, por el contrario, a los hombres no se les exige?, ¿será que el género masculino no merece ser divinizado?, y ¿por qué parece ser tan importante cruzar esa línea divisoria entre la actividad humana adulta más placentera- el sexo- y el bochornoso onanismo anónimo y solitario?, ¿perder la virginidad nos hace humanas, nos hace adultas o nos hace putas?, ¿perder la virginidad nos hace verdaderos hombres en el sentido heterosexual de la palabra?, ¿y qué hay de los homosexuales entonces?, ¿la pierden dos veces? Hay tantas preguntas y sólo un mes para tratar de dar respuesta a estas y otras interrogantes que se les ocurran sobre ese fenómeno llamado VIRGINIDAD, nuestro tema del mes en Desencuentros. ¿Publicar en Desencuentros por primera vez cuenta como perder la virginidad?, por supuesto que sí. Por eso mándenos su “pruebita del amor” sin miedo, al correo cuentosalrevez@gmail.com .

Virgen

-Pasa, no seas tímido- fueron las primeras palabras que Nicole mi vecina, dijo cuando abrió la puerta de su departamento. El sutil aroma a vainilla que desprendía ese espacio tan inmenso me hizo reflexionar y darme cuenta que estaba entrando al lugar más sagrado de aquél ser que por cierto, ya me había hipnotizado. 

Recuerdo haber entrado sigilosamente y comencé a ver cada cosa como si estuviera atento a una visita de museo. Todo parecía excesivamente pulcro y sobrio; la decoración era totalmente acorde a la personalidad de ese ángel que ahora me invitaba a pasar, corriendo el riesgo de darle entrada a un forajido calentón; un perfecto desconocido que sólo quería tocar sus caderas y sentir que el poder del universo se regía ahí, en esa parte de su cuerpo donde muchos al igual que yo, dirigían sus pensamientos más insanos y que cualquiera haría lo que fuera por atraer su atención y recibir de menos un saludo de aquella boca que guardaba una voz ronca y excitante. 

Tan solo de saber que yo había sido el elegido, no caía en la cuenta de entender cómo ella, sí ella, un día me miró, me sonrió y preguntó mi nombre. Hasta entonces sabía que la misión de ese día era correr el riesgo de acercarme al sexo opuesto y jugar al valiente, apostar mi honra y llegar al ridículo extremo de hacer lo que fuese por una dama, como en este caso, cargar del estacionamiento hasta el quinto piso donde ella vivía, las compras que había hecho en el supermercado. 

-¿Quieres beber algo?- Preguntó mientras yo dejaba las bolsas en su cocina. 
-No, gracias, así estoy bien- Dije mientas regresaba a la sala y miraba las fotos que tenía en una mesita de centro. 
-Un favor, cierra la puerta de la entrada y espérame un minuto en el sillón, ya vuelvo- sentenció mientras caminaba hacia su cuarto. 

Al poco rato salió de ahí con un cambio de ropa mucho más cómodo; un suéter color blanco un poco desgastado que seguramente era su favorito, el cual le llegaba justamente a la altura de las nalgas. Unos jeans deslavados que aunque era evidente el paso del tiempo por ellos, no podía dejar de hacer notar sus muslos torneados y que le ajustaban a la perfección. Sus piernas largas y perfectamente definidas, me hacían imaginar cómo era posible que todo eso pudiera entrar en unos pantalones que no sólo hacían resaltar su belleza, hacían resaltar algo en mi entrepierna que, pensándolo bien, sería muy vergonzoso tener que levantarme del sillón si me lo pedía y que una protuberancia escandalosa permitiera evidenciar todo lo que pasaba por mi cabeza, nada más de verla. 

Con la cadencia que la caracterizaba se acercó y se sentó a mi lado. Su largo cabello ensortijado castaño claro, pronto se elevó entre sus dos manos para recogerlo y anudarlo en una coleta. Dejó sus lentes sobre la mesa de centro donde estaban las fotos y por primera vez vi cómo se asomaban unos ojos zarcos penetrantes que me dejaron sin aliento.  Con discreción, agradeció el haberla ayudado a llegar a su casa con la despensa que había surtido y volvió a ofrecerme algo de beber. Después de haberle dicho nuevamente que no, me dijo: ¿Sabes? desde la primera vez que te vi, me diste la impresión de ser una persona diferente, de verdad no miento. Con desconfianza la miré y pregunté: ¿en serio?, es la primera vez que me lo dicen, comenté. Y lo dije de esa manera porque lo único que me vino a la mente era pensar que era un tipo raro, pues para ser sincero nunca fui ni he sido tan agraciado ni popular entre las mujeres. 

-Hay algo en ti que no tienen los demás- señaló detenidamente, mientras tanto pensaba entre mí ¿agallas?, porque en ese momento los nervios estaban por traicionarme y antes de cometer una tontería, debía ser más inteligente que mis hormonas, que para entonces comenzaron a azuzarme como se hace con un perro furioso. Me miró atentamente y se dio cuenta que empezaba a intimidarme y cómo no, si con esa figura sabía perfectamente que cualquiera reaccionaría de la manera en que yo lo hacía en ese momento. Soltó una sonrisa coqueta y acercándose a mí, me dijo al oído: no tengas miedo, sólo quiero ser tu amiga. 

Apenas asimilé su declaración y mi cuerpo reaccionó de inmediato. Sentí como mi piel se erizó en su totalidad, sin tener la más mínima conciencia de que era de su agrado, y creo que esos hermosos labios carnosos rosados no hablaban por hablar. La observé y confesé- nunca alguien como tú me había dicho algo así- y mientras me miraba con ternura, besó mi mejilla izquierda. Ese beso, que entonces para mí era El beso me cegó completamente, porque nunca me hubiera imaginado que eso viniera de alguien a quien elevé más que a una diosa y mientras soñaba con los ojos abiertos, perdía la distancia entre el techo y el suelo, que para entonces no lograba distinguir. 

Cuando logré volver en mí, parpadee y en ese silencio en que uno tarda en tragar saliva para decir una verdad que se ha guardado como un secreto, devolví el beso a su mejilla tersa y le dije que era lo más hermoso que hasta entonces había conocido. Y con esa compasión que se mira a un desvalido al que no puede negársele una ayuda tomó mi mano, me levantó del sillón y besó mi rostro de una manera inocente, acarició mi nuca y de pronto sentí que me desvanecería, pero traté de guardar total control para no quedar como un reverendo estúpido. 

Sin más qué decir o qué hacer, probó despacio mis labios y asestó con mucho cuidado un beso que me llevó a un lugar indescriptible. Con los brazos flojos y sin saber de dónde tomé fuerzas para ello, la tomé de la cintura y me dejé llevar por ese néctar que fluía de su boca como si fuera una necesidad enferma. 

Con la desesperación que tiene una persona que pierde la cabeza ante una adicción, nos fuimos despojando de nuestra ropa; suéter blanco, jeans, playera blanca, pants negros, tenis, zapatillas, todo quedó regado, sin importar absolutamente nada y después de descubrirnos sin más vestimenta que nuestra piel, me recostó en el sillón pidiéndome que sólo la siguiera con calma. Sin objetar la orden que con mucha elegancia me había dictado, de pronto sentí la humedad que recorría la parte baja de su abdomen al contactar con mi sexo. Cuando eso sucedió, en la fusión intensa de esa distancia sagrada, entendí que la vida era algo más que los amigos de la infancia, el futbol callejero o el juego de policías y ladrones…tenía tan sólo 14 años de mi existencia y para entonces, no sólo dejaba a un niño en los brazos de una ninfa que en ese instante me enseñó a amar y a sentir; dejaba algo que muchos todavía preguntan en un simple juego de botella cuando la adolescencia empieza a hacerse presente: ¿eres virgen?. 


Trapo
México DF, 2013

lunes, 22 de abril de 2013

La Virgen y el Santo


“…Bendito el fruto de tu vientre, Jesús…” 

Criada en el seno de una familia conservadora, María anhelaba honrar a sus padres llegando a ser cómo la Virgen por la cual obtuvo su nombre. Desde que llegó a la edad de entrar a un colegio, las monjas le hablaron sobre la Madre de Dios y poco a poco esta se convirtió en su modelo a seguir, su inspiración, y asemejarse a ella su misión en la vida. Su abuela, la cual continuaba en casa con la educación de la pequeña María y sus hermanas mayores instruyéndoles cómo debe ser el buen vivir de una mujer decente, elogiaba dicha idea y la alentaba a seguir el camino de la Virgen el cual, requería bondad, amor y pureza; jamás relacionándolo con la virginidad o el sexo, siendo este un concepto extraño y oscuro, palabra rara vez escuchada en aquella casa. Aún así y sin sospecharlo, María sabía qué era el sexo puesto que, viviendo en un pueblo donde abundaban las fincas en las periferias, divisar una pareja de animales copulando no era algo fuera de lo común. 

—Los animales hacen eso sólo cuando desean tener una cría— Respondió su abuela a la inocente pregunta de la pequeña María, haciendo énfasis en el “SÓLO” para no dejar cabida a ninguna duda o comentario al respecto. 

Creció María, siguiendo los consejos de su abuela, las enseñanzas de sus maestras y los pasos de la Virgen, convirtiéndose en una niña, alumna e hija ejemplar y de inmaculado comportamiento. Sin embargo, la pubertad trajo consigo sentimientos, sucesos y deseos nunca experimentados o siquiera mencionados que un: "¡No te toques ahí María! ¡Eso es sucio y pecaminoso, el diablo está tentándote!" por parte de su madre, acabó definitivamente con sus pequeños y torpes pasos para conocer su cuerpo. Al fin y al cabo, una Virgen no podía ser una pecadora o dejarse tentar por Satanás. 

Llegada a una edad casadera, María sabía que cumplía con casi todos los requerimientos para poder considerarse una Virgen: la bondad en su corazón era infinita, el amor que profesaba por sus prójimos inigualable y la pureza de su alma y conciencia completamente intachable. Sin embargo, la Virgen María tenía una última cualidad que ella aún no alcanzaba y comprendía que nunca lo haría, ser la Madre de Dios en la Tierra. Mas María sabía que, si bien no era digna de alumbrar al nuevo Mesías, un hijo de su sangre y su carne también la llenaría de gloria y alegría. 

Tiempo transcurría y una a una sus hermanas mayores conseguían un esposo de buena cuna, pero al ser la última hija, ella tendría que esperar a que todas desposaran antes de tener derecho a hacer lo propio. Las ansias la llenaban, estaba a un pequeño paso de convertirse en lo más cercano a la Virgen que una pecadora como ella podría algún día aspirar a ser, pero el día no llegaba. Algunas de sus hermanas se negaban a casarse, rechazando a cada uno de los pretendientes que acudían a pedir su mano, dejando a María con una desesperación y frustración en el pecho. 

Más tiempo pasaba y menos posibilidades tenía ella de conseguir un marido que le concediera un hijo, decidiendo que romper la tradición valdría la pena al poder engendrar un vástago y con ello cumplir con todo lo necesario para ser Virgen. Tanto así que salió de su casa a espaldas de sus padres y hermanas, buscando a un hombre que le ayudase a cumplir su cometido. Buscó en las fiestas, en las calles e incluso en las tabernas, pero no halló quien quisiera casarse con ella. 

Optó entonces por conseguir a alguien que le diese un hijo, encontrando más hombres dispuestos a ello. Recordando los animales vistos en su infancia y la explicación dada por su abuela, estaba dispuesta a probar con tantos hombres como fuese necesario, al fin y al cabo, ella estaba haciendo eso únicamente porque quería un hijo. Mas la voz de sus maestras recitando el séptimo mandamiento le impedía aceptar las propuestas de la mayoría de los varones que acudían a su llamado. Únicamente algunos ancianos que, viudos y mostrando un enorme interés en ayudarla en su misión, llegaron a convencerla, tomándola pero sin lograr preñarla. María, desesperada por no encontrar quien la convirtiera en Virgen, rezaba e imploraba a Dios un hombre que la pudiera hacer madre. Dichos rezos fueron escuchados, trayendo un día al pueblo a un hombre jamás visto por ella, respondiéndole que era un viajero y, para su fortuna, soltero. Ella le habló de la faena que consumía su tiempo y pidió su ayuda en dicha misión. 

Ni tardo ni perezoso el extraño aceptó regalarle un retoño, llevándola a una posada cierta noche. María, ya conocedora de dicho acto, esperaba que esa fuese la ocasión que finalmente terminase con su búsqueda y supo que así era cuando un escalofrío recorrió su cuerpo, un estremecimiento la inundó, calor y frío, dolor y placer, su alma volaba, dejando su entidad terrenal tras de sí. María sabía que lo había logrado, dicha sensación sólo podía deberse al Espíritu Santo confirmándole que su travesía llegaba finalmente a su término. 

El extraño, después de concluida su obra, le preguntó cuánto habría de pagarle y María, extrañada por dicha pregunta, respondió "¿Por qué habrías de pagarme cuando agradecida de por vida quedo? Dios es quién te ha de recompensar con bendiciones, me has convertido en una Virgen y eso te hace un Santo". 



Fernando “Viento del Norte” Sánchez.
19 de abril de 2013.
Motueka, Nueva Zelanda.

viernes, 19 de abril de 2013

La cuarta

A mi me gusta hablar de mi cuarta vez y no de la primera, la razón es simple, es por que no me gusta contar que la primera fue en una fiesta con unos tequilas encima y donde lo único que hice fue abrir las piernas y que a parte, ¡dolió mucho!, a pesar de que lo hice (según mis propias palabras) con "el amor de mi vida"; hay quien dice que a esa edad cualquiera puede serlo, y yo en realidad creía que él era el amor de mi vida. Después de esa vez lo hicimos otras 2 ocasiones y siempre me dolió, lo único que me gustaba era que al final me abrazaba y me decía que me quería mucho. 

Un buen día el amor de mi vida me aplicó el "no eres tu, soy yo" y así, sin pena ni gloria se fue, yo lloré inconsolablemente y al final, como generalmente pasa cuando eres joven, conocí a alguien más que hizo que dejara de llorar, alguien que cierto día pasó por mi para llevarme al un hotel que ambos habíamos escogido, uno barato claro, porque ninguno tenia mucho dinero para uno sofisticado, pero a pesar de eso, a mi me parecía perfecto. Pusimos música y compramos una botella de vino, igual de barata que el hotel. Todo parecía como esa primera vez que te describen en las películas, con la diferencia de que yo ya no era virgen.

Contadas las 3 veces que había tenido relaciones, esa era la cuarta vez en toda mi vida que iba a estar con un hombre y la primera que lo haría con alguien distinto al primero. Admito que tuve un poco de miedo por que creí que sería igual de poco emocionantes que las otras 3 veces, sin embargo no fue así, ya tenia más experiencia, mínimo más que la primera vez, y él, a pesar de que tampoco era virgen, lucia nervioso, lo cual me agradaba y por alguna razón me dio confianza. Ahora hice algo mas que abrir las piernas, me dejé llevar, y no por él, sino por mi. descubrí que existe mas placer y dulzura que el simple abrazo de agradecimiento que las otras 3 veces me dieron al final. Fue la primera vez que hice otras posiciones a parte de la de misionero y donde descubrí mi posición favorita.

Fue ahí, en esa cuarta vez donde adopté mi filosofía en el sexo y en el amor. Obvio tampoco me casé y fui feliz con este chico. Al igual que el otro, un buen día aplicó el "no eres tu, soy yo" y se fue, pero no importó mucho, y no es que no lo quisiera, le lloré como a su antecesor y a sus 48 (¿o 49...?) sucesores mas, sólo que ese día descubrí que estaría condenada eternamente a estar enamorada del amor, sea de él o de cualquier otro, creía en la pasión y en el amor genuino y verdadero, aun que fuese fugaz, y me sería imposible no enamorarme un poco de aquellos con los que quisiera solo sexo; estaba perdida. También descubrí que el tiempo no iba regir mi vida en esa cuestión, seria imposible que lo hiciera ya que no importaba si llevaba 5 años (como mi primera vez), un mes (como en mi cuarta vez) o un día (como en mi décima, ¿o décima primera vez?) de conocer a alguien, tan solo necesitaba sentir las ganas de amar a esa persona y sentir las ganas de esa persona de amarme a mi, esa necesidad de hacer feliz y que te hagan feliz no importando que durase 2 años o una noche, pues todos los momentos por pequeños que sean, están formados de eternidad.

Después de ese día llegue a una conclusión. Mi primera vez fue un mal necesario, el cual tuvo que pasar para que mi cuarta vez, esa donde aprendí tantas cosas, pudiera ser como las pintan las películas románticas. Es irónico el hecho de que ese día se haya despertado en su totalidad la romántica incurable que llevo dentro y que al mismo tiempo me haya ganado el adjetivo de "puta" para muchas personas, y no es que me ofenda, solo que es curioso por que las putas cogen y cobran, no hacen el amor y yo jamás cogí con los 50 (¿o 51?) amores de mi vida, siempre hice el amor.



Lic. Sandoval
Atizapán de Zaragoza, Estado de México, abril 2013

miércoles, 17 de abril de 2013

Charla de señoras

En mis años tiernos había escuchado a mi madre decir: “prefiero un dedo sabio que un falo idiota”. Se lo había dicho a sus amigas, en una platica de chicas, de esas en las que algunas veces el sexo, las risas y las perversiones propias de las mujeres salen con naturalidad. La frase fue para ellas, no para mí, por supuesto. Lo dijo con el aire de grandeza que la caracterizaba al anteponer su imagen de soltera, aunque con hijos ya mayores, que se daba el permiso de estar con el hombre que quisiera sin la obligación de ser la mártir del melodrama familiar. 
Ella dejó de ver en mi hermano y en mí a unos niños, nos trataba como pequeños individuos que comienzan a saber un poco más de sí mismos o de los demás, pero que no acaban de dar el paso entre la adolescencia y la juventud. En otras ocasiones seguía pensando que no entendíamos mucho, nos subestimaba tanto. Justo ahí me hallaba yo, en medio de una charla de señoras mientras cuidaba a sus hijos. No, la verdad es que no estaba pendiente de ellos, sólo veía la televisión. Ya me aburrían los chiquillos que se peleaban por algún juguete o porque alguien no quería hacer lo que el otro exigía.

En tal circunstancia, a veces lo que hablaban resultaba interesante. No sabía qué era eso del “falo”, pero por la risotada que soltaron las demás comprendí que era importante entender su significado. En efecto, por donde pude investigué lo que quería decir aquella oración. Me reí sola, sin tanta intensidad como las amigas de mi mamá por dos cosas: no la había terminado de entender y porque para esas alturas, el chiste ya estaba frío. Sin embargo, esta expresión fue como un consejo que llegó a mí de forma indirecta.
Para los años que tenía entonces ya me sonaba ridículo pensar en una pareja que como en los guiones fílmicos se preguntara “¿quieres hacer el amor?”. Pero también el sexo mecánico me parecía... Sin sabor. Diferentes materiales pasaban ante mis ojos: libros de consejeros de televisión, películas morbosas o muy “mielosas”, canciones que aludían al “la voy a hacer mujer” o muy parecidas. No necesitaba que lo hicieran porque ya lo era. Pero en esos días no lo comprendía así, sólo me generaba un malestar que sabía ácido.
Con ese tipo de ideas me sentía como un envase cerrado al vacío que tiene que hacer “plac” cuando es abierto por primera vez y que debía ser desechado si el sello de garantía estaba violado. No era un envase, no era desechable. Tampoco quería dibujar fronteras en mi cuerpo, ponerle líneas imaginarias para fijar límites entre lo permitido y lo jamás tocado. Con todo eso, además me veía perdida entre los clichés de “la puta” o “la apretada”. Entre el tener las mismas ganas que el otro, pero recordar en el instante menos preciso todo el peso de “la buena moral”, casi como el Manual de Carreño. 
Siempre volvía a mí la plática de todas esas féminas ansiosas de catarsis colectiva. El asunto que podía ser nombrado entre ellas por la complicidad de la edad y la experiencia. Conmigo no, no era de su clan, pese a que ya estaba en la edad de la famosa “calentura”. Mi madre no me guió por ese camino, pero agradezco que haya tenido un par de libros en su biblioteca, ésos fueron los que me dieron a escoger entre lo sabio y lo idiota. Y más que eso: entre el simple objeto, el pedazo de carne o un hombre que fuera sabio en el momento de tener sexo. Más con una chica que lo hacía por primera vez. 
Construí a tientas mi propio manual, con albur y sin él. Las obras fueron La filosofía en el tocador del Marqués de Sade y El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, irónicamente hechos por dos hombres. Sabía que no quería que nadie me tratara como la Eugenia de Sade cuando es penetrada por primera vez por el Caballero de Mirvel. No quería hacer de ese acto un espectáculo en donde el ganador viera correr mi sangre, cual matador que hiere a un toro hasta humillarlo mientras yace en la tierra. Un pequeño filme corrió dentro de mi cabeza, conmigo como protagonista de esa escena. Consiguió darme terror además de una negación absoluta a repetir aquello en la realidad.
Si bien Sade me dio la pauta de lo que no quería, a lo que sencillamente me resistía e incluso temía como para no dejarme dormir, también fue mi mentor. Me sirvió para derribar prejuicios, a construir la idea del placer más allá de los cánones de las señoritas, esas que no son“fáciles”. Deshacerme de tanta moralina. Hacerlo así porque era una condición natural. Dejar de contenerse, de atarse a la virtud virginal que tenía mucho de religioso, pero nada de terrenal, como lo era yo. Me quedaba tan sólo con la valentía de la “ardiente Eugenia”, como la calificaba al dirigirse a los libertinos.
De Márquez, me hallaba tan miedosa como Fermina Daza al pensar en el cómo iba a suceder. No quería decir el típico “tengo miedo”, tan burlado, pero tan válido. Chingarla y ser chingada, la fórmula tradicional. Bastaba de eso, no era cosa de tener miedos. Quería tener la decisión suficiente para saberme segura y divertirme. Admiraba a Juvenal Urbino, que no era un solo un miembro del cuerpo sino un ser completo que sabía excitar el deseo, la curiosidad. Ahí estaban puestas las posibilidades de que ella se conociera, de conocerlo a él. Del gozo de ambos, más allá del ritual de manchar las sábanas blancas.
Sabía que yo no sería ni Eugenia ni Fermina. Mucho menos quería a un Juvenal. Había que hacer lo propio: buscar, encontrar o pasar de largo. Me hallé en una o en otra parte del relato, ya como la mujer de Sade, ya como la mujer de Márquez. Huí del sexo mecánico de hombres que se pensaban voluptuosos, que querían hacerme aullar como en una película porno, pero que más bien sólo necesitaban masturbarse con una vagina natural. Al final sí tuve miedo: no sentía nada, no había algo que prendiera el deseo. Me iba, no sin antes chutarme su enojo, como si fuera una obligación predeterminada estar convidada de eso. 
En otra ocasión me topé con alguien al que no me pude resistir. No pude porque tampoco quise hacerlo: manos, labios, palabras sabias... Joven sabio, todo él. No estuvo de fondo musical Barry White, pero tampoco pensé en recitar a Carreño, Sade o Márquez. Simplemente fue mi historia con alguien más. No me importó si llamaría después, si lo volvería a ver. Lo interesante no era romper el sello de garantía y el acto ritual sino hacerlo sentir(me), en lo que él me hacía sentir. Hasta se me olvidó que traía el sostén más raído y los calzones que me habían regalado en Navidad.
Supe que era el momento, así sin velas ni una cama espolvoreada con pétalos de rosas rojas. Para eso estaban las películas cursis. En cambio, me dediqué a aprovechar la oportunidad: el ritmo de los besos que iba en aumento en fuerza, en velocidad. En el encontrarnos los puntos estratégicos que buscaban el tacto con vehemencia. En ver su expresión, escuchar la respiración, palpar la humedad, el calor. En oler su piel, con el perfume que tanto me gustó y que siempre hizo que lo recordara. Nos concentramos en mantener la narrativa precisa: un principio, un nudo y un desenlace que tenía la posibilidad de recrearse.
Otro día pude reírme de la frase de mi madre. Supe que prefería autocomplacerse a que alguien le encajara su “arma del amor”como si fuera un “mete-saca” liso y llano. Tenía razón: gustaba más “un dedo sabio que un falo idiota”, no sabía de cómo había llegado a tal conclusión, pero ahora la entendía. Ya me podía reír con más intensidad. Ni qué decir sobre el chiste, estaba más que helado entonces. Pero no conforme con aquella consigna, decidí apropiármela cambiando la primera parte por un “prefiero un hombre sabio...”.



Laura Arellano
Distrito Federal, abril de 2013

lunes, 15 de abril de 2013

Perder

Un buen día te aburres de tu soledad y decides dejar tu encierro, tu periodo de abstinencia ¿involuntaria? para salir en busca de una prostituta porque te convences de que eso lo ideal para ti. Ya en la calle dudas un momento, la primera vez siempre es difícil, tomas atajos inútiles aunque sepas la ruta correcta para llegar más rápido a la zona de tolerancia, piensas en las enfermedades, en la denigración, en los derechos humanos, en las mujeres que han estado contigo o podrían estarlo por gusto, pero también piensas en la flojera que te da iniciar una nueva relación estable y en lo pésimo que eres para enganchar desconocidas en un bar para una sola noche. Te convences de que no hay otra alternativa, no para un sujeto como tú, tan singular como te asumes, tan retraído, tan desilusionado de los amores convencionales. Lo ideal para ti es el drama, tocar fondo como lo tocaron los poetas malditos, ensuciarte las manos como Rascolnikof, como toda la gente que ha trascendido en la en la historia del mundo. Es verdad que para varios sujetos, coger con prostitutas es algo tan común como ir al cine con la novia, pero tú te piensas distinto, un espíritu puro. 
Tomas un taxi para obligarte a seguir con el plan y no llegar como cualquier peatón. El chofer sonríe como un malicioso cómplice cuando le indicas tu destino y te relata confianzudo sus anécdotas con putas, hasta te da consejos. Te molesta que se asuma como tu igual, pero callas cortésmente. Tú, en silencio y él con su bromas libidinosas, recorren una y otra vez la pasarela callejera hasta que encuentras a tu chica ideal. La ves desde lejos iluminada por los faros de los carros, su delgada y firme silueta tiene un halo como el de La Virgen con un vestido rojo de coctel, es una joven hermosa de carne mestiza, una joya brillante entre una mar de lonjas y celulitis que son las demás. Piensas que es única, como tú. Ella te sonríe. Están destinados. 
Te guía al hotel más cercano y apenas cierran la puerta de la habitación te valen madres las enfermedades, los derechos humanos, la denigración, y te le abalanzas, la abrazas por la espalda. Pero mañosa y delicada se escapa de tus brazos y te pide que le pagues primero. Le pagas. Se desnuda como si fueras invisible y te pide que hagas lo mismo. Prenda tras prenda que cae, su halo como el de la Virgen se vuelve más intenso. Prenda tras prenda que te despojas, el frío del cuarto va mermando tu virilidad y encogiéndote el escroto. Te vuelves inofensivo. A petición tuya, se pone en cuatro, con el culo al aire completamente dispuesto, te pertenece sin coqueteo previo, sin compromiso posterior, sin otro intermediario que el dinero ¿no es ese pragmatismo lo que siempre has buscado en una relación? Sí, pero ahora, llegado momento, simplemente no puedes poseerla. La contemplas como un objeto inmaculado, sagrado, no te atreves a tocarla, mejo dicho, no puedes. Ella se impacienta, no porque te desee, sino porque interfieres en su trabajo. Te recuerda que el tiempo al que tienes derecho se está agotando. Desesperado te arrodillas ante ella, le rezas, le besas los pies, le suplicas por un beso, por un abrazo. Tu soledad y tu virilidad necesitan sólo eso, un poco de afecto. Ella se levanta, se ríe. No te quiere abrazar, mucho menos besar, no es parte de su trabajo y no te lo mereces. Lo más que puede hacer por ti es sexo oral, frío y mecánico, por un costo extra. Lo aceptas y sólo así logras concluir el coito –no puede llamarse de otra manera a ese acto tan breve e impersonal. Inmediatamente se desprende de ti, con más repulsión que otra cosa, se mete al baño para lavarse los restos de ti. Recuerda tu actitud cursi y ríe, se burla. Oyes su voz en el baño, “todos los hombres son iguales”, dice tras una sonora carcajada. “Todos los hombres son iguales” retumba en tu cabeza. “Todos los hombres son iguales” lo dicen todo el tiempo en las telenovelas y canciones. “Todos los hombres son iguales” es un lugar común, una frase trillada, pero nunca antes había sido pronunciada por alguien con tanta autoridad moral para decirla. “Todos los hombres son iguales” escuchas mientras te vistes y te vas -igual que se van todos los hombres que ella conoce- consciente de haber perdido tu individualidad. 
Regresas a buscarla a la semana siguiente, pero ya no la encuentras, ni a la siguiente, ni los meses subsecuentes. Te acuestas con otras mujeres de esa misma calle cada vez, intentando recuperarla, pero no lo logras. Buscarla de esa forma se te hace una costumbre, algo tan cotidiano como ir al cine con una novia. 




Romeo Valentín Arellanes
México D.F abril de 2013

Pondré el concierto de Aranjuez para relajarnos juntos.

Repasa una y otra vez las indicaciones dadas por la Lupe: Seguro en la puerta, Ricardo Arjona en el estéreo y peli porno en el DVD (sin sonido, nomás con las imágenes).
Encendido. En el primer contacto usa velocidad bajita, hay que irse aclimatando. Le va subiendo a la intensidad poco a poquito, pero no mucho, qué tal que se descompone. Lo pasa una y otra vez, pero sólo por afuera, la Lupe le aseguró que a menos que lo metiera, jugar con eso no era hacer el amor.
En esa primera vez sólo siente cosquillas. Después de utilizarlo una vez a la semana alcanza una marca de cinco orgasmos y varios calambres más.
A veces le sale el remordimiento al recordar la cantaleta de la abuela acerca de que es pecado tocarse o tener pensamientos de la carne. Pero mientras lo use nomás por encima, puede seguir presumiendo y ofertando con harto orgullo su virginidad.


Call me Blues
México D.F. Abril 2013

De la virginidad, la pérdida.

Del silencio, la palabra.


Lo que les voy a contar es mera ficción, no obstante que sucedió de a de veras. Más que con una posesión que nos posee y que incluso puede llegar a ser vergonzosa, asocio “la virginidad” con un punto de fuga, apenas perceptible en el horizonte, que nos brinda la posibilidad de experimentar en más de una ocasión la emotiva pérdida que se vive con la “primera vez”. Es decir, la virginidad nos abre a la experiencia de una “segunda primera vez”, una tercera, una cuarta, una quinta, o tantas como el cuerpo, la imaginación y las palabras nos lo permitan. Dicha pérdida, cierto es, se vive a condición de una dosis de placer a menudo memorable, pero también estridente y hasta dolorosa. 
Mi primer grito de placer –lo recuerdo como si hubiera sido ayer— se fundó en el de un dolor que resuena como el eco de otros gritos oídos en el pasado. Pasado presente hecho de un grito virginal-inaugural, constituyente y constitutivo de un silencio que me permitió escuchar lo Otro que era, que soy y que sería sin arrojárselo al que, en mi segunda primera vez, tuve enfrente, debajo, de lado, encima y todavía adentro.
Para decirlo pronto, ¡mi primera vez fue con una chica! ¡Sí, con una chica! Dejando de lado los detalles, diré que aquella chica, su sola presencia, fue la modulación de un silencio que me llevó a oscilar entre el extravío de un sinfín de preguntas infortunadas y la perpetuidad del mutismo absoluto. Y como era de esperarse cuando se echa a andar la máquina de pensar, la cosa no paró ahí. Con el correr de los días ese silencio se prolongó hasta la angustia que acompaña a la pregunta por la verdad que nos habita. ¿En verdad me gustan las mujeres? Comencé a cuestionarme mientras me envolvía un silencio espeso que me carcomía el ánimo de angustia. 
Aquél silencio, vaya cosa, ¡era una voz! Una voz que todavía hoy sabe escucharme allí, en ese desgarro que aún pulsa, que silente testimonia y dice algo de eso que es en mí más que yo mismo: el deseo que habito y que me habita. Síncopa de existencia, como lo nombró Jacques Lacan, aquel fue un silencio que me planteó una pregunta hasta entonces ignorada por temor al qué dirán, por quedar bien o para cumplir con el deber ser. 
Luego, al cabo de unos años (¡sí, años!) y no sin la carga de múltiples culpas, maldiciones, adicciones, abstenciones obsesiones y penurias psíquicas (o chaquetas mentales, como también se las llama), esa angustiosa pregunta fue luz que proyectó la sombra de mi verdad, mi otro yo-homosexual construido, cincelado, a golpes de silencios… De silencios que cesaron de ser mutismo vestido de parloteo estéril, para abrirle paso a la palabra, ¡a mi palabra! La que ya no buscaba subsanar o negar el silencio sino prolongarlo, recuperarlo para decirlo de otro modo… con amor. 
Fue entonces cuando estuve listo para recibir en mí a otro hombre, para abrirme como flor nocturna a su plácida noche –diría el poeta—. Entonces hubo en mí la experiencia de la segunda primera vez. Segunda vez en lo carnal, primera vez en el amor y la puesta en acto del deseo. De entonces a la fecha me he autorizado a experimentar otras primeras veces con las que perdí otras tantas virginalidades: ahí está Jesús, con quien perdí la impaciencia; Morgan, con quien perdí el temor a la vulnerabilidad y la ternura; y RP, con quien perdí la memoria… 


COROLARIO 


En este mundo pautado por un orden psicótico donde predominan las buenas consciencias que se miran en el espejo de las malas, la angustia se perfila como el infinitivo de la vida que nos habla de un deseo, en mi caso, AMAR. Tanto la experiencia del amor como la virginidad, angustian. ¿Por qué? No porque sean la mueca congelada de una posesión sin vida o de una vida poseída, sino porque nos remiten a ese vacío estructural que es el deseo. Deseo que no busca su satisfacción en la posesión ni en la conservación sino en la pérdida y la búsqueda. El que ama busca, el virgen experimenta. 
Si el amor es deseo que se enciende más y más con la evidencia de lo inalcanzable, la virginidad no puede más que demandar su pérdida. El que ama no posee, busca, hace. Sí, el amante, más que un poseedor poseído por lo que cree poseer, es un hacedor, un esculpidor de silencios para escuchar la ausencia que lo constituye, esa que le permite albergar al Otro sin necesidad de posesiones ni justificaciones ni fundamentalismos. Pensado y sintiendo así, el amor deviene experiencia virginal que nos arriesga a la pérdida. El que ama, apuesta. Inconmensurable apuesta es esta por la libertad, no la propia sino la ajena, la del Otro. Y esta es, ya lo dijo el poeta, libertad bajo palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.



El tal Alfred
México, D.F. Abril de 2013.





viernes, 12 de abril de 2013

2001: odisea en el rancho


Entré a trabajar de diablero a la central de abastos a los 14 años, estaba buena la chamba, conocí a mucha gente. Mi cuate Enrique, el de la carnicería, solía ir a fumar conmigo, bueno dizque por que yo tosía como perro por que ni me sabía la chingadera esa.
Se pegaba para fumar con nosotros el Juan, que no me caía tan bien, pero como era valedor carnicero del quique, pues ni modo –tu eres quinto verdad, -vete a la chingada –ahuevo tu pura manuela jajja. Ya cuando se había ido el Juan le preguntaba a mi cuate, no mames ¿si se nota? –Pues un poco –chales -pues si quieres dile al patrón que nos lleve al rancho – ¿que es eso? –un congal –pues va
Me acerqué a ver a Don Genaro que era el dueño de una de las carnicerías mas grandes, que andaba leyendo el ovaciones como todas las tardes mientras sus empleados estaban en chinga limpiando –que tranza Don Genaro vamos al rancho, ¿no? –sin mirarme, apenas de reojo sobre sus lentes me dijo –pues ahórrale que no es barato -¿Cuánto? –Como dos meses – ¿tanto? –pues si no vas a ir a comprar chicles
Me dispuse a disminuir mis gastos al mínimo, usaba más que nunca mi bicicleta, llevaba el diablo más rápido que nadie, dejé de fumar por ahorrar más aún
Los días eran largos pero no tanto como las noches de tanta pajuela. Me imaginaba a la prosti que me quitaría lo chamaco y me convertiría en machín. La semana más larga fue la última que fue en la que decidí dejar a Doña Manuela para llegar con todo lo que pudiera ahorrar
Aquél día la chamba fue como una película en dónde todo pasa rápido y sin pausas. A las seis ya estaba saliendo hacia el cantón para bañarme, ponerme mi camisa y pantalón buenos y hasta le agarré de su perfume axe a mi carnal el mayor. Nos quedamos de ver en el billar de la esquina. Parecíamos soldados dispuestos a ir a matar y a vencer, todos entre risas y desmadre –hoy te desquintan pinche Charly –si cabrón hoy te toca mojar brocha –no cabrón pisar a fondo.
Entre risas que llega Don Genaro en su Dart para llevarnos, pues se había pegado Manuel el del pollo y Roberto el de los dulces además del wey de Juan que era un cliente muy frecuente en el rancho y no se quería perder mi paso a la hombría
Arrancamos formalmente ya después de comprar 4 six de chelas para el camino, el cual se fue haciendo más y mas aburrido con una carretera vieja y simple, para llegar al supuesto centro de la ciudad, mas chiquito que la propia central y de nuevo a a carretera vieja donde sólo se podían ver maizales, uno que otro billar y más maizales.
Y por fin, en todo su esplendor se podía ver en letras rosa neón y azul pastel: “Rancho el paraíso”

Entramos entre risas y mi nerviosismo al lugar enorme como las casas más grandes de la tele, con una enorme pista de baile, oscuro como la chingada, solo luces rojas, y verdes que medio pasaban a través del humo y dejaban ver a las empleadas con su ropa apenas visible.
Nos acomodamos en una mesa del centro, Don Genaro mandó a llamar al encargado, entre risas todos decían que ahora le tendría que llamar padrino a Don Genaro pues él me había traído a “mi primera comunión”. Pues en eso que llega El toño, saluda a Don Genaro como si fueran amigos de la infancia y pregunta la situación: que que vamos a tomar y de que se trata el asunto.
Nos trajeron unas botellas de bacardí y coca colas, y luego luego se sentaron unas chamacas –como Don Genaro las llamaba, se sentaron en las piernas de Manuel y de Roberto, -esas son sus preferidas de acá, me dijo el Quique.

Y que llega otra mujer, de cabello enorme y ropas diminutas, con unas formas como las que sólo había visto en los calendarios de los aceites para coches. No vi que la había traído el Toño, pero lo escuché cuando dijo: todo tuyo, enséñale que hoy es su primera comunión, Zafiro –que así se llamaba, me tomó de la muñeca y me llevo a un cuarto muy grande, me quietó la ropa y me dijo –mm que rico hueles y empezó el agasajo, parecía irme llevando paso a paso para aprender a nadar, hazle aquí, muévete así, ahora muéveme así, sube esto aquí ahora así, eso déjate llevar y todo lo demás fluyó como llave de lavabo.
No me di cuenta, pues yo seguía en lo mío cuando de pronto se meten unos policías y dicen -vámonos cabrón que estos pendejos no pagaron su cuota. El azul me jaloneó me dijo que me vistiera, el otro le metió mano a mi “madrina de primera comunión” me sacaron haciéndome manita de puerco.

Nos llevaron en unas camionetas a todos en bola, Don Genaro al fondo de la segunda camioneta con mis cuates, -ya valió madres pinche chamaco cagón –ya estuvo poli, déjeme ir con mis cuates a la otra camioneta -¿me estás diciendo que hacer? –no, no poli pero no me quiero ir solo –no seas puto, ¿no estabas muy chingón cogiendo como los grandes? Ya no dije nada. Vi como estaba el comanche hablando con el toño que no mamara que lo esperara, pero que eran órdenes desde arriba que eso era hace 10 días.
En la camioneta donde me subieron iban tres clientes, dos meseros, y un lavaplatos, al parecer habíamos sido los últimos en subir por que estábamos en lo cuartos para los congaleros y los empleados habían ido a meterse unas líneas en la parte de la bodega.

Empezamos a dar vueltas por el MP y sus maizaleros alrededores, en eso llega uno de los azules, con sus ojos rojos y una pupila chiquitita como si hubiera fumado algo, me agarra del brazo y me baja, me dice –tu pinche chamaco, cuántos años tienes? –catorce –espérate aquí, se fue con el otro poli, ya no escuché lo que empezaron a hablar, sólo vi que se radiaban con el comanche y le decían, que el pinche chamaco no pega, regresaron ya los dos polis –¿cuanto traes pendejo? Pues traigo mil –¿nada más? Y que me empiezan a buscar como locos, no se si estaban drogados o fue por la prisa, pero no me encontraron el rollo de lana que llevaba para “mi madrina”, me dijeron, pues a ver pinche chamaco, suelta los mil y agradece que no te reventamos tu madre por ser menor de edad, me dejaron ahí ante la mirada de los demás levantados.

Me fui al amanecer al centro, me tomé un autobús al DF y el lunes pues a chambear, toda la banda llegó hasta el miércoles mentando madres, con cara de idiotas, que dónde estaba, que nunca supieron por que no llegué, que a ellos les tocaron las 72 horas y el rancho ya estaba clausurado. El pinche juan me preguntó que había pasado, le conté que me dieron baje los azules, que me habían dado unos chingadazos por pendejo y que me dejaron a medias mi palo. Lo que no le dije es que tuve la mejor noche de mi vida, y no pagué por ella.



Inocente Buendía
Ciudad Universitaria
México DF

jueves, 11 de abril de 2013

La verdad sobre Saavedra (fragmento)

“Como nos lo había pedido, al término de la reunión Vanesa y yo permanecimos en nuestros lugares, ambos nos aferrábamos a la mano del otro, pero por razones diferentes, ella apenas podía contener la emoción, yo estaba experimentando un coctel de sensaciones, tenía el estomago tan contraído que dolía, mi ansiedad estaba alcanzando un límite insospechado, sudaba frío; por un lado, la idea de unir mi vida a la de Vanesa era atractiva, más que eso, era lo mejor que me podía pasar y por mucho, más de lo que merecía, pero no a ese precio, pensaba que si yo me casaba con ella tenía que ser de otro modo, de uno correcto-tenía que haberlo- quería estar con ella de por vida pero con la risueña y tierna chica que conocí en esa fiesta y que me enseñó lo que era vivir, no con un ser trastornado y dañado que más que persona era un simple maniquí sin más señales de vida que el latido de su corazón o el recuerdo del dolor que sabía que sufriría a manos del sádico al que llamaban líder. Esa idea dolía más que cualquier cosa que pudiera haber pasado antes; al pensar en lo que ese bastardo podía hacerle y, que si yo no impedía le haría. La manera en que profanaría su cuerpo y con sus inmundas manos tocaría su frágil pero a la vez fuerte anatomía, eso me llenaba de coraje; por eso sujetaba su mano con fuerza, como si haciéndolo pudiera ahuyentar los hechos venideros, como queriendo que nada cambiara, quería preservarla así, llena de vida, inmaculada si era necesario y creo que esa fue la primera vez en la que seriamente pensé en evitarlo, en hacer algo al respecto, aunque mi propia vida fuera en prenda de ello. Que inocente fui. 

“Saavedra nos señalo con la mano extendida y nos indicó que entráramos a su oficina, un cuartito que tenia al fondo del salón; lo hicimos y ocupamos las dos sillas que estaban frente al escritorio; él entro después y tomó asiento detrás; dijo que se sentía orgulloso de ambos y más de mi, que en el tiempo que había asistido a las reuniones conseguí ser un verdadero e inspirador ejemplo de que su doctrina funcionaba; ella volteo a mirarme, con una mirada que jamás olvidare, también estaba orgullosa de mi y me amaba más que antes de cruzar él esa puerta. De ella dijo que se enorgullecía porque demostró que el amor puede conseguirlo todo y que la mujer es un invaluable apoyo para el hombre y que por eso es invaluable; habló más, dándole vueltas al asunto, parecía que en vez de anunciarnos una boda nos comunicaría que nos colocaría un altar a cada uno y eso debo reconocérselo, es un excelente publicista, capaz de vender cualquier cosa aunque el producto sea una mierda. Casi media hora después por fin soltó la bomba. Vanesa y yo estábamos listos para casarnos, agrego que era algo tan gratificante que el propio movimiento se haría cargo de todos los gastos y que estaba entusiasmado porque comenzáramos el seminario de preparación y eso último provoco que mi estomago, en lugar de tensarse, se retorciera. Agregó que en dos semanas más tendríamos luz verde para el seminario, para mí significó que tenía dos semanas para convencer a Vanesa de huir.

“Basta decir que no lo logré, fueron las dos semanas más exhaustivas que recuerdo y tristemente no lo logre; creo que intenté todo, todo excepto la manera correcta, pero ella seguía empeñada en que todo era una cuestión de fe; durante ese tiempo asumí que no la convencería y me di a la tarea de preparar un plan B; mi opinión sobre eso es dudosa, hay días en que pienso que hice lo correcto, otras creo que fue lo peor, pero lo hice; mi plan era sencillo, evitar que Vanesa acudiera a las sesiones del seminario, sin importar lo que tuviera que hacer y lo primero era saber donde se hacían las reuniones extraoficiales de Los Elegidos (entiéndase que me refiero a los que pertenecen a El Consejo del Líder); no fue difícil, me tomo una tarde lluviosa para embriagar a una de las esposas de ellos en la hora de la comida para saberlo, esa fue la primera vez que volví a ingerir alcohol desde que Vanesa me ayudara a dejarlo y entonces descubrí que esa era la única manera en la que lograba ahuyentar las pesadillas y conseguir conciliar el sueño, quizás se tratara de desmayos por intoxicación o qué sé yo, pero solo así conseguía descansar, lo cual ayudó a poner en orden todas mis ideas y pude reafirmar mi decisión de salvar a mi novia, pero fue todo lo que hice, pude haber hecho más, prepararme más, pero pensé que con golpear a un par de tipos en la entrada y apuntarles a todos con un arma seria más que suficiente para sacar a Vanesa de ahí y cabalgar juntos hacia la libertad, que daño nos ha hecho el cine y las novelas románticas de finales felices”.

En este punto parece que el narrador esta más cómodo, no tan preocupado, incluso deja escapar un par de sonrisas y ha dejado de fumar por al menos dos minutos, es el alcohol haciendo efecto; calla un momento, parece de nuevo elegir sus palabras cuidadosamente y le da el trago más largo a la botella; ahora si vuelve a encender un cigarro y reanuda su relato.

“Las sesiones de los seminarios se realizan simultáneamente para hombres y mujeres, a la misma hora pero en diferentes sitios, a nosotros nos citan en el salón de las reuniones y a ellas en la bodega que tiene el movimiento a dos cuadras en un terreno casi baldío, la bodega estaba en el centro, como una isla. Para esa noche había conseguido un arma, nada especial, era un revolver de seis tiros, lo llevaba en la retaguardia sostenida por el pantalón; obviamente, ni siquiera me presenté a pasar lista en el salón de reuniones, fui directamente a la bodega, me quede a algunos metros de distancia de la entrada oculto acostado entre algunos arbustos que había en el terreno; estuve ahí diez minutos y vi llegar a cada uno de los miembros del consejo del líder y por último a Saavedra, quien apenas podía sostenerse sobre sus pies y necesitó ayuda para entrar, pensaba que era algo a mi favor, que quizás la suerte estaba de mi lado; una vez que todos habían llegado custodiando la puerta se quedaron un par de hombres corpulentos a los que nunca había visto, no creo que pertenecieran al movimiento; no vi entrar a ninguna mujer, asumí que ellas habían llegado antes; ese era mi momento para entrar, así que me fui acercando poco a poco, arrastrándome pecho tierra por los arbustos para que los vigilantes no se percataran de mi presencia, por fin llegue a una de las paredes de la dichosa bodega, no tenia ventanas y tampoco era demasiado grande, era un cuarto como de seis por seis, con la pintura descarapelada y solo tenía un acceso; respiré hondo, como si eso ayudara a darme valor, entonces me acerqué caminando a la entrada con una mano en la espalda, colocada en el mango del arma; uno de los custodios estaba de espaldas así que lo golpee en la nuca con la cacha del arma lo más fuerte que pude y se desplomó; el otro estaba distraído pero al ver a su compañero caer intentó primero detener su caída pero en cuanto me vio intentó abalanzarse sobre mí, solo alcancé a apretar el arma en mi mano y golpear otra vez con todo en su cara; lo logre pero la posición de mi mano al golpearlo provoco que me lastimara tres dedos y el tipo comenzaba a levantarse, así que comencé a golpearlo con el otro puño con frenesí hasta que mis nudillos comenzaron a dolerme y entonces comencé a patearlo en el piso hasta que vi que dejó de moverse y sentí mi cabeza palpitante; extrañamente eso no alertó a nadie y pensé que esa era una de las razones por las que llevaban a cabo este tipo de eventos en esa zona particular de la ciudad; me quedé en silencio ahí, frente a la puerta, aun dudoso de entrar y pensando en cómo abrir esa puerta; busque llaves en los bolsillos de los guardias pero no encontré nada, entonces pensé en simplemente tocar la puerta y lo hice; un hombre de mediana edad abrió una rendija y pregunto “¿Qué pasa?” y lo empuje con todo el impulso que pude con el hombro; sostenía el arma con la mano buena y una vez que estuve dentro apunte hacia adelante, realmente no le apunte a nadie en especifico, solo tenía el brazo alargado con el cañón del arma mirando al frente; no parecía que hubiera nada extraño, esperaba encontrarme con una especie de rincón oscuro, alumbrado parcialmente por velas, no lo sé, algo parecido a la foto que había visto de Saavedra, pero no, lo único que desentonaba es que todos vestían túnicas oscuras, tampoco había mucha gente, eran seis hombres, contando al líder y la única mujer era Vanesa, que estaba en el fondo del cuarto junto a él; nadie se inmuto demasiado por mi irrupción, solo me miraron con algo de extrañeza y cometí el peor error que podía cometer en esos momentos, dudé, me quedé ahí parado comenzando a creer que aquel hombre que me había dado toda esa información sí estaba loco, fue lo último que pude pensar pues mi letargo fue interrumpido por un golpe seco en la cabeza que consiguió sacarme de balance y el arma de la mano; fue entonces que todos los hombres, excepto Saavedra, se abalanzaron sobre mí, conseguí lanzar dos puñetazos que erre por mucho antes de que alguien me inmovilizara por la espalda y me dejara indefenso; golpearon todas las partes de mi cuerpo y parecía que alguien había apretado el botón de “mute” dentro de mi cabeza y solo pudiera escuchar ese infernal beeeeep, pero también de algún modo no dolía tanto, al principio sí, pero llego un punto en que perdí la capacidad de sentir dolor; alcancé a escuchar, como a kilómetros de distancia, que Vanesa gritaba mi nombre y entonces todo se volvió negro”.

A Héctor le da un ataque de tos que lo interrumpe, cuando se compone sin miramientos vuelve a la botella; inspira hondo y termina su cigarro, tira la colilla al piso y se queda en silencio; determina que no puede seguir sin encender otro y lo hace, pero no lo fuma, se limita a encenderlo y mantenerlo en la mano y continua: “no sé cuanto tiempo estuve inconsciente, pudieron ser horas, es lo más probable; cuando reaccioné noté un sabor a cobre en la boca, la visión borrosa y el cuerpo adormecido, apenas podía moverme o respirar y mi visión estaba borrosa; lo único que podía percibir era el frio del metal en las muñecas y en el cuello, claro, al principio no sabía que era metal, fue cuando intenté levantarme que noté los grilletes, el del cuello era lo que me impedía respirar libremente, sí, aun en mi estado quería levantarme, pero entre las cadenas y la menguada fuerza de mis piernas lo único que conseguí fue dejarme sin respiración y caer de sentón, si hubiera podido sentir algo creo que eso hubiera dolido porque escuche tronar algo en mi interior.

El sonido de mis cadenas hizo que alguien se percatara de que estaba consciente, ese alguien era uno de los guardias que golpee y no lo había olvidado, se acercó a mí, me sonrió, no dijo nada y comenzó a golpear mi ya de por si machacado rostro; alguien le dijo que se detuviera y se detuvo, pude percibir algo de temor en su rostro, aunque no lo sé sinceramente, la voz era conocida, era la de Saavedra; esos últimos golpes provocaron que escupiera dos muelas acompañadas de un charco de sangre que se unió a una mancha roja que estaba en el suelo; Saavedra habló alto, sin llegar al grito pero sí con firmeza y atrajo mi atención a él; dijo que era una decepción que me había ofrecido todo y me ayudó cuando lo necesitaba y si hubiera tenido la capacidad de hablar le habría dicho que eso era mentira, que con quien estaba en deuda era con Vanesa; prosiguió diciendo que le había ofendido a él y que por ende, a todo el movimiento, que había puesto en peligro la doctrina y que por eso merecía un castigo, una lección severa para que no cometiera el mismo error dos veces y entonces se hizo a un lado y con una mano indico que viera mas allá de él y vi a mi Vanesa, también encadenada, con la ropa desgarrada de modo que su ropa interior quedaba expuesta, sus brazos estaban suspendidos en el aire pues las cadenas que sujetaban sus grilletes estaban sujetas al techo; tenia los pómulos hinchados y un hilillo carmesí escurría de sus labios; cuando se percató de que estaba consciente levanto su rostro hacia mí y comenzó a gritarme ‘¿ves lo que has provocado? ¿Te das cuenta?’, entonces sollozó y en un volumen más bajo dijo, ‘te lo di todo ¿Por qué me haces esto?... ¿Por qué me lo hiciste?... me equivoque contigo, no valías la pena’, eso dolió, si hubiera tenido sentido del humor en esos momentos habría pensado que era el peor caso de ira mal dirigida de la historia, en lugar de eso, provocó que mis sentidos lograran agudizarse hasta llegar a un nivel aceptable y fue cuando me di cuenta de cuánto cambio la bodega desde que irrumpí en ella, para ese momento si se parecía a lo que me esperaba en primera instancia, las luces se habían apagado y ahora si había velas alrededor de Vanesa en forma de circulo y eso permitía que tuviera una imagen más nítida de ella, para entonces, después de tanto pestañear logre enfocar mejor, todos seguían usando las túnicas pero ahora sobre su cabeza tenían capuchas que impedían ver sus rostros; no había pentagramas ni ninguna cosa como en las películas, no, en lugar de eso se percibía un olor a huevo podrido en el ambiente, Saavedra era el único con la cara descubierta e indico ‘después de mi siéntanse libres de servirse por si solos” y entonces su reunión dio comienzo’”.

A Héctor parecen dolerle sus propias palabras y agacha la cabeza cuando comienza a narrar de nuevo, “Saavedra se acercó a menos de un metro de distancia de mi, abrió su boca y me enseño la lengua e hizo movimientos con ella y se rio, soltó una carcajada intensa e intimidante; me dio la espalda y camino en dirección a Vanesa y cuando estuvo frente a ella le arranco lo que quedaba del vestido y comenzó a lamer desde su ombligo hasta la bifurcación de sus senos, cuando estuvo ahí se detuvo y de esa parte tomo su sostén y comenzó a jalarlo con fuerza reiteradas veces hasta que por fin cedió y con frenesí lanzo la boca a lamer sus senos; Vanesa trataba de permanecer estoica pero Saavedra al ver eso comenzó a morder sus breves pechos y cuando llegó a un pezón mordió con tal fuerza que hizo que Vanesa gritara de dolor, pero Saavedra no se detuvo con eso, siguió presionando con su mandíbula hasta que comenzó a escurrir sangre y entonces se separo violentamente con los dientes presionados y ella grito, desesperada e indescriptiblemente; Saavedra escupió algo, parecía vomito ensangrentado, pero era un pedazo de carne y sangre de mi Vanesa y yo comencé a gritar, al menos creo que lo hice y se alejo; entonces los otros tipos se acercaron a ella mientras aun gemía, uno de ellos llego por detrás de ella, la tomo del resorte de sus pantaletas y la estiro, forcejeo hasta que la prenda cedió, desesperadamente levanto su túnica a la altura de la cintura y con una erección evidente penetro su ano y ella volvió a gemir de dolor; otro que estaba esperando a que perdiera la parte inferior de la ropa interior, cuando esta se rompió, frenéticamente introdujo su falo por la vagina y masajeo el seno sangrante con una mano y comenzó a estrujarlo; otro comenzó a golpear su abdomen sin piedad con una mano mientras con la otra se masturbaba; uno paseo sus testículos en la frente de ella mientras apretaba su garganta con una mano impidiéndole respirar y mientras con la otra estimulaba el glande de su pene excitado; el quinto restregaba su falo en sus manos, sus muslos y sus pies; Saavedra tocaba su pene, intentando lograr una erección viendo el panorama y lo logro y cuando lo hizo grito ordenando que se apartaran; se dirigió de nueva cuenta a ella y pateo entre las piernas su desnudo sexo; ella soltó un gemido ahogado, no creo que tuviera fuerzas para más; entonces Saavedra, con una mano en su mandíbula logro que abriera la boca e introdujo su verga en ella, la sacaba y la metía, repetidamente; creo que ella apenas estaba consciente pero un fallido intento por defenderse, con las fuerzas que le quedaban, mordió el falo del líder, por lo que uno de los otros, habiendo este sacado su órgano de la boca de ella, se apresuró a soltarle un madrazo en la boca tan fuerte que pareció dejarla inconsciente y el hilillo sangriento que provenía de su boca se convirtió en borbotones color vino, creo que vi algunos dientes de su boca volar cuando la golpearon; yo intente de nueva cuenta levantarme pero el metal me lo impidió, entones comencé a gritarles, en un ruego inútil, que la dejaran en paz; entonces Saavedra, extasiado se volteo a mí y dijo, “mira esto” y miré, hubiera preferido que me torturaran a mi o perder la consciencia de nuevo pero no pude; entonces volvió a introducir su miembro, ahora sangrante, en la boca de una Vanesa casi inconsciente, volvía a meterlo y a sacarlo, entonces ella abrió los ojos, como si estuviera en shock; creo que no entendía lo que le estaba ocurriendo; Saavedra coloco los pulgares en sus ojos, uno con uno, y se los cerro y sin interrumpir la felación comenzó a presionar los dedos contra sus cuencas hasta que de ellos comenzó a escurrir sangre y aun así no se detuvo, siguió metiéndolo y sacándolo hasta que estuvo a punto del éxtasis, sacó su pene y eyaculo sobre las cuencas sangrantes. El semen se mezcló con la sangre y entonces los otros miembros del consejo del líder se abalanzaron para lamer e ingerir esa sustancia que se torno morada; quiero pensar que en ese momento murió Vanesa o que al menos se desmayo porque ellos no se detuvieron, al contrario, eso pareció revitalizarlos y volvieron a arremeter contra ella, pero peor; uno de ellos rompió su fémur y se vino sobre el hueso expuesto, acto seguido comenzó a lamerlo; el que paseo sus testículos en su frente con anterioridad vomito sobre su rostro y volvió a hacer lo mismo mientras se masturbaba, pero esta vez manipulaba la mandíbula de Vanesa de modo que pareciera que le daba pequeños mordiscos en el escroto y termino sobre el pezón sangrante y con una manos le dio manotazos en los pómulos; un tercero comenzó a arrancar pedazos de su carne con los dientes, las masticaba y escupía pequeños trozos; el siguiente parecía tener una fijación anal y le introdujo objetos por ese orificio hasta que sangro y entonces la penetro el mismo usando el liquido rojo como lubricante; el último simplemente se masturbaba con la escena pero cuando parecía estar al borde metió su pene en la vagina y se vino dentro de modo que su sustancia blanca escurriera de ahí; todos lo hicieron al mismo tiempo y cuando estuvieron satisfechos, Saavedra, quien estuvo observando hasta ese momento se acerco al cuerpo de Vanesa, se coloco detrás de ella y le rompió el cuello y su rostro quedo colgando en dirección mía, sus ojos ya no estaban pero parecía que agujeros donde habían estado me miraban con rencor, culpándome de lo ocurrido; esa expresión no la olvidaré, le pedí perdón al cadáver que yacía frente a mí y le prometí una cosa, que si salía con vida de ahí, utilizaría hasta mi último aliento para cobrar venganza”.


Clementino Diógenes
México DF, 2013

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Inocencia Robada



Le escurría por el bajo vientre una sustancia blanca y pegajosa, la miró en el último estertor de la misión cumplida:

-¿Qué me echastes manito?

-Mocos pendeja.

Y se fue dejándola con la duda.







Raziel Jacobo Correa Alvarado
México D.F. 2013

miércoles, 3 de abril de 2013

Ojos vírgenes

Los disparos pararon. Ramírez acababa de llamar al cese al fuego. A su alrededor, la selva se volvía a sumir en silencio. Las ruinas de lo que alguna vez fue una aldea se extendían frente al escuadrón federal. Parecía no quedar ya ningún indio vivo. Los arbustos y el suelo lodoso les ofrecían un refugio temporal, pero nadie se atrevía a moverse. 
 
-¡Reagrúpense! ¿Cuántos quedamos?- vociferó Ramírez.-Ocho, Coronel.
-¿Ocho? Me carga la chingada ¿Dónde está Gómez?
-Muerto.
-¿E Ibáñez?
-Muerto también.
-¿Prado, García, Rodríguez?
-Todos muertos.

Ramírez suspiró. Esto no había acabado, lo sabía… tanto silencio, después del tiroteo, no le daba buena pinta. De un momento a otro la tormenta volvería a empezar.
 
-Coronel –era el Teniente Godínez quien hablaba- ¿Registramos el lugar en busca de rebeldes supervivientes?
-No. Algo no me pinta bien. Estoy seguro que nos disparaban con una M-2
-¿Y de dónde chingados iban a sacar estos pinches revoltosos una M-2? Déjese de pendejadas, Coronel. Ya hemos perdido a medio escuadrón por sus pendejadas. Ordene ya el avance de las tropas.
-¿Tienes muchos huevos para hablarme así, verdad cabroncete? A ver, si tantos huevos, registra tú esa jodida aldea. Y que te sigan los que estén tan pendejos como tú.
No hubo que decírselo dos veces. Godínez se apeó, lleno de orgullo. Estaba decidido, sería él el héroe. Lo nombrarían Coronel. Y a Ramírez se lo podía llevar la chingada. 
-¡Síganme los que aún tengan huevos!

 Tres hombres le siguieron. Atravesaron los arbustos, caminaron hacia la aldea. Silencio, ni un alma parecía moverse entre las ruinas. Godínez avanzó diez metros, silencio. Veinte metros, silencio. Treinta metros…

 La M-2 rugió. Ramírez pudo verlo, la ráfaga provenía de la vieja escuela. El plomo golpeó a Godínez y a sus hombres.
 
-Coronel, ¿abrimos fuego?- Preguntó un cabo.
-No, deja que se entretenga con ellos. Tengo una idea.
Ramírez había notado que había una apertura en el costado de la escuela. Si aprovechaba que el artillero que ahí se resguardaba estaba ocupado matando a Godínez y sus hombres, quizá podría flanquear los arbustos y llegar hasta ahí…
-¡Síganme!- exclamó el Coronel

 Corrió, entre los árboles, entre la selva y el lodo. Pero era muy tarde. El artillero había acabado con Godínez y ahora disparaba contra las tropas. Una ráfaga pasó rozando a Ramírez, quién se tumbó entre unos arbustos.

 Miró hacia atrás. El cabo y otro hombre estaban en el suelo, inmóviles. Muertos. Entre los arbustos se refugiaban aún dos soldados. No había forma de que llegaran a donde Ramírez, sin que antes el artillero los deshiciera a plomazos. En frente, la escuela estaba a menos de diez metros. Si se arrastraba entre la hiedra, Ramírez podría llegar ahí a salvo. Pero tendría que hacerlo solo.

 Ramírez entró por el hueco, a la escuela. Ese puto artillero había barrido con prácticamente todo su escuadrón. Y ahora, iba a pagarlo. El Coronel subió por las ruinosas escaleras, hacia la posición enemiga. Y entonces la vio.

 Parada detrás de la ametralladora estaba ella. Morena, el negro cabello caía por sus hombros. De su piel, su morena, bronceada piel, emanaba una belleza exótica, una belleza de india. No debía de tener más de trece años y sin embargo, esa niñita, esa pequeña india, esa dulzura, había matado a más hombres que muchos soldados, quizá incluso más que Ramírez.

 Ella no lo vio venir. Estaba distraída, observando la selva frente a ella. Esperando cualquier movimiento, cualquier señal para disparar la M-2. Ramírez la tomó por el cuello y la lanzó al suelo. No le costó mucho trabajo, la pequeña asesina era débil. Y entonces Ramírez lo vio, oculto entre los negros ojos de India. Algo que nunca había visto. Se mezclaban en esos ojos, una dulce pureza virginal, y una terrible furia asesina. Eran los ojos de una guerrera, de una amazona. Pero también de una niña, una virgen.

 Esto, de alguna manera, excitó a Ramírez. Se abalanzó sobre la India, le rasgó las ropas. Y ella no lloró, no suplicó piedad (¿Sería esa costumbre de no temer cuando las violaban, lo que llevaba a la raza de los indios a luchar incluso en las peores circunstancias? ¿Sería esto lo que hizo que esa niña matara a tantos hombres, en venganza de su familia, de toda su gente masacrada por el Estado?) 

 Ramírez forzó a la niña a abrir las piernas. Ella luchaba, lo golpeaba o rasguñaba. Lo mordía. La furia, el odio en ella solo excitaba más al Coronel. Él la penetró, sintió como su coño virgen se abría como una flor deshojada. Apretó sus senos, arremetió contra ella. Dentro de ella. Y entonces, acabó. En medio de la sangre, Ramírez esparció su semen. Había sido el mejor sexo de su vida.
 
Ramírez se apeó, se subió los pantalones. Vio a la india. No lloraba. No temblaba. Sus ojos no reflejaban temor, solo odio. Y qué odio. Ramírez no volvería a ver tanto odio reflejado en unos ojos, ojos que solían ser vírgenes. Ni siquiera pudo sostenerle la mirada, ni siquiera pudo verle la cara cuando colocó el cañón del revolver entre esos ojos vírgenes. Y tuvo que cerrar los propios ojos cuando jaló el gatillo. 
 
Daniel Votán Gómez Navarro
México, DF 2013