miércoles, 4 de enero de 2017

Editorial


Hablemos de nosotros: 
Desencuentros comenzó como aquellas ideas que surgen en  las azoteas de edificios viejos, entre amigos y charlas irrelevantes donde cada uno de los participantes se arrebataba la palabra para ensanchar el ego, está de más decir, o mejor si decirlo, que los amigos éramos dos  y que en un principio Desencuentros fue el cauce natural y sencillo para detonar nuestras planes inmediatos: escribir y publicar, darle disciplina  a la creatividad, someter nuestros textos a la opinión de los demás y ensayar una especie de taller virtual donde aquello que íbamos narrando mejorara a fuerza de enmendar errores y pulir aciertos. Aquello era por supuesto, una tarea de ratos libres y en tiempos no definidos, creativo pues, respetando la vida del burócrata que ambos llevábamos. Funcionó a medias, eso de crear un blog con una identidad propia y con un tema específico por mes por pura inercia nos colocó en el terreno de las ideas novedosas  y si, al paso del tiempo se constató lo que pensamos en la azotea: todos tenemos algo que contar, basta que exista un canal que los aliente y que respete eso que quieren transmitir. Tras 5 o ¿son 6? años interrumpidos y con los altibajos propios de los baches creativos, los periodos vacacionales,  las disputas amistosas, las preocupaciones de los asalariados y el tiempo que se nos va; retomamos Desencuentros bajo las mismas premisas pero con la esperanza de que funcione a completas. Este mes no tendremos un tema específico, recibiremos y publicaremos los textos que quieran compartirnos. Colaboren con nosotros.


Atentamente el H. Consejo Editorial

En este momento

-No hay nada- decía inocentemente.

Parecía que resonaban las piedras en que estaban parados. Era un hecho, no había nada. El ruido que se percibía apenas, llegaba a ser tan insistente que se convertía en tiempo. ¡Qué intenso y permanente es el tiempo! Se pasa uno la vida corriendo tras de él sin saber que no existe. Así los dos pensaban.

No era una noche cualquiera, se disponían a acuartelar las veredas que rodeaban la casa, el pueblo era un lugar muy seguro entonces. Damián le decía a Fidel que a la abuela Inés se le había aparecido el diablo una vez y que ella no temía a nada, de hecho, solía contarlo de manera desinteresada sólo cuando la gente le preguntaba:

-Fui pa’ San Miguel por leña y en eso salió un julano muy catrín vestido de negro que me quiso espantar. Le dije “quítate cabrón”- contaba sin congoja la abuela Inés.

Cuando Damián se quedó parado al lado del jacarando, una intempestiva y solitaria idea le dio un escalofrío que recordó hasta unos días después. Esa idea no era espontánea pues obedecía a una serie de pensamientos que se encontraban de moda en aquel pequeño pueblito abandonado por el tiempo. Se había comentado que era de dementes salir de noche porque, además del frío, nada había qué hacer después de las diez. Los hermanos Salgado no eran conocidos por pensar como todos, más aún, su pensamiento era un accesorio necesario sin el cual existir era una maquinaria solamente.

Bastantes eran las oleadas de frío que los circulaban. Fidel se asomaba hacia el camino del árbol que llora para buscar algo –pasatiempo inconsciente que le causaba cierto goce- del cual no despegaba la vista. Él nunca sabía nada. Esa noche, ni Fidel ni Damián sabían qué habían salido a encontrar, por eso, cuando Damián pensaba esas ideas tontas le parecía que hacía lo propio.

Por ratos, intercambiaban la única mantita que llevaban, pues los retazos de tela que cosía Mamá Rita sólo alcanzaron para una sola. A veces, el frío es un instante que nos tiembla en los huesos y que hay que aprisionar con el cuerpo para que no se escape y nos recuerde que se va a ir; el frío nos va a abandonar dejándonos al desnudo. Eso pensaba Damián.

- ¿Tú crees que hay gente desnuda en este momento?

La ventisca que los rodeaba a ratos se fue por unos minutos largos. Fidel lo miró fijamente como si no lo mirara. Así quedó dando paso a un momento sereno que clavó en esa historia, ese tiempo, un acontecimiento que difícilmente se percibe. Cuando uno habla, se estremecen las cuerdas vocales y se escapa el sentido, lo que uno siente al hablar es que pasa, y se va. Ambos dieron paso a ese momento, el momento en que éste se hizo palpable, tuvo lugar: la mirada, el silencio, la pregunta y el pensamiento. De manera retroactiva y sin eslabones, cuando uno se pregunta hay una cadena de sucesos que camina en el tiempo. Eso es. Cuando Damián y Fidel salieron aquella noche a encontrar nada, por la vereda del arroyo de Valleluz, hallaron lo que buscaban: nada. Lo tenían entonces.

Habían pasado cerca de dos horas y ya la última voz había callado en el pueblo. Damián se cansó de esperar respuesta, prefirió llenar el vacío con otra pregunta que no recordó por mucho tiempo. Fidel no era bueno con las palabras, todo lo contrario. Salía a escuchar lo que los grillos decían porque le parecía entenderlos mejor que a su gente. Esa noche no había grillos. El cielo de Valleluz era como ningún otro, profundo.

Estaban todos dormidos ya y no había mucho qué decir, salvo ideas que emergían con el aliento de la noche, ideas que eran nada pero que pesaban y a Damián le causaban gran inquietud. Sobrevino a esa calma una conversación cualquiera: el ajonjolí ya estaba en los costales, Delfino trajo queso de cincho para cenar, murió don Bernache hace dos días, y demás; todo eso cabía en la noche.

Lo que a Damián le inquietaba no eran los cuerpos desnudos ni el frío que pudiera calarles en esta noche. En realidad se inquietaba por algo más, pensar el tiempo. Todo lo que puede ocurrir en un mismo instante, ese mismo instante de todos y de nadie, el instante en que ocurre el mundo y que no nos pertenece salvo cuando damos cuenta de él. El tiempo es un todo, de nadie.


Damián preguntaba y Fidel escuchaba, los cubría el mismo aire, el mismo sonido, el mismo instante. Así es el tiempo, una vereda, un árbol que llora, una manta de trozos de tela. 

Arianna B. C. A.

Paraguas

Tenía 7 años, los paraguas para niñas estaban de moda y todas queríamos tener uno, había azules con bolitas de color blanco, rosas con estrellas café, lilas con florecillas rosas y otros diseños, que en realidad no eran la gran cosa pero todas queríamos tener uno porque, según nosotras, eso nos daba clase y categoría…
Recuerdo que mi hermana mayor tenía el suyo, se lo había ganado por buenas calificaciones, pero no me lo prestaba porque, en cambio a mí, me castigaron por subirme al mesa-banco en la escuela a gritar ¡Juan Pablo, segundo, te quiere todo el mundo! Y la maestra Teresita con sus sesenta y tres años, sus pocas intenciones de jubilarse y el típico carácter de una solterona amargada, me jaló de una oreja y me llevó a la dirección donde llamaron por teléfono a mi mamá para darle la queja de que a la maestra ya la tenía hasta la madre.

-¡Bueno tú ya ni la chingas, la vez pasada tocaste la campana de los temblores y  todos tus compañeros salieron gritando porque pensaron que estaba temblando! Me reprendió mi madre en casa. ¡Ponte a lavar los trastes, estas castigada y ni chilles porque te rompo el hocico!

Un día fuimos a comer a la casa del jefe de mi papá, estaban celebrando el cumpleaños de la hija menor del ingeniero que cumplía diez años. Era una casa fría y alfombrada con un enorme jardín donde solíamos recolectar los ciruelos que caían de los árboles, lo más divertido era el baño porque tenía un jacuzzi y canastas con pétalos de rosas aromáticas en pequeñas repisas colocadas en las cuatro paredes.
Mi madre solía ponerme siempre vestidos, el de aquel día era blanco con un gran moño rojo a la espalda y en el cabello, dos coletas que atrapaban mis risos negros con listones de organza rojos. Aquella tarde entré al baño porque realmente tenía ganas de hacer pipí. Cuando logré satisfacer aquella necesidad, lentamente me acerque al lavabo para lavarme las manos; tomé uno de los pequeños jabones para olerlo y cuando estuve a punto de acercarlo a mi nariz, se abrió la gran puerta de madera pesada, detrás de ella entraron tres niñas morenas con uno de aquellos paraguas en mano cada una. La más grande ordenó a las otras dos que vigilaran la puerta, las niñas salieron del baño y la hija del ingeniero Juárez se acercó a mí oído y me preguntó si quería su paraguas.

-Tengo dos. Me dijo.

Mi delgado cuerpecito quedó contra la pared donde el contenedor del papel de baño me lastimaba la piernita derecha, quedé paralizada y casi muda asentí con la cabeza, lenta y temerosamente.

- Tienes que dejarte besar y no gritar. Me ordenó.

La niña se fue acercando cada vez más a mí, con sus manos abrazó mi espalda y con un halito sabor a chicle de fresa, me besó de tal manera que no podía respirar, su lengua entraba en mi boca con un vigor asfixiante. De repente dejó de besarme y se agachó llevando sus manos a mis zapatitos rojos de charol, sus dedos fueron subiendo poco a poco, apenas rosando mis calcetas hasta llegar a mis calzoncillos de algodón blanco con holanes azules. Al llegar al resorte metió su mano derecha en ellos y diciendo “eres mi novia” sobó suavemente mi pequeña vulva. Cuando finalmente se detuvo, utilizó ambas manos para bajar mis calzones que sentí húmedos, llevó sus labios a mi clítoris y con la lengua procedió de la misma manera que en mi boca. Mi respiración era casi nula, quería hacer más pipi, con los dedos tenía ganas de arrancarme el vestido blanco, no podía gritar ni de placer, ni de miedo, ella me había advertido que no lo hiciera.
Sabía que aquello era malo, que después de eso Dios me castigaría, que mi madre lo sabría todo en cuanto la mirara a los ojos… De repente se escuchó el seguro de la puerta, volteamos al mismo tiempo para darnos cuenta de que el hermano mayor de la niña nos miraba desde hacía rato.

-¡Tortillas!, ¡Tortillas! Nos gritaba, yo no sabía qué era eso. La hija del ingeniero se levantó corriendo y del cuello tomó al hermano.

-¿Qué estas mirando asqueroso, pedazo de…? ¡Lárgate de aquí o le diré a mi padre que espías a mamá mientras se ducha!

- Maldita mañosa, si le dices eso a mis padres, yo le diré de tus mañas.
Rápido me levanté los calzones, me acomodé el vestido blanco, lavé mis manos y fui donde mi madre.


Dirán que estoy loca pero recuerdo a Rosita como mi primer amor ocasional.  

-Aby Lee-