jueves, 11 de agosto de 2011

Editorial

MÚSICA




La música es tal vez la más popular y democrática de las artes e igual que el cine tiene un estrecho lazo con la literatura. Las canciones son primordialmente relatos, historias que reconectan a la literatura con su origen oral. Las canciones son poemas y cuentos que eliminan las distinciones entre el analfabeta y el docto. Aún sin contar la música que sigue siendo parte de rituales y ceremonias sagradas, este arte es cercano a nuestra vida cotidiana a un nivel mayor que las letras o la escultura. Con música puedes decirlo todo, incluso aquello para lo que no hay palabras, la música es comunicación, transmite un mensaje, una emoción, sugiere, seduce, y pone en contacto con aquello que suele llamarse arte. No importa el género, cumbia, rock, salsa, jazz, blues, merengue, ska, lo importante es “decir”, lo importante es “sentir”, lo importante es escuchar y dejarse llevar. Música lo es todo, dijo un músico en un momento de inspiración, así entonces, la música también es narrar, también es contar. Es preciso decir que la idea de Desencuentros surge en ese espíritu democratizador, queremos volver a la literatura tan noble como la música. Por eso nos parece justo que el tema de agosto sea la música. Compartan relatos inspirados en una canción, en un músico, en un género musical, expresen sus sentimientos hacia la música, cuéntenos una historia personal aderezada con un buen soundtrack, aunque nos conformaremos con que nos digan una rola para escuchar. Eso será suficiente.

Perdida de Tiempo



Probamos de abajo para arriba en una escala en RE — sabrías como suena si estuvieras aquí, pero la lluvia arde en matices de MI menor y FA sostenido seis- no sabes cómo me gustaría que supieras a que sabe, desde la ventana hay catorce o quince tonalidades diferentes de SI, pragmático, lo sé, pero es que tampoco contemplas la percusión suave del talón de Jeremias, soltando sin querer las riendas a un DO que requeriría de toda tu atención para poder ser contemplado desde tu lugar que, desde luego, está vació; duele, porque justo ahí se parte el LA para transformarse en un SOL agudísimo, entrando en metamorfosis con el asqueroso rebotar del sonido en la pared de tu lado.

Por qué un preludio de cuatro estrofas nunca te pareció suficiente; ahora me alegro un poco de que no hallas llegado, tan consiente de esa alegría como que la cuerda no está afinada en MI siete, debería, son del tipo de cosas que notas enseguida, casi veo tus ojos y tu seño acompañándoles en un regaño que se presenta a la mitad del tercer tiempo, cuando colisionan los SI bemol y los FA bajo nuestros pies, atendiendo a la necesidad de acompañarles y hacer del cosquilleo en el estómago el instrumento diafragma que alimenta la armonía casi completa e irrepetible de éste salón.

Pero mira las estupideces que pienso cuando te retrasas para el ensayo.

Vh Swich Agosto 2011
Edomex

viernes, 5 de agosto de 2011

Goyo

Son pocas las cosas que recuerdo de mi abuelo, una de ellas, en particular, es que era un buen músico que tocaba la trompeta en una orquesta sinfónica. Lo siguiente que tengo en mente de papá Goyo, como solían llamarlo muchos de sus nietos, es que falleció incompleto hace más de 16 años.
No era muy afectivo con Gregorio Sánchez Rivera, todos mis primos, primas, hermanos y hermanas lo llamaban papá Goyo, inclusive le aumentaban ese diminutivo que lo hacía sonar ridículo, papá Goyito y a su esposa, mi abuela, mamá Lupita; me rehusaba a llamarlos así, pues siempre se me hizo tonta la idea de tener dos padres o dos madres, cosas de niños.  
Nuestro primer acercamiento, el del padre de mí madre conmigo, fue hace 22 años, cuando a su hija se le ocurrió la fantasiosa idea de que el último de sus hijos tenía que aprender a tocar un instrumento musical y seguir el oficio de la familia Sánchez, pues todos mis hermanos nunca hicieron el esfuerzo por entonar una melodía. 
En ese tiempo tenía tan sólo cinco años de edad, iba en primero de primaria y me gustaba jugar en la milpa, volar papalotes y globos de aerostato que me dejaban las manos apestosas a gasolina; mis gustos fueron reemplazados por una trompeta y las aburridas clases de solfeo con Goyo, todos los días de cuatro a seis de la tarde.
Junto a dos de mis primos, Gumersindo y Edgar, nos pasábamos las dos horas más tediosas de todo el día. Ensayábamos en la casa que para mí parecía un palacio mal construido, con techos altos, pisos deformes, baños apestosos, un chiquero y el patio que hasta ese entonces consideraba el más grande de todo el pueblo; sin olvidar la cantina donde probé mi primer sorbo infernal de Don Pedro.
Recuerdo muy bien esas clases de música, los primeros 20 minutos Goyo se la pasaba explicando las notas musicales en partituras inentendibles para un niño promedio, después de ese tiempo comenzaba el solfeo acompañado de figuras con la mano derecha que se asemejaban a notas musicales, tal como lo hacen los directores de orquestas. En varias ocasiones, me gané a pulso uno que otro golpe en la cabeza por no poner atención y desentonar más las voces desentonadas de mis dos primos, además de mi problema de que era zurdo, algo que mi familia nunca comprendió.
No tomaba muy en serio esas dos horas y contaba cada minuto que se volvía eterno en el reloj de Coca-Cola pegado a la pared del salón de estudios; cuando daban las seis en punto, salía corriendo de la casa de mis abuelos, que se encuentra a cuatro cuadras de la casa de mis padres. Al llegar a casa, Olivia mi madre, siempre me preguntaba cómo habían estado las clases, nunca le dije que no me gustaba la música pues al parecer ella mantenía la esperanza de que llegaría a ser un excelente músico, tal como lo era Goyo.
A pesar de todo, seguí asistiendo con regularidad a aprender música; fui conociendo mejor a Goyo y los golpes en la cabeza cada vez fueron menos. Continúe inclusive después de que mis dos primos se retiraron del oficio familiar, mi abuelo los corrió de su clase porque supuestamente no aprendían y solamente le quitaban su tiempo. Él nunca les dijo la verdadera razón, pero yo un día escuche esa plática con mi madre: “esos niños son unos burros”, decía mi abuelo.
Creo que paso poco más de medio año antes de iniciar las clases con un instrumento musical. Por azares del destino, como sea que eso fuera, mi primer instrumento fue una trompeta, la misma que Goyo utilizaba para estudiar a solas en ese viejo cuarto que ocupábamos para hacer ruidos melodiosos.
Fue en ese momento cuando comenzó uno de mis gustos preferidos, pasé de odiar las dos horas de clases de música, a esperar que acabara la escuela para ir directamente a la casa de Goyo y Lupe. Allí comía, jugaba, hacía la tarea e inclusive muchas veces pasaba la noche para dormir en el cuarto de mi tía Teresa, la solterona que tenía tapizada su habitación de muñecos de peluche y una alfombra azul que desentonaba con el verde agua de las paredes.
Un año después de iniciadas las clases, a mis seis años, la relación con Goyo se volvió más estrecha; ya no era el nieto que iba a darle lata para aprender de música, me convertí en el nieto consentido de mi abuelo, hasta llegué a extrañar cuando Goyo salía de viaje a trabajar a otros estados, pues muchas veces tardaba hasta un mes en regresar.
Aún con la ausencia de mi abuelo, acudía a la casa que todavía sigue siendo fea. Lupe, mi abuela, me daba de comer casi siempre frijoles o arroz para empezar y como plato fuerte el guisado más grasoso que he probado en toda mi vida, ya sea con chicharrón, pollo, cerdo o res. Después de todo, siempre me terminaba el plato, pues mi forma de comer estaba resguardada por la mirada inquisidora de mi abuela que me veía tomar la cuchara con la mano izquierda, algo que era prohibido en la familia, pues ninguno de mis primos o hermanos había nacido con el defecto de ser zurdo, y en el pueblo se pensaba que ese tipo de personas viven con algo demoniaco en el alma; creencias de antaño.
Esa creencia de los zurdos diabólicos en San Pablito, un poblado localizado en el municipio de Chiconcuac en el Estado de México, obligó a mi madre a amarrarme la mano izquierda cuando comencé a aprender a escribir y me forzaba a utilizar la diestra para hacer palitos y bolitas deformes en mi cuaderno de primer grado de primaria. Como las clases de música, me fui acostumbrando a escribir con la mano derecha, pero muchas actividades, como tocar la trompeta, las realizaba con la chueca, algo que Goyo comprendía sin señalarme, tal vez fue por eso me lleve tan bien con él, pues nunca me juzgaba.
Goyo siempre fue una de las personas más amables y tranquilas que he conocido, pocas veces se enojaba, no gritaba y se la pasaba silbando melodías inentendibles por toda su casa; inclusive fuimos cómplices al robar los dulces que mi abuela guardaba en una bodega y que en las tardes vendía en el portón de la casa fea; varias veces Lupe nos agarró, cual ladrones con las manos en la masa; Goyo soltaba carcajadas de emoción, mientras que yo corría a esconderme en el cuarto de ensayo, mi madre pagaba las cuentas de nuestras travesuras.
La amabilidad de Goyo contrastaba con la de su esposa. Lupe siempre fue esa abuela que ningún niño quiere tener, de rasgos toscos, voz fuerte y por lo regular malhumorada. Recuerdo que Goyo siempre la obedecía sin decir más: Goyo limpia esto, Goyo tráeme aquello, Goyo ve por las tortillas, Goyo dile al niño que no agarre la trompeta con esa mano. Y mi abuelo respondía siempre afirmativamente; creo que después de diez hijos y muchos años de casados, él le había agarrado la media a mi abuela.
Las pocas veces que vi a Goyo enojado era cuando Lupe lo exasperaba con órdenes contradictorias, y él respondía en dialecto Náhuatl, yo me imaginaba que le mentaba la madre o que le decía “pinche vieja déjame en paz”, pero nunca quiso decirme en realidad el significado de sus palabras en esa vistosa lengua.
Años después, mi madre me contó que Goyo siempre había sido una persona tranquila, sabía escuchar a las personas y daba consejos atinados a sus hijos. A pesar de la diabetes que lo atacó por ser una persona obesa, aún cuando adelgazo y la enfermedad fue acabando con su cuerpo robusto, seguía siendo un ser humano calmado y apacible.
Recuerdo a Goyo como una personas delgada, de ojos calmos y chiquitos, mediano de estatura, calvo, vestía con pantalones de tela, chanclas de gamuza, y usaba boinas y playeritas pegadas, vestimenta con las que se ganó el apodo de Chompiras, aquel personaje de Roberto Gómez Bolaños en su programa de televisión Chespirito, que pasaba todos los días a las ocho de la noche por un canal de esos de Televisa, el cual Goyo no se perdía, sólo cuando tenía que salir a trabajar. 
También, años después me enteré que esa ausencia no era sólo por el trabajo que mi abuelo tenía en esa banda de música, sino que igual viajaba a Puebla e Hidalgo para convivir con sus otras familias, pues Goyo resultó tener más hijos de los que había procreado con Lupe. Al menos, mi madre cuenta que tiene cinco medias hermanas y dos medios hermanos, nacidos fuera del matrimonio en la iglesia de Goyo y Lupe; tal vez por eso Chompiras no tenía prejuicios y no juzgaba a nadie, porque sabía que nunca iba a tirar la primera piedra y se sentía como culpable o pecador, eso nunca lo sabré porque era demasiado pequeño e ingenuo para preguntar sobre esos temas.
Las clases de música continuaban, habían pasado dos años de estudio, pronto cumpliría ocho años de edad y mejoraba bastante con las lecciones de Goyo. Mi padre Marcelino o Lucio, como todo mundo lo conoce en el pueblo, me compró mi propia trompeta la cual yo cuidaba con recelo.
Comenzaba a tocar melodías enteras, mi favorita el Huapango de Moncayo, composición que Goyo tocaba con seria destreza y dirigía como ningún otro director lo había hecho, o al menos a mí me parecía así.
Muchas veces mis tíos ensayaban en la casa de Goyo, sacaban todos sus instrumentos y se ponían a tocar por más de cuatro horas, las notas musicales se escuchaban dos cuadras a la redonda en San Pablito, era mágico verlos tocar, todos como una familia cuya orquesta se llamaba los hermanos Sánchez, para variar.
Cuando se acercaban las fiestas patronales de San Pablito, en los meses de junio y diciembre, arreciaba el sonido de los instrumentos en la casa fea. Barítonos, oboes, guitarras, platillos, tubas, flautines y claro, la trompeta de Goyo que se escuchaba por encima de los acordes de los demás. Mi familia ensayaba para el gran día, el 24 de junio se presentaban bandas de los alrededores del pueblo, e inclusive de otros estados, para competir en una majestuosa guerra sin cuartel. Los músicos interpretaban todo tipo de acordes durante más de 10 horas para ganar el reconocimiento de los presentes en la iglesia del pueblo.
Fue en un concurso de bandas donde por primera vez escuche tocar un solo de trompeta interpretado por Goyo; su instrumento hablaba y contaba la canción como si fuera un cuento. A mis siete años yo veía a mi abuelo tocar su majestuoso Huapango de Moncayo, con el que se convertía en una persona joven, vigorosa, pero mantenía esa aura de tranquila y lucidez. La melodía fue especial, mi tío Victorino, alias el cebolla de Cambray por su pelo cano y vestimenta de militar por ser capitán en el Ejército, dirigió ese día a la orquesta y ordenó a mi abuelo hacer el solo de trompeta. Ese 24 de junio de 1992, la orquesta de los hermanos Sánchez perdió el concurso, pero ganó la admiración de uno de los nietos más pequeños de la familia   
A mis ocho años recuerdo que Goyo se ausentó indefinidamente y las clases de música fueron tomadas por cuenta propia. No sabía qué estaba pasando con mi abuelo, simplemente no acudía a ensayar conmigo, en un momento pensé que me había dejado sólo y que nunca más me iba a llenar de su conocimiento. No estaba muy equivocado, pues desde hace 20 años ni Goyo ni yo hemos vuelto a entonar una melodía. 
Como toda historia, la de Goyo también tiene un final. Un día al revisar sus tierras de cultivo, situación acostumbrada por él, un clavo le atravesó el zapato a mi abuelo y se le encajó en la planta del pie. Él nunca dijo nada, inclusive Lupe tampoco comentó algo al respecto a sus 10 hijos, los días pasaron hasta que mi madre descubrió que Goyo tenía una seria infección en el pie, un moretón enorme a causa del clavo oxidado y la falta de cicatrización por su descompensada azúcar. 
Mi abuelo se estaba atendiendo con un médico del pueblo que tenía fama de matasanos y las curaciones no fueron suficientes, a pesar de que Goyo tenía seguro en el Hospital Militar pues tres de sus hijos, incluida mi madre, trabajaban en el Ejército. 
A regañadientes Goyo acudió a una consulta al Hospital Militar en la Ciudad de México, los doctores de inmediato le diagnosticaron un cuadro serio de gangrena en el dedo gordo del pie izquierdo y esa misma tarde tuvo que ser hospitalizado. Esa noche, mi madre llegó a casa, nos dio la mala noticia sin soltar una sola lágrima, pues su educación militar se lo impedía, además de la confianza depositada en los médicos militares. No recuerdo cómo me sentí en ese momento, tal vez mi cerebro bloqueó esa parte de mi vida, lo único que recuerdo es que mi madre me tomó de la mano y me dijo que todo iba a estar bien. Quizá vio algo en mis ojos, quizá alguna mirada muy dentro de mí que sabía que Goyo no iba a regresar y nunca más iba a tocar de nuevo el majestuoso Huapango de Moncayo. 
Esa misma noche vi la trompeta recargada en una pared de mi habitación, la cual compartía con mi hermano Iván, la saqué de su estuche e intente tocar algún par de notas, pero fue en vano. La guarde prometiendo que no iba a tocar ninguna nota hasta que Goyo regresará, ensayáramos en la casa fea y robáramos los dulces de Lupe. 
No recuerdo cuánto tiempo estuvo hospitalizado Goyo, pero si tengo bien en cuenta que cada día que pasaba mi madre y sus hermanos se ponían cada vez más tristes y enojados por la situación. 
Una noche, toda la familia Sánchez hizo una reunión, el tema en cuestión era que los doctores habían decidido amputarle el dedo gordo a Goyo. Se escucharon lágrimas y voces de resignación, el abuelo Chompiras tenía una esperanza, si le cortaban el dedo, podría salvar la vida. 
Días después de que le amputaran el dedo, mi madre me llevó a visitar a Goyo al Hospital Militar, cruzamos la ciudad de México en metro. Cuando llegué a la habitación de mi abuelo lo vi bien, me preguntó por las clases de música y le conté lo que pensaba, “tienes que regresar porque no sé leer una nota, es muy rara”, le dije. Él afirmó con la cabeza y sonrió. 
Días después la situación con la gangrena empeoró, a Goyo le tuvieron que amputar el pie izquierdo, la diabetes le complicaba la coagulación de la sangre y le echaba a perder la piel, los doctores actuaron rápido, mi madre se pasaba las 24 horas del día en la habitación con mi abuelo y exigiendo que hicieran algo por su padre, la casa en San Pablito se veía cada vez más desolada y sin vida, tal pareciera que la gangrena no solamente acabara con Goyo, sino con la vida en la casa fea. 
Otra visita al Hospital Militar, esta vez mi padre me llevó. Sabanas relucientes tapaban el cuerpo de Goyo quien descansaba sedado debido a los tremendos dolores que sufría por la falta de un miembro de su cuerpo y de la maldita gangrena. Vi a mi madre como le gritaba a un doctor por la falta de atención hacía con su padre, el médico militar solamente asentía con la cabeza y decía “si madre en este momento lo atendemos”. El respeto era porque Olivia Sánchez tenía el rango como capitán primero enfermera de primera, el cual se había ganado por ser una verdadera cabrona. 
Ese mismo día intervinieron a Goyo, lo pasaron a la sala de emergencias y luego al quirófano, le amputarían completamente la pierna izquierda, la enfermedad estaba demasiado avanzada y ni un milagro se la pudo salvar. Me quede esa noche con mi madre en el Hospital Militar, y fue cuando a mi corta edad, la vi llorar por primera vez. La madre dura y cabrona, la enfermera militar se había vuelto de papel y se recargaba en la cabecera de la cama, con las rodillas en el piso y hablándole a su padre, susurrándole al oído que la perdonara si había hecho algo mal en su vida, pidiendo perdón si había sido una mala hija, la mayor de los hermanos Sánchez. Goyo solamente balbuceaba pues ya no tenía fuerzas para hablar, mi madre parecía comprender todo lo que su padre decía. 
Amanecí en una cama del cuarto del Hospital Militar, pensé que todo había sido un mal sueño, pero al ver a Goyo en la cama contigua recordé lo de la noche anterior, mi madre no estaba, solamente mi abuelo descansaba. Me acerque a su cama, vi su cuerpo que había bajado de peso como 20 kilos y recordé esa imagen de 1992, cuando mi abuelo tocaba su instrumento en la iglesia del pueblo ante cientos de personas, entonando su Huapango de Moncayo, vi también como tocaba en la casa fea el carnaval que hacía bailar a sus bisnietos por todo el patio, lo vi silbar las inentendibles melodías y escuche también como hablaba en Náhuatl. Tirado en su cama, sin una pierna, me vio a los ojos y me sonrió, quiso hablar pero fue imposible, en ese momento mi madre entró a la habitación y me pidió que lo dejara descansar. 
Debido a la escuela yo tuve que regresar a San Pablito, mi madre me acompaño, fue por algunas mudas de ropa y me pidió que me cuidara. 
Días después, veía junto a mis hermanos un programa en la televisión, desde hace semanas no se escuchaban risas en la casa. Recuerdo que pasaban las ocho de la noche cuando sonó el teléfono, mi hermana Norma contestó la llamada y solamente se escucho decir “hola mamá”, después de un minuto se soltó a llorar como una niña; Goyo había muerto, mi madre le había dicho a mi hermana que no nos preocupáramos, que ahora el abuelo había dejado de sufrir. 
Goyo no murió a causa de la gangrena, murió de un infarto al corazón por la fuerte anestesia que le había propinado los doctores militares. 
El 22 de marzo de 1995, de después de su muerte, una carroza con escoltas militares llegó a San Pablito, dentro del féretro grisáceo envuelto con la bandera de México yacía Goyo. Al ver acercarse el cortejo fúnebre, el llanto comenzó a arreciar dentro de la familia Sánchez; ese mismo día comenzó el velatorio, cientos de personas cantaban los salve María, todo el pueblo acudió a ver por última vez a don Gregorio Sánchez Rivera, o mejor conocido por sus nietos como papá Goyito; al otro día, el sepelio, el último adiós a Goyo que descansa en el panteón ubicado a las afueras de San Pablito, en una casa cuya inscripción reza en Náhuatl: “Buen hijo, esposo, padre, abuelo y músico”. 
…son pocas las cosas que recuerdo de mi abuelo, una de ellas, en particular, es que era un buen músico que tocaba la trompeta en una orquesta sinfónica. Lo siguiente que tengo en mente de papá Goyo, como solían llamarlo muchos de sus nietos, es que falleció incompleto hace más de 16 años.

 Misael Zavala Sánchez, 
Pachuca Hidalgo, agosto de 2011

lunes, 1 de agosto de 2011

Vibración universal

11pts
La rana percusionista sideral, el cocodrilo en clave de fa y el niño vudú de las seis cuerdas son amigos. Se conocieron en un lisérgico concierto de “The grateful dead”. Banda espacial que hace música de estrellas.
La cita fue temprano, una montaña de amplificadores, una batería enorme y cientos de cables haciendo una maraña, serían los generadores de las vibraciones para un viaje sin precedentes en donde los espectadores se unirían en una canción eterna, como un de las mágicas improvisaciones de Miles Davis.
Rana percusionista sideral, debidamente prevenida tenia sus baquetas fluorescentes de un verde profundo que brillarían e iluminarían la mente de las personas con hipnóticos movimientos. El niño vudú afinó su guitarra en fa menor, la tonalidad del lamento según los teóricos hindúes. El cocodrilo completaba el “power trio” con su poderoso bajo de notas que no se escuchan pero se sienten. Iniciarían un viaje para telonear a los “Merry Pranksters”. La condición provocar sentimientos desconocidos en los escuchas.
El éxito del “Ensamble Vert” como se hacían llamar, era tan grande que fueron convocados por la AME (Asociación de Músicos del Espacio) para curar una enfermedad que acechaba al mundo de la clave de sol y se manifestaba con lágrimas azules en sus habitantes, esta enfermedad les había robado su tesoro más preciado: el “LA 440”. Los amigos Rana, Cocodrilo y Niño Vudú eran los elegidos este LA 440 y curar al mundo de la clave de sol de esta patología tan grave.
Todo estaba listo; las luces estroboscópicas centelleaban en todo su esplendor. En el escenario entre sombras se observaban los músicos que solo necesitaron 12 compases de frenética introducción para recuperar el “LA 440” perdido. A partir de ese día todas las notas vibraron en armonía eterna.

César Javier Correa, agosto de 2011
Atizapán de Zaragoza. Edomex.