lunes, 17 de septiembre de 2012

Editorial Septiembre




La Niñez

En Desencuentros somos muy infantiles, tanto por inmadurez como por decisión propia, nos parece una postura muy sensata ante un mundo lleno de reglas, normas y preceptos engorrosos, enajenantes y rebuscados;  donde "adulto" es sinonimo de madurez y responsabilidad, aunque las más de las veces sigamos actuando y tomando las mismas actitudes de cuando éramos niños. Así, lejos de intentar reflejar la etapa de la inocencia, postura cliché y restrictiva, desde una perspectiva "infantil", este mes proponemos hablar de la niñez como un tópico abierto y lleno de matices, donde caben absolutamente todas las características de la personalidad humana, sus virtudes y defectos desde sus momentos más sublimes, hasta los más sórdidos y viciosos. La realidad, esa que aquí siempre nos esforzamos en reflejar; vista desde la niñez, siempre se mostrará novedosa, atrayente e intrigante, esperamos que nuestros colaboradores nos cuenten sus anécdotas, recuerdos y experiencias, tal vez, descubramos que la niñez no es precisamente una edad. 

Calcetines mojados

-Míralo, parece tonto viendo esa lámpara. Lleva más de dos horas ahí, bajo la nieve.
-¿Por qué será?
-Dice que en su vida ha visto la nieve y que ahí la puede ver caer mejor que en otro lado. Que el reflejo, que la contraluz, que no-sé-que…
-¿Y lleva dos horas ahí? Vamos… hay que meterlo, seguramente regresará con pulmonía.
-Tienes toda la razón Conchita, habrá que meterlo y decirle que se cambie la ropa.
-Y darle algo caliente, porque ya sabes cómo es tu marido. El solo no se cuida como debe.
-Ay… Si lo vieras cada vez que vamos de paseo. Se queda mirando las nubes, el pasto, los árboles, las vitrinas de las tiendas… todo, como si una florecilla, el amanecer, un río o un perrito fuesen la octava maravilla.
-Pues ¿No te digo Ceci? Tu marido es como un niño, con cualquier cosa se asombra. Y ahí afuera está la prueba. Viendo la nieve como si fuera algo especial. ¿Qué a tu marido no le gustan las películas americanas? En muchas hay escenas con nieve. Con eso me basta a mí para saber que es la nieve. No necesito estar congelándome y arriesgándome a que me entre el catarro.
-¡Míralo, míralo, míralo! ¿Ahora qué se trae ese entre manos?
-¡Pero si está haciendo un ángel de nieve!
-¿Un ángel? A mí me parece que lo que está haciendo es arruinar sus pantalones y su camisa ahí acostado. Más que ángel, diablo.
-No puedo creerlo. Tu marido ya tiene sus años y sigue haciendo ese tipo de cosas. ¿Qué no sabe nada de decencia y compostura? Ya no está en edad de comportarse tan… tan… infantil, sí esa es la palabra.
-Ni me digas, que el otro día que estaba lloviendo se fue sin paraguas y regresó todo enlodado y hecho una sopa. Me dijo que se fue al parque a caminar bajo la lluvia, ¿Tú crees?
-Pero eso ya ni mi Pedrito, que aunque tenga 12 años ya es todo un hombrecito. Ay Ceci, ¡Hice un verso sin esfuerzo! Él sí se cuida, se tapa, se está quieto y no hace travesuras. Desde los diez años su papá le enseñó cómo comportarse.
-Y deja te cuento otra cosa. A mi marido le encanta estar comiendo porquerías. Ya sabes, helado, hot cakes, refresco, chocolates, pizza y todas esas cosas.
-¡Híjole! No me digas eso. Yo apenas como algo así y enseguida me entra la gastritis. Yo si me cuido comiendo all-bran, leche deslactosada, nada de grasas, pescado al vapor y otras cosas. Tal vez no tengan mucho sabor, pero eso sí, hay que cuidarse. Que aunque tenga 36 yo si quiero llegar a vieja.
-Yo siempre se le digo. Cuando estamos comiendo agarro y le digo: “Jorge, ya tienes 40. Deberías empezar a pensar en dejarte de esas cosas que tanto te gustan y cambiarlas por actividades más sanas y acordes a tu edad. ¿Por qué no en vez de irte al parque a jugar con los perros o andar armando cosas con la basura que encuentras en la calle, no lees un buen libro o resuelves sudokus o vas a conciertos de música clásica? que se yo. ”
-Y ¿Qué te contesta?
-Me dice que eso es para gente aburrida, que lo que a él le gusta es divertirse y hacer cosas al aire libre.
-¡Ay nos está diciendo aburridas! Además, nosotras también sabemos divertirnos. Ya sabes, está el bingo, la novela de las cinco, el crucigrama y claro, leer los chismes de las revistas. Y suficiente aire libre tenemos yendo a hacer el mandado.
-Sí. La verdad no sé cómo aguanta estar corriendo y “retozando” tanto tiempo. Yo a penas empiezo a caminar o estoy parada mucho tiempo y me empieza a doler la cadera, las rodillas y los tobillos. Por eso prefiero estar aquí sentadita, con mi cafecito caliente y con mi abrigo para que no me dé frío, que luego me duelen las articulaciones.
-Ay Ceci… Pero ya, vamos a meterlo que seguro le va a dar gripa.
-Sí, vamos por él, que mira que ya ha de estar todo congelado. Habrá que frotarle los pies con alcohol para que no le vaya a dar el enfriamiento…
-Y que se seque bien…
-Y que se cambie de calcetines…




Viento del Norte, 17 de septiembre de 2012,
Queenstown, Nueva Zelanda.



jueves, 13 de septiembre de 2012

Preocupación infantil

Miré mucho tiempo las maquetas en el techo del museo y pensé en lo que dijo el guía: que el universo comenzó con un estallido y terminará con un estallido. Ahora miro el techo de mi cuarto y pienso lo mismo, y que el mundo se va a acabar no por las guerras, no por la contaminación, no por ser malos sino porque así tiene que ser y no se puede hacer nada para evitarlo.
El techo es el límite de mí cuarto igual que las paredes, y cuando apago la luz parece que no hay límite y que floto en el espacio exterior, la oscuridad parece infinita, pero no: las paredes y el techo ahí siguen aunque no los vea.
Prendo otra vez la luz.
La apago.
La vuelvo a prender.
Las paredes siguen ahí.
Me tapo con las sábanas la cara, así está mejor, pero no sirve de nada.
Me destapo.
Sigo viendo las paredes y el techo.
Está claro: los límites existen igual que en el universo, que no es infinito como decía la maestra sino que tiene un límite y después de ese límite no hay nada, hay una pared de nada, todo se acaba, de eso me enteré hoy, el guía lo explicó muy claro en el museo: el universo se estira como liga y cuando no pueda estirarse más o se revienta o se comienza a contraer… si no es que se está contrayendo ya, pienso.
-En algún momento el universo estallará- dijo el guía y la mayoría no puso atención pero a mi me quedó muy claro que eso no era nada bueno.
- ¿Y nosotros, qué nos va a pasar, nos vamos a morir?- pregunté aunque la respuesta era obvia.
-Nosotros vamos a morir millones de billones de trillones de años antes de que eso suceda, no te preocupes.
- ¿Pero los hombres?- aclaré.
- Por eso, cuando digo "nosotros" me refiero a la especie humana y en general a toda forma de vida, no a los que estamos aquí en este preciso momento. Para cuando el universo llegue a su fin nuestro sistema solar ya tendrá miles de billones de trillones de años extinto, el sol explotará billones de billones de años antes por otras causas ajenas al movimiento del universo. Es una estrella y todas las estrellas tienden a estallar.
No pude ocultar mi miedo, era tan obvio que el guía trató de componer la situación y pidió que no nos preocupáramos porque en verdad faltaban muchísimos años para eso.
-Tanto, que no vale la pena preocuparse - dijo y me dio una palmada en la espalda.
Seguimos caminando por las salas y me quedé viendo las maquetas del sistema solar y de las constelaciones que están en el techo… y me cayó el veinte.
- ¿Pero es posible que el ser humano puede viajar a otros planetas y vivir ahí antes de que el sol estalle?
- Sí, talvez - dijo el guía pero no sonaba muy convencido.
- ¿Pero en serio no hay nada más allá del límite del universo?- pregunté buscando una esperanza.
La maestra se metió en la plática y habló de dios y dijo que no existe la nada y que después del límite del universo está dios, pero no sonaba muy creíble.
- Siempre es bueno tener fe y creer en algo- dijo el guía para quedar bien con la maestra pero yo sé que a él también le pareció ilógico.
Ahora son las dos de la mañana y no he podido dormir, miro el techo.
Apago la luz y temo al infinito.
La prendo y temo a la certeza.
Me dan ganas de llorar y me da mucho miedo, no puede ser que no seamos nada, pienso que no somos nada y no me gusta pensar eso, trato de rezar pero tampoco creo ya que sirva de mucho. No somos nada, granos de arena o menos flotando en el universo.



Romeo Valentín Arellanes.
México DF, septiembre de 2012.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El Sabor de la Derrota.


Ahí está, lo veo tranquilo, quizá tres kilos más que yo, me la pela, todo lo que se de él es que es Juan El Toro Molina y que es entrenado por el Rey Zulu un antaño peleador de Mozambique venido a menos.
Me sudan las manos, eso no es nada raro siempre me sudan, me vuelvo loco, es mi elemento.  Nos checan, el réferi dice las mismas cosas de siempre que ya no escucho, empieza el round, ahí viene, sé que es zurdo por como pone la pierna izquierda derecha al frente y segurito me va a querer mantener a raya con sus piernas largas como de avestruz, se acerca, me ve a los ojos como con amabilidad y de pronto ¡madres! un jab directo a mis labios y un derechazo que me roza la mandíbula, me agarró en la pendeja, pero eso me gusta mucho. Ya se prendio el vato y me viene a querer desmadrar con todo, una, dos fintas y ahí viene su empeine izquierdo hacia mi sien…. Siempre fui muy tosco, no la armaba en las canicas ni pal fucho, pero juegos como el burro 16 y hasta el burro castigado me volvían otro, o quizás entraba en mi mismo; organizar la bolita o la pamba eran como mis gritos de guerra.
Todavía recuerdo la cara que puso mi vecino Daniel cuando le tiré un diente en un “tiro” atrás del Sanborns que estaba por la escuela. ¡Eso! ¡Los madrazos! Como disfrutaba golpear, de zapear, tirar fregadazos a las costillas y poner apodos; y cómo me prendía que me cantaran un tiro.
El Tayson me apodaban, me lo gané cuando salí con mi chazarilla de la escuela toda roja de la sangre de uno de sexto que “según” venía a saldar cuentas del pendejo de su hermano al que le partí su madre tres días antes.
Me tenían miedo, me respetaban, me veían como líder y hasta me pedían paros los de otros salones. Pero más allá del público, estaba esa sensación de ver en el otro el dolor y el miedo, eso, eso no tengo forma de expresarlo.
Me expulsaron de dos secundarias, la primera  cuando le rompí una costilla al prefecto y la otra cuando un morro de plano se cagó en sus calzones de un derechazo a su panza.
Entré  a las artes marciales mixtas cuando el Gera me vio rifarme un tiro con un wey que según era muy rompemadres en Tepito, se me quedo viendo un rato y me dijo: “yo sé dónde está tu lugar” y me llevó con el Miyagui. Pinche viejo, me ve y parece que es una de esas chavas que se paran a ver perritos en las plazas, así todo conmovido; se la rifa el viejo; que si les pego acá que si les doblo allá. Me da mucha flojera comer como el dice o entrenar como el quiere.
No soy nada malo en esto: invicto desde mi presentación, sin dos dientes y una cortada arribita de la ceja izquierda.
Tengo 16 años y un chingo de dinero y este pobre pendejo del Toro Molina tiene roto el tobillo y una cara de dolor que me llena de un airesito que me sube por todo el cuerpo.


Inocente Buendía
Ciudad Universitaria  México D.F.

jueves, 6 de septiembre de 2012

El tesoro de la Huasteca

Eleuterio era un niño de escasos diez años que vivía con sus padres y abuelos en un villorrio de Puebla, en las colindancias con Veracruz, zona conocida como la Huasteca y que otrora habitaran olmecas y chichimecas.

Eleuterio era muy observador, inquieto, travieso e inteligente. La zona en que vivía estaba llena de vegetación, fauna y, sobre todo, aire puro. Diariamente, después de asistir a la escuela y cumplir con sus tareas domésticas, inspeccionaba lugares cercanos a su hogar, y no había un solo día en que no llevara a casa algún extraño “tesoro” encontrado; lo mostraba a sus padres y a sus abuelos y después lo guardaba en una caja de madera, donde destacaban botones de marfil y de plástico, un cuerno petrificado de borrego, algunos pedazos de metales sin forma, monedas oxidadas, canicas rotas, pedazos de vidrios de varios colores, algunas barajas arrugadas y una hoja amarillenta, claramente viejísima; Eleuterio nunca recordó cómo la obtuvo. Decía que se trataba del mapa de un tesoro escondido en su pueblo, y su abuelo, para no quitarle la ilusión, le dijo que al mapa le faltaba una parte, donde se indicaba precisamente la posición exacta del tesoro.

Eleuterio visitaba recurrentemente una arbolada donde creía que estaba el tesoro, y quitaba las hojas y las hierbas para buscarlo. Un día encontró la piel de una víbora de cascabel; se asustó tanto que se alejó a toda velocidad; pálido y con piernas temblorosas, llegó a casa y se topó con su abuelo, quien le preguntó qué le había sucedido. Lejos de contestar, el niño se encerró en su habitación por más de dos horas; preocupada, su madre entró y le preguntó inútilmente qué había pasado; el chico guardaba silencio. Por la noche tuvo pesadillas, donde vio personas con rostros descarnados que salían de la tierra y señalaban hacia un cerro. Eleuterio dejó de visitar la arbolada.

El abuelo se dio cuenta del cambio radical que había sufrido su nieto y un día, al verlo triste y solitario, asomado por la ventana, lo invitó a salir a caminar. Poco a poco avanzaron hasta la arbolada; Eleuterio dio trazas de querer regresar, pero el abuelo le dijo que si había algo que lo atemorizaba sería mejor enfrentarlo; le preguntó qué le había dado tanto miedo, y Eleuterio, por fin, confesó lo de la víbora y relató su pesadilla. Continuaron caminando. El abuelo supuso que el cerro visto en la pesadilla era el de Xicotepec, que en náhuatl significa “cerro del xicote”, lo que alude a un insecto volador amarillo, tachonado de puntos negros; se parece a la abeja pero es inocuo; emite un singular zumbido al volar.

Los recorridos de abuelo y nieto se hicieron comunes. Los fines de semana, el abuelo despertaba temprano a la criatura y emprendían la caminata, llegando cada vez más lejos. Suspendieron los paseos en la época de lluvias, para evitar ser víctimas de un deslave. Sin embargo, con la llegada del verano reiniciaron los traslados, llevando consigo agua y víveres. Un día, en plena madrugada, el abuelo despertó al nieto y, sigilosamente, salieron; tres horas más tarde llegaron al cerro de Xicotepec. Eleuterio se quedó sorprendido ante esa montaña repleta de vegetación, árboles frutales, cafetales, etcétera. Eleuterio recordaba constantemente la pesadilla y, por un momento, volvió a sentir miedo, pero acopió calma y entereza al ver a su abuelo, por quien se creía protegido.

Iniciaron el ascenso; un par de horas después se sentaron en unas rocas para descansar. De repente, Eleuterio alcanzó a ver que un trozo de tela sobresalía de la tierra; en vano trató de sacarlo, y entonces el abuelo se hizo de una rama gruesa para facilitar la empresa. A la postre desenterraron tres esqueletos que exhibían jirones de vestimentas raras, así como collares, joyas, anillos, penachos de colores y huaraches. También dieron con un viejo mapa; el abuelo lo examinó y advirtió que se trataba de un códice olmeca, en el cual se marcaba la ubicación exacta de una cueva. La tarde estaba por caer. Decidieron regresar a casa, no sin antes volver a enterrar los despojos y dejar una marca sobre el lugar. El abuelo pidió a Eleuterio que no dijera nada a nadie de lo sucedido, a lo que el niño se comprometió. Llegaron a su destino en la noche. La familia, preocupadísima, los regañó.

Pasaron semanas antes de que volvieran al cerro; cuando lo hicieron, llevaban pequeñas herramientas ligeras, víveres y ropa abrigadora. El abuelo tenía el mapa. Al llegar al paraje comprobaron que el lugar del entierro se encontraba intacto. Enseguida comenzaron a buscar la cueva, entre muchos árboles, hierbas y rocas que les complicaban la búsqueda. Cayó la tarde y no tuvieron más remedio que buscar un lugar donde dormir. Eleuterio comenzó a sentir miedo. La temperatura descendió. Comieron fruta y un poco de queso con pan. El abuelo tendió sobre el piso un par de chamarras y unas bolsas de plástico para aislar la humedad, encendió una pequeña fogata que poco a poco se extinguió y, por fin, se quedaron dormidos. Era de madrugada cuando el niño despertó sobresaltado; columbró tres siluetas que resplandecían en medio de la oscuridad; las siguió hasta verlas desaparecer a través de una roca.

En la mañana, Eleuterio despertó al abuelo y le dijo que ya sabía dónde se encontraba la cueva; no sin esfuerzos movieron la roca y dejaron al descubierto la entrada. Los muros lucían hermosas pinturas de colores brillantes, que representaban la vida cotidiana de ese pueblo prehispánico. Más adelante encontraron un copioso tesoro; había figuras de oro que representaban a humanos y animales, penachos con plumas exóticas, brazaletes, muñequeras, pectorales, aretes, taloneras e infinidad de figuras de arcilla. El abuelo se quedó estupefacto; el nieto le preguntó qué harían; aquél decidió desenterrar las tres osamentas del paraje y depositarlas en la cueva. Lo hicieron y acto seguido cubrieron la entrada con la roca. No tomaron pieza alguna del tesoro. Tras descansar largamente, emprendieron el regreso a casa.

En la noche, la familia disfrutó de una cena opípara. En un momento dado, el abuelo, sonriendo, le guiñó un ojo a su nieto.

Eleuterio se disponía a dormir cuando, de pronto, sintió la presencia de alguien; era su abuelo, quien le mostró una hoja amarillenta y le dijo:

—Ésta es la otra parte del mapa del tesoro de la Huasteca.

Eleuterio durmió tranquilamente. La luna llena brillaba intensamente y el chirrido de los grillos sonaba como una bella melodía.


Javier Arroyo Arellanes
México D.F.