Orestes Pereyra, general Revolucionario en algún momento, de la poderosa División del Norte, reposaba en el cajón negro de caoba con el rostro descompuesto en una mueca de terror. Todo aquel que se acercara a su lecho mortuorio coincidía en mencionar lo obvio: que Orestes parecía asustado aun transcurridas 18 horas de su paso por el paredón de fusilamiento. La impresión debió dejar honda huella en el alma frágil y atormentada del general. El contacto con la muerte, tras muchas batallas, no lo preparó para el espectáculo de asistir a su propia defunción. Así lo sentía antes de morir, como si el fusilamiento fuera una cita a presenciar la propia muerte, el único acto protocolario de naturaleza militar al cual jamás quiso asistir, cuando le tocaba decidir la suerte del enemigo en el paredón, siempre, sin excusa, mandó a un subalterno a cumplir la orden de arriba, los fusilaba si, pero evitaba estar presente y sobre todo evitaba escuchar el fusilamiento tapándose los oídos en el instante mismo en que tronaban las armas. Era el sonido de la muerte, la irremediable muerte que tronaba sin descanso en aquellas épocas tan inciertas, para él, para el pueblo y para todo aquel que se enrolaba en esa guerra del carajo y que no se sabía en que iba a parar. Cavilaciones de un sentenciado, disparates de la mente para distraerse y olvidar la suerte tan perra que por un lado entregaba victorias y por el otro frustraba la gloria entregándolo en bandeja al enemigo.
Horas antes de la ejecución los soldados encargados de llevarla a cabo practicaron el tino disparándole a un mezquite viejo frente a la celda del general, quien tendido sobre su catre, respingaba de terror a cada disparo. No les importó, cruzaron apuestas sobre hacia dónde caería el cuerpo, la mitad opinaba que para atrás, la otra mitad que hacia delante, mientras él, apuraba una comida magra de café y pan duro y sudaba frío, preocupado, quien sabe por qué, en donde carajos había dejado su sombrero que, quien sabe por qué, necesitaba justo en ese momento para taparse la cabeza. Si alguien llegara a preguntarle que se sentía saberse con el destino resuelto, él sabría darles la respuesta perfecta: miedo y coraje, las batallas eran nada comparadas con saberse en manos del enemigo y que la vida misma dependiera de su decisión. Y si le preguntaran miedo a qué, ahí si que no sabría que responder, quizás a ya no ser , no sentir, no ver, pero más que otra cosa, a la impotencia de no poder hacer nada, él, que se enfrento de frente y sin temores a la artillería Orozquista, él, que durante la toma de Torreón mató a cincuenta federales, él, que ahora se tronaba los dedos y contaba los segundos de los minutos de las horas y repasaba a cada momento las pocas oraciones que se sabía. Y si le preguntaran coraje por qué, ahí si que sabría decir porque estaba tan encabronado: por no poder dirigir su propia ejecución, porque le arrebataran por muy estúpido que sonara, la última decisión de su vida, él que siempre se sintió con los huevos suficientes para enfrentar de cara a la muerte, hacia su rabieta final por la impotencia de no decidir como, cuando y donde enfrentarla . Lo llamaron a las cuatro, pidió un rastrillo y una cobija, quería morirse con el rostro limpio y cobijado porque se le figuraba que después de muerto seguiría sintiendo el frío, temblando frente al paredón no quiso ser vendado, pidió dar la espalda a los fusiles, al escuchar el martillar de los rifles le vino de nuevo el miedo de lo irremediable, no sintió nada más, la muerte le ahorro la pena de enterarse que cayó de lado, arruinando las apuestas de todos los que dispararon.
Raziel Correa Alvarado.
Atizapán de Zaragoza, Edomex
23 de marzo de 2011
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