jueves, 6 de septiembre de 2012

El tesoro de la Huasteca

Eleuterio era un niño de escasos diez años que vivía con sus padres y abuelos en un villorrio de Puebla, en las colindancias con Veracruz, zona conocida como la Huasteca y que otrora habitaran olmecas y chichimecas.

Eleuterio era muy observador, inquieto, travieso e inteligente. La zona en que vivía estaba llena de vegetación, fauna y, sobre todo, aire puro. Diariamente, después de asistir a la escuela y cumplir con sus tareas domésticas, inspeccionaba lugares cercanos a su hogar, y no había un solo día en que no llevara a casa algún extraño “tesoro” encontrado; lo mostraba a sus padres y a sus abuelos y después lo guardaba en una caja de madera, donde destacaban botones de marfil y de plástico, un cuerno petrificado de borrego, algunos pedazos de metales sin forma, monedas oxidadas, canicas rotas, pedazos de vidrios de varios colores, algunas barajas arrugadas y una hoja amarillenta, claramente viejísima; Eleuterio nunca recordó cómo la obtuvo. Decía que se trataba del mapa de un tesoro escondido en su pueblo, y su abuelo, para no quitarle la ilusión, le dijo que al mapa le faltaba una parte, donde se indicaba precisamente la posición exacta del tesoro.

Eleuterio visitaba recurrentemente una arbolada donde creía que estaba el tesoro, y quitaba las hojas y las hierbas para buscarlo. Un día encontró la piel de una víbora de cascabel; se asustó tanto que se alejó a toda velocidad; pálido y con piernas temblorosas, llegó a casa y se topó con su abuelo, quien le preguntó qué le había sucedido. Lejos de contestar, el niño se encerró en su habitación por más de dos horas; preocupada, su madre entró y le preguntó inútilmente qué había pasado; el chico guardaba silencio. Por la noche tuvo pesadillas, donde vio personas con rostros descarnados que salían de la tierra y señalaban hacia un cerro. Eleuterio dejó de visitar la arbolada.

El abuelo se dio cuenta del cambio radical que había sufrido su nieto y un día, al verlo triste y solitario, asomado por la ventana, lo invitó a salir a caminar. Poco a poco avanzaron hasta la arbolada; Eleuterio dio trazas de querer regresar, pero el abuelo le dijo que si había algo que lo atemorizaba sería mejor enfrentarlo; le preguntó qué le había dado tanto miedo, y Eleuterio, por fin, confesó lo de la víbora y relató su pesadilla. Continuaron caminando. El abuelo supuso que el cerro visto en la pesadilla era el de Xicotepec, que en náhuatl significa “cerro del xicote”, lo que alude a un insecto volador amarillo, tachonado de puntos negros; se parece a la abeja pero es inocuo; emite un singular zumbido al volar.

Los recorridos de abuelo y nieto se hicieron comunes. Los fines de semana, el abuelo despertaba temprano a la criatura y emprendían la caminata, llegando cada vez más lejos. Suspendieron los paseos en la época de lluvias, para evitar ser víctimas de un deslave. Sin embargo, con la llegada del verano reiniciaron los traslados, llevando consigo agua y víveres. Un día, en plena madrugada, el abuelo despertó al nieto y, sigilosamente, salieron; tres horas más tarde llegaron al cerro de Xicotepec. Eleuterio se quedó sorprendido ante esa montaña repleta de vegetación, árboles frutales, cafetales, etcétera. Eleuterio recordaba constantemente la pesadilla y, por un momento, volvió a sentir miedo, pero acopió calma y entereza al ver a su abuelo, por quien se creía protegido.

Iniciaron el ascenso; un par de horas después se sentaron en unas rocas para descansar. De repente, Eleuterio alcanzó a ver que un trozo de tela sobresalía de la tierra; en vano trató de sacarlo, y entonces el abuelo se hizo de una rama gruesa para facilitar la empresa. A la postre desenterraron tres esqueletos que exhibían jirones de vestimentas raras, así como collares, joyas, anillos, penachos de colores y huaraches. También dieron con un viejo mapa; el abuelo lo examinó y advirtió que se trataba de un códice olmeca, en el cual se marcaba la ubicación exacta de una cueva. La tarde estaba por caer. Decidieron regresar a casa, no sin antes volver a enterrar los despojos y dejar una marca sobre el lugar. El abuelo pidió a Eleuterio que no dijera nada a nadie de lo sucedido, a lo que el niño se comprometió. Llegaron a su destino en la noche. La familia, preocupadísima, los regañó.

Pasaron semanas antes de que volvieran al cerro; cuando lo hicieron, llevaban pequeñas herramientas ligeras, víveres y ropa abrigadora. El abuelo tenía el mapa. Al llegar al paraje comprobaron que el lugar del entierro se encontraba intacto. Enseguida comenzaron a buscar la cueva, entre muchos árboles, hierbas y rocas que les complicaban la búsqueda. Cayó la tarde y no tuvieron más remedio que buscar un lugar donde dormir. Eleuterio comenzó a sentir miedo. La temperatura descendió. Comieron fruta y un poco de queso con pan. El abuelo tendió sobre el piso un par de chamarras y unas bolsas de plástico para aislar la humedad, encendió una pequeña fogata que poco a poco se extinguió y, por fin, se quedaron dormidos. Era de madrugada cuando el niño despertó sobresaltado; columbró tres siluetas que resplandecían en medio de la oscuridad; las siguió hasta verlas desaparecer a través de una roca.

En la mañana, Eleuterio despertó al abuelo y le dijo que ya sabía dónde se encontraba la cueva; no sin esfuerzos movieron la roca y dejaron al descubierto la entrada. Los muros lucían hermosas pinturas de colores brillantes, que representaban la vida cotidiana de ese pueblo prehispánico. Más adelante encontraron un copioso tesoro; había figuras de oro que representaban a humanos y animales, penachos con plumas exóticas, brazaletes, muñequeras, pectorales, aretes, taloneras e infinidad de figuras de arcilla. El abuelo se quedó estupefacto; el nieto le preguntó qué harían; aquél decidió desenterrar las tres osamentas del paraje y depositarlas en la cueva. Lo hicieron y acto seguido cubrieron la entrada con la roca. No tomaron pieza alguna del tesoro. Tras descansar largamente, emprendieron el regreso a casa.

En la noche, la familia disfrutó de una cena opípara. En un momento dado, el abuelo, sonriendo, le guiñó un ojo a su nieto.

Eleuterio se disponía a dormir cuando, de pronto, sintió la presencia de alguien; era su abuelo, quien le mostró una hoja amarillenta y le dijo:

—Ésta es la otra parte del mapa del tesoro de la Huasteca.

Eleuterio durmió tranquilamente. La luna llena brillaba intensamente y el chirrido de los grillos sonaba como una bella melodía.


Javier Arroyo Arellanes
México D.F.

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