miércoles, 22 de junio de 2011

El último temor

Tal vez debió habérselo pensado dos veces antes de tomar aquella decisión pero era algo que tenía que hacer tarde o temprano. Estaba harta de aquella sensación que por momentos la mareaba, le cortaba la respiración y la dejaba temblando durante breves instantes.
Todo había comenzado en su infancia con un extraño sueño, muy recurrente, en el que era perseguida por una piedra, pequeña en un principio, que poco a poco tomaba dimensiones extraordinarias hasta convertirse en una enorme roca. “Si no corro me lleva la chingada”, se repetía, así que corría y corría volteando de vez en cuando para medir la distancia y al momento en que la piedra alcanzaba, despertaba sobresaltada, empapada en sudor, con el corazón latiéndole en la garganta; sin embargo, aprendió a ir guardando en lo más profundo de su ser el miedo que le causaba este sueño. Estúpido e inmaterial miedo. Aunque no fue el único, cuando creció y tomó conciencia del amenazante mundo que la rodeaba empezó a experimentar la misma sensación por cosas tan increíbles y absurdas: caer a las vías del metro cuando la estación estaba repleta de gente. Temía que en caso de una situación extrema la gente no mantuviera la calma y la empujara hasta hacerla caer justo en el momento en el que iba pasando el tren, por eso siempre se mantenía detrás de la línea amarilla y, por si las dudas, dejaba pasar a todo el que estuviera detrás de ella. Le aterraba también el golpearse tan fuerte el dedo gordo del pie que pudiera desprendérsele la uña causándole un dolor insoportable, por esa razón nunca estaba descalza, sólo se quitaba los zapatos antes de acostarse, sin quitarse nunca las calcetas y se los volvía a poner en cuanto se levantaba. Así sucesivamente dentro de su larga lista de temores se encontraban el miedo a quedarse ciega o cuadraplégica, el miedo a morir ahogada, quemada, asfixiada, víctima de alguna larga y agonizante enfermedad, pero nada le aterraba tanto como el que un día pudiera perder por completo la razón y terminar sus días recluida en un hospital siquiátrico rodeada por cuatro paredes blancas y envuelta en una camisa de fuerza, como la escena trillada de una película en la que la protagonista es arrastrada por cuatro enfermeros mientras grita desgarradoramente: ¡No estoy locaaaaa!
Había veces en las que ella misma se reía de tan ridículos pensamientos, pero en otras ocasiones se quedaba paralizada, sin saber que hacer hasta que el miedo poco a poco iba desprendiéndose de su cuerpo. Rompía en llanto.
Desconfiaba en extremo del ser humano, tenía como regla primordial no hablar con extraños, aun así estuviera en una fiesta repleta de gente, jamás hablaba con nadie al que no hubiera observado inquisitivamente durante al menos 30 minutos. Lo primero que analizaba era el lenguaje corporal, el tono de voz, su tema de conversación, si la persona sujeta a escrutinio era demasiado extrovertida o estúpida para su gusto quedaba descartado cualquier posible intercambio de palabras. “Nunca debes fiarte de una persona así, no sabes de lo que pueda ser capaz”, pensaba. Por supuesto que desconfiaba también de la gente que conocía pero, por lo menos llevaba más tiempo analizándolos y sabía a qué atenerse con sus amigos, pero por si las dudas prefería mantenerse alejada en la mayor medida posible, desconfiaba, aún más, de su pareja, motivo por el cual frecuentemente se enfrascaban en largas y acaloradas discusiones.
Extrañamente, la gente que la conocía pensaba incluso que era agradable, era buena conversadora, escuchaba atentamente y con aparente interés. Parecía tener siempre un absoluto control de sus emociones, hablaba pausadamente y siempre con el mismo tono, siempre y cuando fuera necesario, y por lo regular siempre aconsejaba bien a sus pocos amigos. Nadie sabía que hacía un esfuerzo sobre humano por proyectar aquella imagen relajada, segura de sí misma, coherente. Por eso que todos se sorprendieron cuando escucharon la noticia.
Esa mañana despertó contenta, algo raro en ella y notó una extraña ligereza que jamás había sentido, buscó sin encontrar algún resquicio del miedo que la había atormentando durante tanto tiempo, y al no encontrarlo decidió que no quería volver a sentirlo. Dirigió una mirada a su pareja que seguía durmiendo tranquilamente y le besó suavemente los labios con absoluta ternura. Salió de su casa, subió corriendo por las escaleras del edificio hasta llegar a la azotea. Respiró profundamente, miró de frente a la ciudad que apenas despertaba, cerró los ojos y no pensó en nada más, ahora era un pájaro, libre, que volaba extendiendo sus largas alas. Repentinamente abrió los ojos, no lo había pensado tan bien, descubrió que aún quedaba escondido dentro de sí misma el miedo a que nadie la recordara.



Olga Valentín.
Benito Juárez, Distrito Federal, 22 de junio de 2011

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