El Mascapiedras se ganó ese mote por su afición a comer cosas que harían vomitar a la mayoría de pobladores del mundo, a excepción, claro, de aquellos habitantes de regiones excéntricas que –derivado de una antigua necesidad alimentaria que después se volvió costumbre y luego en factor de identidad- han adquirido un gusto por los alimentos más fétidos y extravagantes que pueda concebir la imaginación humana. Son precisamente este tipo de comidas las que integran la dieta del Mascapiedras y las que le han generado la fama de poder ingerir cualquier cosa.
Aunque es de carácter pretencioso y algo fanfarrón, Mascapiedras es hospitalario y lucido como anfitrión. La mesa de su casa está siempre puesta para todo aquel que quiera acompañarlo, se jacte de tener un paladar lo suficientemente audaz y aventurero, morboso o simple tenga disposición para conocer algo distinto. A lo largo del tiempo ha consolidado un reducido pero constante grupo de comensales frecuentes que ven en él a un gurú.
Un banquete en la casa de este excéntrico millonario degustador, siempre inicia con una buena botana de variados insectos que coloca al centro de la mesa para compartir, con la intención más que nada de tantear los ánimos y los límites de sus comensales. Este entremés consiste en una cama de chapulines y gusanos de maguey adobados, traídos desde Oaxaca; encima coloca tarántulas y escorpiones gigantes asados, oriundos de China y otras regiones de Asia, todo ello condimentado con jugo de naranja agria, chile en polvo y salsa de soya pura todavía en fermentación. Varios comensales de paladar virgen, abdican en esta primera parte de la comida. Simplemente no pueden superar su prejuicio hacia los gusanos ni su miedo a los arácnidos cuyo color negro perverso y malévolo se acentúa por la forma en que está servido el plato. Las arañas y escorpiones lucen más intimidantes encima del montón de cadáveres de saltamontes y gusanos húmedos de salsa, rojos como la sangre. Pero contrario a lo que pudiera pensarse, el sabor de este platillo es bastante pasable, sólo un poco más fuerte que la condimentada comida chatarra que se sirve en los bares. Mascapiedras lo hace apropósito, califica como superficiales a las personas que no pasan esta prueba que es simplemente visual, no estarían preparadas para el segundo plato, al que llama entremés mediterráneo.
Nada tétrico hay en la apariencia de esta segunda degustación conformada de queso y embutido, pero el olor es nauseabundo. El elemento principal es una salchicha cruda tipo Andouillette, traída de un pueblo aún medieval de Francia; se prepara con sangre, intestinos y especias envueltas en tripas gruesas de cerdo que no están bien drenadas, por lo que huele literalmente a mierda y sabe a mierda envinada. Los que logran pasar el bocado sin vomitar, rápidamente comen para aliviar el paladar, un trozo de queso de Cerdeña, que se sirve en el mismo plato. Pero el sabor a leche podrida de este queso agusanado oriundo de Italia, es casi tan nauseabundo como el del embutido, con el agregado de que puede sentirse en la lengua uno que otro gusanito intentando escapar de la boca. Los comensales que en este punto no han corrido al baño caen en el círculo de comer otro trozo de Andouillette para quitarse el sabor del queso, y luego dar otra mordida al queso para matar el sabor del pútrido Andouillette, hasta que Mascapiedras se compadece de los invitados y les sirve un vino tempranillo extremadamente ácido y astringente para lavar el paladar, lo que los invitados agradecen como si se tratara del mejor vino francés. Sorprendidos mientras beben la segunda o tercera copa de vino, los comensales finalistas miran a Mascapiedras abstraído comiendo a grandes bocanadas la tripa de cerdo y cucharadas de queso agusanado, incluso acaba con la porción de los ausentes y las sobras de los demás.
Ningún primerizo en la mesa de Mascapiedras llega hasta el platillo principal que, dependiendo de la ocasión, puede ser tiburón podrido de Islandia en seviche o a la tártara, o alguna variante del versátil tofu apestoso acompañado de Balut, el cruel huevo con embrión de pato que se come en Filipinas. Los comensales asiduos a los banquetes de Mascapiedras se cuentan los dedos de una mano y son todos cocineros profesionales con el criterio tan amplio como sus paladares. Con el paso del tiempo han adquirido una especie de adicción por estas rarezas, aunque jamás llegan a los excesos de glotonería de Mascapiedras. Observan con fascinación como el comelón devora plato tras plato de tofu apestoso, inmerso en una especie de trance; lo miran embelesados cuando engulle un feto de pato tras otro como si se tratara del manjar más exquisito de la Tierra. Creen que el fanfarrón de Mascapiedras tiene un don culinario similar al oído absoluto del músico virtuoso o la memoria fotográfica del pintor: un paladar absoluto; por eso lo tratan como a un gurú al que alaban y lambisconean en público. Si supieran la verdad oculta tras la fascinante gula de Mascapiedras, si supieran su secreto se sentirían tremendamente desilusionados y engañados como idiotas: Mascapiedras perdió completamente el gusto y el olfato a raíz de una rara y agresiva infección en las vías respiratorias cuando sólo tenía 13 años. Desde entonces todo alimento que pasa por su boca anestesiada, es una masa insípida. Gran parte de su tiempo lo ha dedicado a buscar un platillo de sabor tan fuerte y olor tan penetrante que pueda devolverle el gusto. No lo ha logrado y de ahí su afición por los platos más apestosos y penetrantes. Ese también es el origen de su gusto por impresionar a otros. Cuando come no siente nada, sólo nostalgia . Con un puñado de escorpiones y chapulines trata de recordar a que sabían las frituras de papa y los cheetos que comía en su infancia. La salchicha Andouillette y el queso agusanado le recuerdan a panquecillo con queso Filadelfia. Con el tofu apestoso intenta traer al presente la sopa de fideos y el consomé de pollo que preparaba su madre, y con el balut se imagina como sabría un huevo de chocolate relleno de nueces y rompope. Recuerda pero cada vez se le hace más difícil, los sabores de su infancia están desapareciendo poco a poco, sólo le queda el consuelo del aplauso ajeno y la admiración de los ingenuos, la sensación de triunfo que produce hacer algo que los otros no pueden, pero cambiaría su fortuna por recuperar el gusto. Para él ingerir todos esos costosos platillos fétidos es una experiencia vacía, similar a la del gigoló que incapaz de amar, posee a una mujer distinta cada noche, es un reflejo de su propia impotencia.
México DF, enero de 2012
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