lunes, 23 de septiembre de 2013

Un dinerito

Nunca falta el o la experimentada que te quiere dar consejo sobre cómo ganarte un dinerito. Así es la Mari, a todo el mundo le anda adivinando sus cualidades y dando ideas para que se ganen un dinerito; parece asesora financiera, y no crean que quiere comisión, noooo, ella es feliz con tal de entrometerse en la vida ajena. A mí no deja de decirme que me arregle más sexy, que explote mis atributos. Siempre me he considerado lo que se dice una mujer guapa, según los estándares mexicanos, basados sobre todo en el malinchismo y el wanbinismo: soy rubia (lo que todas quieren ser), tengo los ojos verdes (cuántas no traen sus pupilentes de color), de complexión más bien delgada y alta, o sea, soy la típica güera que cualquier fulano querría presumir con sus cuates. No ha faltado quien en la calle me quiera pagar por mi toperwere, pero eso sí que no, ya eso de cobrar por el placer es otra cosa, digo, si hay que darle vuelo a la hilacha que sea como Dios manda, o sea, decentemente. Lo de ser guapa también me ha acarreado problemas, me corren de todas las chambas, ya sea por envidia, o porque los jefes se quieren acostar conmigo. Ay, sí, te sientes muy buena, ¿no? No es por nada, pero ahí donde me ven de flaquita, tengo lo mío, y si los jefes por lo menos estuvieran guapos, pues órale, pero parece regla que todos son prietos, o viejos, o panzones, o feos, o todo junto, en el peor de los casos, son bien puercos. Por eso siempre ando desempleada. La Mari me dice que ya no le piense, que ya me aviente y aproveche mi belleza y cobre por lo que de por sí hago gratis, y así me gano un dinerito, yo le digo que me da miedo, hay tanto loco suelto por ahí, para saber cuál te va a tocar, digo, si pudieras escogerlos… además, el dinero no lo es todo en la vida. Total que siempre ando con un periódico en la mano y varias solicitudes de empleo, pero estoy en mi peor racha, ya llevo dos meses y nada que consigo, la verdad es que no aspiro a tanto, sólo me quiero ganar un dinerito. La Mari me vio tan desesperada que quiso animarme invitándome una copa, quesque pa desestresarme. Ándale, güera, te va a hacer bien, yo invito. Total que ahí nos vamos a un bar de la Condechi. ¿Y ora tú mana, por qué aquí?, que le digo, pues se me hizo rarísimo, tan lejos de nuestros rumbos. El suyo era plan con maña, según Mari, la Marta, la que vive en el 504, se ganó un dinerito en uno de los bares de la Condechi. ¿Y cómo le hizo, tú? En vez de contestarme, me hizo un gesto para que volteara a ver a un tipo de azul marino que estaba con otros en la mesa del fondo. No ha dejado de mirarte en toda la noche, y se ve que tiene lana. Ay, sí, ¿y cómo sabes? A leguas se ve: el traje, el reloj, el porte, el anillo… Ha de ser casado. ¿Y qué importa? Si no te vas a casar con él. Le dije que estaba loca, ¡cómo iba a hacer yo eso! Ella trataba de convencerme, insistía en que nomás era pa ganarme un dinerito, yo le decía que una cosa es ser puta por gusto y otra cosa era ser puta por profesión, es más, que ser puta por gusto ni siquiera era ser puta porque no se cobra. En estas estábamos, cuando apareció un mulato, como esos que salen bailando sin camisa en el programa de las once, para invitarnos una copa, ni tiempo nos dio de decir pío cuando ya lo teníamos ahí sentado, agarrándome la mano. Ya saben: que yo era la mujer más hermosa del lugar, que tenía unos ojos preciosos, que bla, bla, bla. La Mari y yo nomás cruzábamos miraditas, hasta que pudimos ir al baño. ¿Ya le viste las cadenas y la esclava? Son de puro oro. Y cómo no verlas, eran enormes y sobresalían de su camisa abierta. Ya la hiciste, manita, ya ves, Dios te escuchó y te mandó uno guapo pa que te ganes un dinerito, igual y hasta te saca de trabajar. La Mari estaba muy emocionada y me convenció de irme con él. Para ser sincera, no me costó nada de trabajo, el mulato ese estaba como quería. El colmo de mi buena suerte fue cuando, ya afuera del bar, apareció el valet parking con un carrazo. Ay, mana, ¿a qué santo te encomendaste?, alcanzó a cuchichearme la Mari antes de depositarla en un taxi. 

Según los cálculos de la Mari, aquella noche no sólo me gané un dinerito, sino que hasta conseguí quien me mantuviera pa toda la vida, la verdad es que no fue así, el mulato resultó uno de esos que le gusta que las mujeres le den dinero, lo que llaman un chichifo, y en lugar de que él me diera dinero, me consiguió un trabajo en la empresa de una de las señoras con las que se acostaba y terminé yo dándole dinero cada vez que él tenía una crisis existencial por su profesión, pues mi mulato resultó maniaco-depresivo, y cuando le daba el bajón, se negaba a trabajar y, además de consolarlo, tenía yo que mantenerlo. A la Mari le dejé de hablar por chismosa entrometida, metiéndose donde no la llaman, ojalá ya no ande por ahí aconsejando a la gente cómo ganarse un dinerito.

Alejandra C. Bazany
Ciudad de México, Septiembre 2013.




miércoles, 18 de septiembre de 2013

Papel


Qué lamentable es el hecho de escribir mis memorias con la indeleble tinta carmesí expulsada de los cuerpos de mis hermanos, aún despierto atormentado por las pesadillas que me causa aquel trauma, esa horrible bestia, aquel monstruo con frenesí y deseo de sadismo carnal, lleno de rabia y cobardía atacando cuando bajamos la guardia. 
La luna llena alumbraba la mitad de su bello rostro, la luz de plata iluminaba sus celestes iris, erupcionaba en placer enterrando su gran filo en los cacharros. ¡Ah!, cuan arrepentido estoy en tener la suerte de haber despertado cuando él atacaba, cuan asqueado estoy por la naturaleza de mi cuerpo, por correr tan rápido y de que la bestia no me alcanzara. Me deslicé tan fácil en el hogar que siempre lo fue, con rapidez dejé de escuchar los pasos detrás de mi…el horrible animal no pudo alcanzarme. Regresé con la inmortal esperanza de que mis hermanos hubieran reaccionado y luchado por su vida, qué lamentable decisión, solo observé a la bestia devorándolos.
Troto en un mundo donde la muerte no existe, donde la justicia es ciega y al parecer la piedad también lo es. Vivo en el eco de los sonidos del bosque, buscando desechos para alimentarme, camuflajeandome en sus cortezas para aludir al cazador. Una bestia que en su ironía no lo era, me dio cobijo en su piel y me otorgó alimento hecho con sus manos. Lo que siento tal vez sea lo que aquellos demonios llamen “tristeza”. En los tiempos de la luz de oro fui sometido por un instinto que me atormentaba al vagabundear por el bosque, veía a los ángeles de la muerte con sus plumas arrebatando la vida a más hermanos míos. Maldita curiosidad que me llevó a seguirlos por el camino para saber qué hacían con los cadáveres. Sigiloso, lento, fui uno con el aire, nadie se percató de mi presencia, mucho menos de mi existencia. Llegamos a un hogar donde el cuerpo de mis raíces era cambiado por un simple papel, un maldito y desgraciado papel por la vida de alguien, tal fue mi cólera que me abalancé y ataqué al estúpido demonio que ha idealizado un trozo de papel para su propia muerte. Yo perdí y él ganó, mucho mayor fue su fortuna ahora con mi cuerpo… 

Rogelio Gómez González 
Comitán, Chiapas



lunes, 16 de septiembre de 2013

Filosofía de vida

No me quiero parar, sin embargo lo hago antes de que Claudia me grite que ya es hora.
El momento más feliz del día es cuando me baño, cierro los ojos y el chorro de agua caliente me lleva a otro tiempo, a cuando me fui de aquí. El primer lugar al que llegué fue Playa del Carmen, donde conseguí trabajo de mesero en un bar de la Quinta Avenida, trabajo que me daba para vivir como rey, ahí aprendí inglés por pura inercia y si bien no lo hablo a la perfección, mínimo lo entiendo muy bien; ahí también conocí a Don Miguel, el viejo hippie que me enseñó a tocar la guitarra, el primero de los cinco instrumentos que aprendí a tocar. La vida era sencilla, o al menos eso creía, mi filosofía era que la vida proveía de lo necesario, no había por qué codiciar más cuando la vida te da lo suficiente. Trabajaba sólo por algún tiempo, en lo que conseguía el dinero necesario para algún proyecto, pero mientras, conocía gente y aprendía cosas que me servirían para mis proyectos. Mi única ambición era vivir más experiencias y conocer a más gente, jamás fue el dinero. Así me funcionó por casi 12 años.
-¡Dulio ya salte!- Ya me pasé de mis cinco minutos en la regadera, y cuando vives en un departamento de interés social con tus hermanos, tu mujer y tu hijo, los minutos que te tardes en el baño valen oro.
Salgo del baño y me arreglo rápido, ya no tengo rastas, me rapé para entrar a trabajar. Le doy un beso a Claudia y a mi hijo y me salgo. Dicen que el dinero cambia a la gente y creo que es verdad, a Claudia la cambió mucho, bueno, no el dinero, sino la falta de, ya no es alegre, siempre está enojada. Yo había tenido amores fugaces, nada serio, pues en casi todas las mujeres veía un complejo de Disney que las hacían querer un príncipe con un castillo, cosa que yo odiaba, pero Claudia era distinta, ella compartía mi filosofía de vida, era fotógrafa y viajaba tomando fotos y haciendo trencitas y collares para ganar dinero, sólo el suficiente para seguir viajando. En Mazatlán una amiga en común le prestaba su estudio para revelar sus fotos, ahí la conocí, ahí nos enamoramos y ahí se embarazó. Dijimos que las cosas no tenían por qué cambiar, seguiríamos igual, sólo que ahora seriamos tres. Sí como no, en los primeros meses del embarazo la salud de Claudia nos exigía estabilidad y dinero y empezamos por vender su equipo de fotografía y luego mi guitarra, hasta que desesperadamente le hablé a mi hermano para pedirle que me consiguiera algo donde él trabajaba, de eso ya va casi un año y sinceramente no soy feliz.
-Hola guapo- alguien me pica las costillas, es Elena mi vieja amiga de la prepa que espera junto a mí en la parada del camión.
-Si no hubieras vendido tu coche, me darías “raid” y no estuviéramos aquí- eso digo mientras la abrazo. Elena hizo un viaje a Costa Rica hace unos meses, al volver nos regaló una cuna llena de pañales que le agradecí enormemente, no la veo desde entonces, aunque para ser sincero, cada que peleo con Claudia me dan ganas de buscarla. Yo sé muy bien que siempre le gusté desde la prepa y aunque en aquel entonces teníamos muchas cosas en común, siempre vi en sus ojitos ese complejo de Disney que tanto odio, por eso nunca anduve con ella, aunque admito que me gustaba robarle besos, besos que se dejaba robar. A veces pienso que hubiera sido mejor quedarme con ella, conociéndola, a estas alturas ya me hubiera hecho sentar cabeza, tendríamos estabilidad, después de todo es lo que estoy tratando de tener ahorita ¿no?, y quizás ese viaje que hizo lo hubiéramos hecho juntos.
-¿Cómo estás?- me pregunta y a ella no le puedo mentir, así que le cuento todo lo mal que me siento, de las peleas con Claudia, mis carencias económicas y mi frustración.
-¿Cómo ves?- le pregunto.
-Eres un idiota- me contesta y me echo a reír, ella continúa hablando- sólo sigue tu filosofía, la vida proveerá, ¿dónde está el Dulio del que me... del que se enamoró Claudia?
Su pequeño error me sube el ego y siento como si volviera a tener 17 años, me dan ganas de comportarme con ella como adolecente, la abrazo y mañosamente se zafa de mis brazos. -Ya llegaron por mí, ¿quieres un raid?- dice nerviosa -es mi novio, pasa por mí ahora que no traigo carro- me hierve la sangre. Su novio es un niño bien, con cochecito del año, trajeadito y guapo el muchacho, pero la verdad no sé qué le puede aportar un hombre así a mi Elena, porque es "mi Elena", y a pesar de su complejo de Disney, es una mujer mucho más interesante para un noviecito con coche bonito.
-No, gracias, te veo luego- la jalo hacia mí para despedirme y le robo un beso, obvio ¿o se lo dejó robar? Se va nerviosa, no creo que su novio el niño bonito haya visto algo.
Decido no ir a trabajar, después de todo ya voy muy tarde y me descontarán el día de todas formas. En vez de la oficina, voy a mi vieja prepa y pongo anuncios: Daré clases de guitarra y ayudaré a los niños con su inglés.
Regreso a casa, Claudia se enoja porque no fui al trabajo, pero la contento con besos y contándole mis planes. Sí lo sé, soy un inmaduro y quizás hasta patán, necesitaba que Elena me subiera el ego y saber que Claudia aún me quiere, para poder sentirme bien.
Tengo un nuevo proyecto, lejos de esta vida que desde el principio había decidido no vivir, no tengo por qué hacerlo ahorita. Volveré a ser el hombre del que se enamoraron Claudia y Elena. Seguiré trabajando pero no por mucho tiempo, sólo en lo que junto dinero para regresar a donde empecé a Playa del Carmen, sólo mientras Dulio, mi hijo, crece un poco más para poder prescindir del seguro social que me dan en el trabajo. Le haré caso a Elena, continuaré con mi filosofía de vida, si me funcionó 12 años, no tiene por qué fallarme ahorita, ya la vida proveerá.

Lic. Sandoval
Atizapán de Zaragoza, Edo. Mex.


martes, 10 de septiembre de 2013

El precio de la felicidad

"El dinero no es todo, pero como ayuda…"
                                                                                                              -Los Auténticos Decadentes.

Mis papás siempre me dijeron que estudiara algo con futuro, que como músico no llegaría a nada y que me moriría de hambre. Me decían que siguiera con la tradición familiar de abogados, que así tendría una casota  en las Lomas y llegaría los tan anhelados éxito, plenitud y felicidad en la vida. También me pedían que pensara cómo iba a mantener a su suegra y a sus nietos, que tipo de educación les iba a proporcionar un pobre diablo cómo yo y qué futuro le depararía al linaje de la familia si yo no desistía de estudiar algo tan inútil como la música. A todas sus críticas yo siempre contestaba “No sólo de pan vive el hombre” o “El dinero no compra la felicidad” 
Nunca he pensado en regresar con mi familia. Supongo que me baso en mi orgullo para no ir con el rabo entre las patas a pedirles que me acojan de regreso en el seno familiar. Eso y que si regresara tendría que tragarme las palabras con las que respondía a mis padres cuando aún tenía la opción de arrepentirme y elegir un camino más “productivo”. 
Hoy por hoy, amargamente puedo decir que soy feliz. Supongo que hay que sacrificar algunas cosas por otras, como un techo decente por algo que llevarme a la boca una vez al día; o un par de zapatos sin agujeros por una cuerda de repuesto. Pero, aún sin estas comodidades ni facilidades, sigo siendo feliz de ejercer mi profesión a diario, a diferencia de los médicos-taxistas o los químicos-profesores de español. Tal vez no toco dónde y cómo soñaba, pero igual lo hago con gusto. 
El Metro es el mejor lugar para mis conciertos de violín, sobre todo la línea que pasa por la universidad, en la que siempre hay uno que otro joven con buen oído para la música y con la cartera llena de monedas que sus padres le dan para pagarse el transporte y que él seguramente usará en copias o en caguamas. Tampoco falta el buen señor o señora que miran mis harapos con lástima y me regalan algo de cambio con una sonrisa que mezcla compasión con desagrado. Poco a poco la jornada va dando frutos hasta que me alcanza para poder comprar alguna comida pre-preparada del minisúper o al menos algo de comida callejera fuera de alguna estación.
No falta el policía desgraciado que sólo quiere hacer desgraciados a todos los que se topa –incluyéndome, claro está– y que va por los andenes sacándonos a mí y a mis colegas vendedores y predicadores locos a la sobrepoblada calle, a sabiendas de que igual vamos a regresar. ¿Qué acaso no se da cuenta que ese es nuestro trabajo, y como buenos trabajadores no podemos faltar? Nuestra misión en el mundo es llevarle a la gente un poco de cultura barata, ofrecerles servicios y productos en momentos de necesidad y en lugares oportunos e incluso ser el tema de conversación o burla en lo que nos cambiamos de vagón. 
Además, brindamos un servicio necesario para que la sociedad se mantenga tal y cómo le gusta. Si no fuese por nosotros, los niños ricos y creídos que nos miran con asco no tendrían a quién aborrecer y con quién compararse para sentirse todavía más ricos y pudientes. También, si no fuese por nosotros, todos los disque izquierdistas y socialistas que pululan por doquier no tendrían causas que defender, ni chivos expiatorios para justificar sus movimientos en contra del “régimen opresor” de los malditos neoliberales capitalistas imperialistas explotadores esclavistas racistas clasistas de la derecha, cómo les gusta llamarlos. Claro que, por mi parte, no le echo la culpa al gobierno, a mí ni me va ni me viene, total, lo fregado nadie me lo va a quitar. Yo le voy al que me ofrezca más comida o ropa, que eso es lo que de verdad necesito. ¿Yo qué voy a andar opinando sobre la política exterior o la corrupción en las altas esferas de poder? 
Esta es la vida que me tocó y elegí vivir. A la larga uno se acostumbra a estirar los centavos más allá de lo que la mayoría de la gente cree que es posible. Esas personas que se la pasan comprando cosas “de marca” no saben lo que en verdad podrían conseguir con unas pocas monedas. Tan es así, que mírenme, con un violín al que nunca le faltan cuerdas y con una –a veces dos– comidas al día. Más que suficiente para sobrellevar los meses y los años. 
Claro que mi vida también tiene sus ventajas. No crean que todo es sufrimiento en el deambular de nosotros los sobrevivientes. Algunas de las bendiciones de este estilo de vida son: Tengo contactos en toda la ciudad, lo que se me ofrezca lo consigo. Al no tener un domicilio fijo, no tengo que pagar agua, ni luz, ni gas, todo lo paga el erario público. Conozco lugares que muchos de los ciudadanos comunes ni se imaginan que existan. No tengo que gastar todas mis mañanas en ir a cobrar la famosísima quincena para luego gastarla en los créditos a tres vidas sin intereses que ofrecen las grandes tiendas departamentales. Y, sobre todas las cosas, no tengo nada que perder. Nunca me preocupo de que me vayan a robar la cartera, el celular, los espejos del coche, la bolsa, el collar o el portafolio. Lo único que tengo que cuidar es mi violín, que me acompaña fielmente a donde sea que vaya. 
Como sea que sea, soy la prueba viviente de que el dinero no compra la felicidad. Aunque no me molestaría llorar dentro de un Ferrari…

 
Fernando “Viento del Norte” Sánchez.
09 de septiembre de 2013. México, D.F
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domingo, 8 de septiembre de 2013

La reconquista

Me formo en la primera de las tres filas. De inmediato el gerente del banco me pregunta si soy cliente preferente. Sé que no lo soy pero me formé en esta hilera porque es la más corta, pero según veo, en la primera fila sólo se forman los criollos, ciudadanos de primera o clientes preferentes, casi todos pequeños y medianos empresarios, incluso algunos comerciantes que realizan depósitos en efectivo; en la segunda fila están los mestizos, ciudadanos de segunda, asalariados con una cuenta de nómina y tarjetas de crédito que pagan eternamente sin cubrir más que los intereses de cientos de accesorios inservibles y ya pasados de moda; mientras en la última están esos que simplemente se llaman usuarios, gente de tercera sin cuenta bancaria, indios que cambian cheques de trabajos a destajo y señoras que cobran las remesas enviadas desde Estados Unidos por sus hijos o maridos. Humildemente acepto que no soy un ciudadano de primera y sin cruzar más palabra con el gerente me formo en la segunda fila, la de los mestizos o clientes a secas. Considero que ahí encajo a la perfección, pues tengo una cuenta de nómina y sé que mis abuelos paternos eran zapotecos y que algún bisabuelo de mi mamá tuvo ojos azules -aunque nadie sabe de cuál país europeo provenía- así que soy indudablemente mestizo, además asalariado y con deudas, definitivamente encajo en la segunda fila, ¿qué más da que mi cuenta sea de otro banco?, pero tal parece que ese requisito sí es indispensable y al gerente no le importa que el banco Santander, donde me depositan mi salario, sea tan español como el BBVA-Bancomer. Le explico que debo hacer un simple depósito a una cuenta de su banco y que cumplo con los demás requisitos para estar en la segunda fila, incluso el color de mi piel y mi ropa es muy similar a la de la gente de segunda, pero el gerente no comprende la pertinencia de mis argumentos y me hace ver que el BBVA-Bancomer no discrimina, así que amablemente y aburrido me invita a formarme en la fila más numerosa, con la gente de tercera, y me promete que avanzará rápido. No discuto más y me formo en la tercera fila. El gerente desaparece. 

El gentío segregado equivale a veinte minutos de espera según el contador digital empotrado en la pared. La clientela comienza a generar vapor y el ambiente se pone selvático, húmedo, desesperante, insoportable para la mayoría. Con tristeza miro como los de mi verdadera clase avanzan a una velocidad aceptable, mientras yo aguardo en el olvido, segregado como un indio de sangre pura.

A una distancia de 10 personas detrás de mí, se forma una mujer encopetada y atolondrada, con el cabello teñido de güero, tacones rosas y traje sastre de color verde pastel; uñas largas pintadas de rosa y una bolsa negra de piel apócrifa con estoperoles dorados. Mira impaciente su reloj, pasan diez minutos y sin un destinatario en específico comienza a reclamar, “¿Por qué las otras filas avanzan más rápido?, señorita apúrese- le grita a una de las cajeras- oiga ya vi que de la otra fila pasan a tres personas y aquí nada más a una, qué pésimo servicio, es injusto”. Los de la tercera fila empezamos a murmurar dándole la razón a la alborotadora. Comienza el chiflerío en la tercera fila, yo también me uno y por un momento me siento orgulloso de estar de lado de los más nacos.
-¡Sí esto es injusto!- coincidimos todos y silbamos con más fuerza, mientras que los de la segunda fila nos miran con asquito y los de la primera ni nos pelan.
El gerente hostiga a los cajeros para que trabajen más rápido y se acerca a la recién ungida lideresa para preguntarle si tiene tarjeta del banco.
-Claro que tengo tarjetas, si vengo a pagarlas.
- Entonces se equivocó de fila señora, usted va en la segunda, en la que dice clientes.
- ¡Ah!, perdóneme joven.
Sin pensarlo dos veces la señora se pasa a la fila de los mestizos apagando los ánimos de la traicionada tercera hilera y en menos de 10 minutos es atendida; se está un buen rato atosigando con preguntas obvias al cajero y retrasando a las fila de mestizos e indios. Cuando por fin concluye el trámite y se dispone a salir de la sucursal, se acerca al gerente y lo felicita.
-Oiga que buena idea eso de darle preferencia a los clientes, así hasta ganas de regresar le dan a uno, que buen servicio, bla, bla, bla…
Mientras, en la tercera fila seguimos esperando. El reloj digital empotrado en la pared miente, ya llevo más de 40 minutos y parece que nunca avanzaremos.


Romeo Valentín Arellanes
Tlalnepantla, Estado de México, Octubre de 2011