martes, 10 de septiembre de 2013

El precio de la felicidad

"El dinero no es todo, pero como ayuda…"
                                                                                                              -Los Auténticos Decadentes.

Mis papás siempre me dijeron que estudiara algo con futuro, que como músico no llegaría a nada y que me moriría de hambre. Me decían que siguiera con la tradición familiar de abogados, que así tendría una casota  en las Lomas y llegaría los tan anhelados éxito, plenitud y felicidad en la vida. También me pedían que pensara cómo iba a mantener a su suegra y a sus nietos, que tipo de educación les iba a proporcionar un pobre diablo cómo yo y qué futuro le depararía al linaje de la familia si yo no desistía de estudiar algo tan inútil como la música. A todas sus críticas yo siempre contestaba “No sólo de pan vive el hombre” o “El dinero no compra la felicidad” 
Nunca he pensado en regresar con mi familia. Supongo que me baso en mi orgullo para no ir con el rabo entre las patas a pedirles que me acojan de regreso en el seno familiar. Eso y que si regresara tendría que tragarme las palabras con las que respondía a mis padres cuando aún tenía la opción de arrepentirme y elegir un camino más “productivo”. 
Hoy por hoy, amargamente puedo decir que soy feliz. Supongo que hay que sacrificar algunas cosas por otras, como un techo decente por algo que llevarme a la boca una vez al día; o un par de zapatos sin agujeros por una cuerda de repuesto. Pero, aún sin estas comodidades ni facilidades, sigo siendo feliz de ejercer mi profesión a diario, a diferencia de los médicos-taxistas o los químicos-profesores de español. Tal vez no toco dónde y cómo soñaba, pero igual lo hago con gusto. 
El Metro es el mejor lugar para mis conciertos de violín, sobre todo la línea que pasa por la universidad, en la que siempre hay uno que otro joven con buen oído para la música y con la cartera llena de monedas que sus padres le dan para pagarse el transporte y que él seguramente usará en copias o en caguamas. Tampoco falta el buen señor o señora que miran mis harapos con lástima y me regalan algo de cambio con una sonrisa que mezcla compasión con desagrado. Poco a poco la jornada va dando frutos hasta que me alcanza para poder comprar alguna comida pre-preparada del minisúper o al menos algo de comida callejera fuera de alguna estación.
No falta el policía desgraciado que sólo quiere hacer desgraciados a todos los que se topa –incluyéndome, claro está– y que va por los andenes sacándonos a mí y a mis colegas vendedores y predicadores locos a la sobrepoblada calle, a sabiendas de que igual vamos a regresar. ¿Qué acaso no se da cuenta que ese es nuestro trabajo, y como buenos trabajadores no podemos faltar? Nuestra misión en el mundo es llevarle a la gente un poco de cultura barata, ofrecerles servicios y productos en momentos de necesidad y en lugares oportunos e incluso ser el tema de conversación o burla en lo que nos cambiamos de vagón. 
Además, brindamos un servicio necesario para que la sociedad se mantenga tal y cómo le gusta. Si no fuese por nosotros, los niños ricos y creídos que nos miran con asco no tendrían a quién aborrecer y con quién compararse para sentirse todavía más ricos y pudientes. También, si no fuese por nosotros, todos los disque izquierdistas y socialistas que pululan por doquier no tendrían causas que defender, ni chivos expiatorios para justificar sus movimientos en contra del “régimen opresor” de los malditos neoliberales capitalistas imperialistas explotadores esclavistas racistas clasistas de la derecha, cómo les gusta llamarlos. Claro que, por mi parte, no le echo la culpa al gobierno, a mí ni me va ni me viene, total, lo fregado nadie me lo va a quitar. Yo le voy al que me ofrezca más comida o ropa, que eso es lo que de verdad necesito. ¿Yo qué voy a andar opinando sobre la política exterior o la corrupción en las altas esferas de poder? 
Esta es la vida que me tocó y elegí vivir. A la larga uno se acostumbra a estirar los centavos más allá de lo que la mayoría de la gente cree que es posible. Esas personas que se la pasan comprando cosas “de marca” no saben lo que en verdad podrían conseguir con unas pocas monedas. Tan es así, que mírenme, con un violín al que nunca le faltan cuerdas y con una –a veces dos– comidas al día. Más que suficiente para sobrellevar los meses y los años. 
Claro que mi vida también tiene sus ventajas. No crean que todo es sufrimiento en el deambular de nosotros los sobrevivientes. Algunas de las bendiciones de este estilo de vida son: Tengo contactos en toda la ciudad, lo que se me ofrezca lo consigo. Al no tener un domicilio fijo, no tengo que pagar agua, ni luz, ni gas, todo lo paga el erario público. Conozco lugares que muchos de los ciudadanos comunes ni se imaginan que existan. No tengo que gastar todas mis mañanas en ir a cobrar la famosísima quincena para luego gastarla en los créditos a tres vidas sin intereses que ofrecen las grandes tiendas departamentales. Y, sobre todas las cosas, no tengo nada que perder. Nunca me preocupo de que me vayan a robar la cartera, el celular, los espejos del coche, la bolsa, el collar o el portafolio. Lo único que tengo que cuidar es mi violín, que me acompaña fielmente a donde sea que vaya. 
Como sea que sea, soy la prueba viviente de que el dinero no compra la felicidad. Aunque no me molestaría llorar dentro de un Ferrari…

 
Fernando “Viento del Norte” Sánchez.
09 de septiembre de 2013. México, D.F
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