domingo, 8 de septiembre de 2013

La reconquista

Me formo en la primera de las tres filas. De inmediato el gerente del banco me pregunta si soy cliente preferente. Sé que no lo soy pero me formé en esta hilera porque es la más corta, pero según veo, en la primera fila sólo se forman los criollos, ciudadanos de primera o clientes preferentes, casi todos pequeños y medianos empresarios, incluso algunos comerciantes que realizan depósitos en efectivo; en la segunda fila están los mestizos, ciudadanos de segunda, asalariados con una cuenta de nómina y tarjetas de crédito que pagan eternamente sin cubrir más que los intereses de cientos de accesorios inservibles y ya pasados de moda; mientras en la última están esos que simplemente se llaman usuarios, gente de tercera sin cuenta bancaria, indios que cambian cheques de trabajos a destajo y señoras que cobran las remesas enviadas desde Estados Unidos por sus hijos o maridos. Humildemente acepto que no soy un ciudadano de primera y sin cruzar más palabra con el gerente me formo en la segunda fila, la de los mestizos o clientes a secas. Considero que ahí encajo a la perfección, pues tengo una cuenta de nómina y sé que mis abuelos paternos eran zapotecos y que algún bisabuelo de mi mamá tuvo ojos azules -aunque nadie sabe de cuál país europeo provenía- así que soy indudablemente mestizo, además asalariado y con deudas, definitivamente encajo en la segunda fila, ¿qué más da que mi cuenta sea de otro banco?, pero tal parece que ese requisito sí es indispensable y al gerente no le importa que el banco Santander, donde me depositan mi salario, sea tan español como el BBVA-Bancomer. Le explico que debo hacer un simple depósito a una cuenta de su banco y que cumplo con los demás requisitos para estar en la segunda fila, incluso el color de mi piel y mi ropa es muy similar a la de la gente de segunda, pero el gerente no comprende la pertinencia de mis argumentos y me hace ver que el BBVA-Bancomer no discrimina, así que amablemente y aburrido me invita a formarme en la fila más numerosa, con la gente de tercera, y me promete que avanzará rápido. No discuto más y me formo en la tercera fila. El gerente desaparece. 

El gentío segregado equivale a veinte minutos de espera según el contador digital empotrado en la pared. La clientela comienza a generar vapor y el ambiente se pone selvático, húmedo, desesperante, insoportable para la mayoría. Con tristeza miro como los de mi verdadera clase avanzan a una velocidad aceptable, mientras yo aguardo en el olvido, segregado como un indio de sangre pura.

A una distancia de 10 personas detrás de mí, se forma una mujer encopetada y atolondrada, con el cabello teñido de güero, tacones rosas y traje sastre de color verde pastel; uñas largas pintadas de rosa y una bolsa negra de piel apócrifa con estoperoles dorados. Mira impaciente su reloj, pasan diez minutos y sin un destinatario en específico comienza a reclamar, “¿Por qué las otras filas avanzan más rápido?, señorita apúrese- le grita a una de las cajeras- oiga ya vi que de la otra fila pasan a tres personas y aquí nada más a una, qué pésimo servicio, es injusto”. Los de la tercera fila empezamos a murmurar dándole la razón a la alborotadora. Comienza el chiflerío en la tercera fila, yo también me uno y por un momento me siento orgulloso de estar de lado de los más nacos.
-¡Sí esto es injusto!- coincidimos todos y silbamos con más fuerza, mientras que los de la segunda fila nos miran con asquito y los de la primera ni nos pelan.
El gerente hostiga a los cajeros para que trabajen más rápido y se acerca a la recién ungida lideresa para preguntarle si tiene tarjeta del banco.
-Claro que tengo tarjetas, si vengo a pagarlas.
- Entonces se equivocó de fila señora, usted va en la segunda, en la que dice clientes.
- ¡Ah!, perdóneme joven.
Sin pensarlo dos veces la señora se pasa a la fila de los mestizos apagando los ánimos de la traicionada tercera hilera y en menos de 10 minutos es atendida; se está un buen rato atosigando con preguntas obvias al cajero y retrasando a las fila de mestizos e indios. Cuando por fin concluye el trámite y se dispone a salir de la sucursal, se acerca al gerente y lo felicita.
-Oiga que buena idea eso de darle preferencia a los clientes, así hasta ganas de regresar le dan a uno, que buen servicio, bla, bla, bla…
Mientras, en la tercera fila seguimos esperando. El reloj digital empotrado en la pared miente, ya llevo más de 40 minutos y parece que nunca avanzaremos.


Romeo Valentín Arellanes
Tlalnepantla, Estado de México, Octubre de 2011

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