lunes, 18 de abril de 2016

Nos traicionó la Ropa

María y yo ensayábamos por cuarta vez el amor, libres de prejuicios y con la conciencia tranquila de quien emprende una aventura más,  era nuestro afán de intentarlo y nuestras ganas de estar juntos lo que nos impulsaba, dicen que la tercera es la vencida, en este caso y por cuestiones de logística (teníamos la casa sola) tendría que ser a la cuarta. Se nos pasaron las copas, ese eufemismo tan nuestro para no decir  que nos caíamos de borrachos, pero es que sólo así se nos quitaban los miedos y la vergüenza de vernos desnudos (aunque me choca quitarme las calcetas) y comprobar que somos bellos en nuestra imperfección. Debo reconocer que a María la voy conociendo de a poco,  a cada intento conquisto una isla más de su anatomía, la primera vez los labios, la segunda las nalgas, la tercera los senos, espacios y lugares que  gracias a su infinito cariño son conquistas progresivas e irreversibles,  en esta ocasión combinaba besos con caricias intercaladas a los lugares mencionados  y esperaba por fin declararme el vencedor de la lucha y dejar mi marca y bandera como legítimo vencedor de la batalla.  Ascendimos desde las múltiples capas de embotamiento, ensayando nuevos besos y nuevas caricias a nuestras muy definidas dimensiones, uno debe recurrir a la creatividad cuando el cuerpo es una zona perfectamente delimitada, un terreno minado donde un paso en falso puede significar la muerte de la magia y el deseo. María parecía dispuesta, por primera vez me dejó llevar su mano a mi pecho y a la parte baja del ombligo, respiraba fuerte y los labios rojos me decían que nuestras libidos se encontraban en perfecta comunión, cuando me disponía a dar la estocada final y aventurar el lance heroico que culminaría con nuestro deseo  ella soltó la bomba.
-Hazme el amor. Estoy peda.
-Yo también ¿estas segura?
-Sí, no me voy a arrepentir y no lo voy a olvidar
- Yo tampoco.
-Apúrale, no quiero que me piquen los zancudos la espalda.
-Voy, es que no sé dónde está el broche de tu brassiere
-Mmmmju, te ayudo. Me dijo mientras se quitaba la blusa rápidamente y me apuraba a lo mismo.
-Quítate la camisa.
-Voy, es que no veo ¿prendemos la luz?
-No, no quiero que me veas, estoy gorda.

Cabe mencionar que nuestro diálogo se dio entre varios intentos de hacernos entender, la borrachera nos impedía articular las palabras de manera adecuada, esta versión es lo que pude sacar en limpio noches después, con la mente clara y las ideas frescas. Ella me recriminó.
-Cómo serás pendejo, ni un brassiere sabes quitar.
-No es eso, es que este está raro.
-¿Te quito el pantalón?
-Sí, no veo nada.
-No puedo, traes cinturón, ahh olvídalo.
-Espérate.
-No, se chingó.

No pudimos, no supimos quitarnos la ropa ni los miedos, si, toque partes de su cuerpo que no había tocado antes y descubrí que quizás estaba perdidamente enamorado de María, pero el objetivo principal se había esfumado. Nos miramos tiernamente a los ojos (como para decirnos un no te preocupes, habrá más chances) y nos abrazamos para dormir juntos, no nos quedaba otra. Mientras yo reflexionaba sobre mi estupidez y falta de pericia, María comenzó a resoplar pausada y plácidamente, dormía el sueño de los inocentes. Y fue ahí, justo en ese momento lleno de cavilaciones y dudas donde tuve la epifanía que me hizo falta minutos antes, la gran revelación que hubiera llevado a buen puerto la nave y que me tendría para ese momento roncando en los estertores del deber cumplido: el brassiere se desabrochaba por adelante.

Raziel Jacobo Correa Alvarado 
Un martes de abril en CDMX 2016

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