sábado, 1 de octubre de 2011

Brindis del bohemio en doble A

Cuando escucho esas estúpidas expresiones de ánimo estilo Mariano Osorio me dan ganas de vomitar, de mandar todo mi esfuerzo al carajo y entrar a una sucursal de La Divina, La Europea  o incluso al primer Walt-Mart que se atraviese, para gastar mi quincena en buenos tequilas, güisquis  y vinos, así recuperaría mi verdadera identidad  y acabaría de una buena vez con todo esto; me encantaría cagarme en el puto optimismo de esos discursitos extraídos de quien sabe qué manual de superación personal, que por obvias razones sólo apantallan a la gente pendeja y fracasada.
“¡Bien papá! Estoy orgulloso de ti por haber demostrado una gran fuerza de voluntad”, ¿desde cuándo este babotas se cree un motivador profesional y se expresa con esta arrogancia, como si tuviera autoridad moral para algo? Mejor debería estar orgulloso de que, sin importar mi natural estado de ebriedad, lo mantuve hasta los 27 años, hasta que terminó su maestría, doctorado y quien sabe cuantas madres más que hasta parecían puros pretextos para no trabajar. Yo no lo juzgué, soltaba el dinero sin mediar cuestionamientos o reproches de algún tipo. En mi papel de padre siempre fui alivianado.
“No sabes cuanta alegría me da por ti, de que al final hayas entrado en razón y comprendas que la vida nos ofrece un sinfín de oportunidades de gran belleza. Ya verás que todo por la grandeza de Dios saldrá muy bien… hasta te estoy viendo más guapo”, ¿desde cuándo ésta se volvió la madre Teresa? no vaya a salir con que ahora quiere regresar o peor aún qué tal que quiere presentarme a su “nuevo amigo” Jesucristo, que trae tan de moda, yo zafo. Así pasa con las mujeres: les atraen los hombres indomables como yo, primero fingen comprendernos, tratan de llevarnos el paso, de tomar al parejo, pero cuando descubren que uno es de carrera más larga les da por querer estabilizarse y estabilizarnos, y cuando descubren que no pueden cambiarnos, patalean, se encabronan, gritan hasta vaciar sus pulmones, hasta que uno termina por irse harto de tanta incomprensión, y ellas a su vez buscan comprensión en el primer pendejo con características totalmente opuestas a las de uno que se atraviesa. Ahora luego de tantísimos años ella se cuelga las medallas, cree que sus esfuerzos, sus rezos y sus sermones dieron frutos y que de alguna forma influyó en mi “cambio”. Ingenua, porque ni yo he cambiado ni esta efímera abstinencia tiene que ver con ella. Porque debo aclarar algo: no he dejado el alcohol ni pienso dejarlo nunca, digamos que estoy en un receso para recuperar fuerzas y seguirle después. Pese a lo que diga Mariano Osorio definitivamente uno no debe ni puede cambiar. Ni si quiera las advertencias del médico pueden orillar eficazmente a un hombre de mi edad a cambiar, porque al final de cuentas el doctor no te dice nada nuevo, son cosas obvias hasta cierto punto: qué el alcohol hace daño, sí eso lo sé; que uno ya no es un jovencito, eso también lo sé y lo padezco a diario, las agruras son más incandescentes cada día, y cada día me cuesta más trabajo mear y cagar, (de coger mejor hablamos luego). Uno envejece y el tiempo te pasa la factura, porque hasta las frutas y las verduras, que según mi médico son lo más sano que hay,  se empiezan a pudrir después de cierto tiempo. Que quede claro: es el tiempo y no el alcohol el principal culpable de mi actual condición tan precaria, independientemente de la explicación técnica y los nombres que el doctor le quiera poner. Por eso digo que las indicaciones médicas son como los sermones de la iglesia, uno los toma en cuenta si le da la gana, si no pues los desechas como un klinex o como si fueran uno de tantos consejos frívolos que se escuchan en la televisión. Lo que yo no pude pasar por alto fue el consejo de la muerte. La muerte nunca antes me había hablado desde tan cerca, al punto de sentir su tacto y su gélida respiración mezclándose con mi aliento; su vaho como un licor de azoe entró en mi organismo para congelar mi pulso unos momentos y eso se siente de la chingada. Mi razón para tomar siempre ha sido que me gusta disfrutar la vida, así que es natural que no quiera morir, mejor dicho, no quiero morir en este momento. No me importaría morir ahogado en alcohol en unos años, cuando sea un anciano. De hecho me gusta la idea de pasar los últimos años de mi vida, mi “tercera edad”,  perdido en el agua. Pero para eso primeo debo efectivamente ser viejo. Ahora es momento de beberme un receso… perdón, quise decir: de tomarme un receso y recobrar las fuerzas necesarias para aguantar la borrachera definitiva, la auténtica del estribo.

Romeo Valentín A, octubre de 2011
Tlalnepantla, Estado de México

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