No fue casualidad que encontrara las tarjetas que mi tío Raúl nos regala año con año. A sus 73 años tiene la paciencia de ir a buscar un libro para cada uno de los hijos de sus dos hermanas más pequeñas. Entre ellos, yo. Cada vez que viene de visita a la casa (lo cual ya no es tan seguido) nos entrega el regalo envuelto en papel celofán azul, su color preferido. Dentro de los libros coloca tarjetas que él mismo escribe; desde los 10 años las colecciono, esos trocitos de papel con pequeños fragmentos de su vida me hicieron comprender que el chiste de la vida está en encontrar o aprender lo más rápido posible lo que nos gusta y disfrutarlo, y si se puede, vivir de ello.
“Corran por su vida” eso decía la tarjeta que encontré entre las páginas de un libro que cayó sobre mi cabeza mientras buscaba el pequeño botiquín. Hace ya varias semanas me había empeñado en correr con las agujetas desatadas. Desde chiquillo me decía que eso era de ñoños, traer los tenis limpios y las agujetas bien atadas; pensaba que era aburrido. Uno debía arriesgarse, ser desenfadado, total, no pasaría nada. Esa noche corrí lo más rápido que pude. En realidad lo había echo así desde hace dos meses. Cuando subía los senderos y esquivaba las piedrecillas del camino un solo pensamiento sonaba en mi cabeza con tremendo eco “Dile que estás aburrido, que nomás eso no es lo tuyo”. Esa noche sentí la ansiedad más abrumadora que haya experimentado mi cuerpo; la aceleración de mis pensamientos plagados de miedo no me permitieron darme cuenta de la travesura que cometerían las caprichosas agujetas. Pasaba una mota de algodón con bastante alcohol sobre mi rodilla cuando sonó el teléfono. “Un carro lo arrolló. Quién sabe si la libre”, mamá no paraba de llorar, su hermano había caído, lo habían derribado.
“Corran por su vida” eso decía la tarjeta que encontré entre las páginas de un libro que cayó sobre mi cabeza mientras buscaba el pequeño botiquín. Hace ya varias semanas me había empeñado en correr con las agujetas desatadas. Desde chiquillo me decía que eso era de ñoños, traer los tenis limpios y las agujetas bien atadas; pensaba que era aburrido. Uno debía arriesgarse, ser desenfadado, total, no pasaría nada. Esa noche corrí lo más rápido que pude. En realidad lo había echo así desde hace dos meses. Cuando subía los senderos y esquivaba las piedrecillas del camino un solo pensamiento sonaba en mi cabeza con tremendo eco “Dile que estás aburrido, que nomás eso no es lo tuyo”. Esa noche sentí la ansiedad más abrumadora que haya experimentado mi cuerpo; la aceleración de mis pensamientos plagados de miedo no me permitieron darme cuenta de la travesura que cometerían las caprichosas agujetas. Pasaba una mota de algodón con bastante alcohol sobre mi rodilla cuando sonó el teléfono. “Un carro lo arrolló. Quién sabe si la libre”, mamá no paraba de llorar, su hermano había caído, lo habían derribado.
Cuando llegamos al hospital sólo estaba Raquel, su esposa. Jamás le dije tía, siempre la creí malhumorada y nunca fue amable conmigo. Tampoco en la vida comprendí por qué mi viejo Raúl siguió a su lado tantos años. El bailarín (así le decían en la colonia donde creció junto a mi madre, sus demás hermanos y mis abuelos) pasó esa noche sin dar señales de mejoría. Al día siguiente regresé por la mañana al hospital; llevaba conmigo todas las tarjetas que me había regalado y un gran manojo de claveles rojos. Llegué muy temprano y rogué a las enfermeras me permitieran pasar a verlo un rato. Pensé que la chaparrita con cara de “la mole” me mandaría por un tubo, no fue así. Me sonrió y yo dejé en su cubículo un clavel en señal de agradecimiento.
Ahí estaba, nuestro bailarín. Comenzaba a amanecer y la luz rebotaba sobre su cuerpo. A pesar de tremendas heridas se veía fuerte. Mientras lo observaba recordaba los salones de baile donde me había llevado de chamaco. Una de sus más grandes pasiones había sido el baile, se meneaba con tremendo sabor y cadencia. Le daba duro al mambo, al danzón y sobre todo al chachachá. Las mujeres hacían fila para menear su cuerpo al compás del suyo. Decía que cuando bailaba, sentía que volaba y que bailaría hasta morir. Yo sólo deseaba con todo mi corazón que abriera sus ojos y así poder ver sus perlitas verdes.
Me senté a su lado y comencé a leerle cada una de las tarjetas. Me acerqué, y puse especial empeño en susurrarle al oído mis preferidas.
-“Un hombre que se mantiene erguido y lucha por lo que cree, siempre será un ganador”.
-“Estoy convencido de que correr prolonga la vida. Nadie vuelve a ser el mismo”.
-“Los libros son el alimento del alma”.
-“Si no sabes, pregunta, más vale ser un rato pendejo y no toda la vida. Pregúntame valedor”.
-“Dices que no tienes tiempo. Que nunca has sido deportista. Que correr es aburrido. Que algún día lo harás. Créeme, pronto encontrarás tiempo para las enfermedades”.
-“Los corredores son mejores amantes”.
-“Correr es llegarse a conocer a uno mismo hasta el máximo grado”.
-“Soy tan joven o tan viejo como yo quiero ser”.
-“Mi vino, lo prefiero en la uva”.
Mientras pronunciaba las últimas palabras pensé, “Este condenado todavía me debe la historia de cuando conoció a Macedonia. Su pareja de baile por muchos años. Su cómplice, su amante, su bailarina favorita”. Guardé las tarjetas en mi aburrido portafolio. Me incliné cerca de sus pocos hilos blancos todavía aferrados a su loca cabecita y le dije “Aguántese como los machos, aún nos falta echarnos ese chachachá con nuestros zapatos bien pulidos. Y esa carrerita bajo las faldas del Don Goyo que tanto te gusta… Hoy voy a renunciar al bufete de mi padre; no me hace nada feliz ser abogado”. Acaricié las arrugas de su frente y salí.
Un par de horas después mamá me llamó al celular para darme una buena noticia. Raúl, había despertado. Me apresuré para decirle a Roberto, mi padre, acerca de mi decisión. Cuando me retiré de la firma de abogados también renuncié al apellido de aquel que se hacía llamar mi padre. Roberto pensaba que ser un proveedor significaba ser un buen padre.
Cuando llegué al pasillo donde se encontraba la habitación de mi viejo Raúl un silencio pavoroso inundaba el ambiente. Mamá salió del cuarto con una pequeña tarjeta percudida entre sus dedos. Me apretó el hombro y dijo que mi tío había escrito algo para mí.
“Sigue corriendo para escuchar el roce de las hojas bajo tus pies; deja que la lluvia se cuele entre tus largas pestañas; siente como tu cuerpo acoge los amaneceres. Sigue, donde, de pronto, todo será tan fácil como para un pájaro volar. Corre, es tu recompensa, corre, ahí encontrarás tus respuestas”. Te quiero Antonio. Después de 15 años de la muerte de nuestro bailarín sigo creyendo que esa última tarjeta, con esa aparente diminuta fracción de pensamiento, es de las más luminosas. Tal lucidez sólo pudo dársela la experiencia; estar conciente de que el trabajo más duro es perder el tiempo, le permitió darse cuenta de los beneficios, él comenzó a ganar años, a ganar vida. Perdió sus límites. Él sigue conmigo, me acompaña todas los días mientras corro al amanecer.
Me senté a su lado y comencé a leerle cada una de las tarjetas. Me acerqué, y puse especial empeño en susurrarle al oído mis preferidas.
-“Un hombre que se mantiene erguido y lucha por lo que cree, siempre será un ganador”.
-“Estoy convencido de que correr prolonga la vida. Nadie vuelve a ser el mismo”.
-“Los libros son el alimento del alma”.
-“Si no sabes, pregunta, más vale ser un rato pendejo y no toda la vida. Pregúntame valedor”.
-“Dices que no tienes tiempo. Que nunca has sido deportista. Que correr es aburrido. Que algún día lo harás. Créeme, pronto encontrarás tiempo para las enfermedades”.
-“Los corredores son mejores amantes”.
-“Correr es llegarse a conocer a uno mismo hasta el máximo grado”.
-“Soy tan joven o tan viejo como yo quiero ser”.
-“Mi vino, lo prefiero en la uva”.
Mientras pronunciaba las últimas palabras pensé, “Este condenado todavía me debe la historia de cuando conoció a Macedonia. Su pareja de baile por muchos años. Su cómplice, su amante, su bailarina favorita”. Guardé las tarjetas en mi aburrido portafolio. Me incliné cerca de sus pocos hilos blancos todavía aferrados a su loca cabecita y le dije “Aguántese como los machos, aún nos falta echarnos ese chachachá con nuestros zapatos bien pulidos. Y esa carrerita bajo las faldas del Don Goyo que tanto te gusta… Hoy voy a renunciar al bufete de mi padre; no me hace nada feliz ser abogado”. Acaricié las arrugas de su frente y salí.
Un par de horas después mamá me llamó al celular para darme una buena noticia. Raúl, había despertado. Me apresuré para decirle a Roberto, mi padre, acerca de mi decisión. Cuando me retiré de la firma de abogados también renuncié al apellido de aquel que se hacía llamar mi padre. Roberto pensaba que ser un proveedor significaba ser un buen padre.
Cuando llegué al pasillo donde se encontraba la habitación de mi viejo Raúl un silencio pavoroso inundaba el ambiente. Mamá salió del cuarto con una pequeña tarjeta percudida entre sus dedos. Me apretó el hombro y dijo que mi tío había escrito algo para mí.
“Sigue corriendo para escuchar el roce de las hojas bajo tus pies; deja que la lluvia se cuele entre tus largas pestañas; siente como tu cuerpo acoge los amaneceres. Sigue, donde, de pronto, todo será tan fácil como para un pájaro volar. Corre, es tu recompensa, corre, ahí encontrarás tus respuestas”. Te quiero Antonio. Después de 15 años de la muerte de nuestro bailarín sigo creyendo que esa última tarjeta, con esa aparente diminuta fracción de pensamiento, es de las más luminosas. Tal lucidez sólo pudo dársela la experiencia; estar conciente de que el trabajo más duro es perder el tiempo, le permitió darse cuenta de los beneficios, él comenzó a ganar años, a ganar vida. Perdió sus límites. Él sigue conmigo, me acompaña todas los días mientras corro al amanecer.
Eve Alcalá González
México, D.F. Abril 2012.
http://palabrakamikaze.blogspot.mx/
No hay comentarios:
Publicar un comentario