Una vez instalado en el nuevo departamento, salí a inspeccionar mi nuevo vecindario para localizar los comercios de víveres y servicios que me serían más útiles de ahí en adelante. Como ya pasaban de las siete de la noche muchos negocios estaban cerrados pero pude constatar que todos los locales están relativamente cerca. La tienda de abarrotes está en la contra acera del edificio donde vivo; caminando dos cuadras al norte encontré una verdulería que abre hasta tarde y junto está la tortillería; en la misma calle encontré una lavandería y una ferretería. Ya casi era hora de cenar, así que me avoque a la búsqueda de un expendio de pan, y encontré dos en la misma avenida.
La naturaleza disímil y hasta contradictoria entre ambas panaderías se acentuaba porque estaban una frente a otra. La primera era una sucursal de El Horno, esa franquicia de panaderías que inunda la ciudad; contaba con estacionamiento, letreros luminosos y estaba atascada de clientes. La otra era la “Fábrica de pan: Lupita”, un local, pequeño, rascuache un poco sucio y con los anaqueles amontonados. Su clientela era escasa pero estaba integrada por casi puros ancianos, lo que me dio confianza y decidí entrar a la pequeña panadería en vez de a la enorme franquicia ya que, por todos sabido que la presencia de viejitos en un comercio es garantía de calidad.
La malhumorada y grosera señora Lupita dirigía el negocio personalmente desde una silla colocada estratégicamente en una esquina. Nunca se levantaba de ahí. La obesa mujer sólo movía las manos para dar órdenes y para limpiarse de vez en cuando el sudor provocado por el calor de los hornos en tan estrecho lugar. Gritaba con altanería tanto a su empleada encargada de cobrar, como a los vetustos compradores.
Estuve a punto de abandonar el lugar cuando escuché la forma altanera en que le gritó a un viejo –después supe que se llama don Apolinar- que preguntó el precio de las conchas.
-¿Qué ya no ve? Ahí dice.
- ¿Dos pesos?
- Eso dice.
- ¿Y los cuernitos?
- Cuestan cinco
- Pero ahí dice dos.
- Ya ve, ¿si ya sabe entonces pa qué pregunta? – Y murmuró – viejo sonso de veras, mientras se abanicaba con un trozo de cartón.
Tomé de prisa cuatro panes para la semana: un polvorón, un beso, una concha y cuernito, y me formé en una reducida pero eterna fila encabezada por una ancianita medio sorda, lenta y distraída de nombre Anita que escarbaba en cámara lenta su bolso en busca de moneditas para pagar una concha y cuernito. Llevaba escarbando varios minutos que parecieron horas.
Doña Lupe se paró exasperada y arrebató el bolso a doña Anita.
-A ver, traiga acá –dijo al tiempo que sacó las monedas necesarias y devolvió el monedero a la señora atónita.
- Cómo son lentos estos ruquitos, de veras – volvió a murmurar la dependienta.
- ¡Oiga! no sea tan grosera – increpé a doña Lupe, pero no me respondió siquiera y regresó a su trono. Me dirigió una mirada de fría indiferencia sin decirme una palabra.
Guardé silencio y avancé en la fila.
- ¿No trae cambio?- me preguntó la muchacha que atendía cuando le extendí un billete de 200 pesos.
- No – respondí.
- Híjole, es que no tengo nada de cambio.
- Pero si todos los viejitos pagan con cambio- agregué a punto de la desesperación.
- ¡Pues córrele sonsa! Ve a cambiarlo con doña Mari, que para eso estás aquí. ¡Muchacha bruta de veras!- dijo la jadeante doña Lupe
La muchacha corrió con mi billete hasta el local de doña Mari, y por espacio de 10 larguísimos minutos de incómodo silencio miré a doña Lupe abanicarse y emitir ruidos extraños con su garganta obesa, hasta que la chica regresó con mi cambio.
Salí de prisa, cargando una bolsa de estraza y haciéndome la promesa de jamás volver con la odiosa doña Lupe. En el camino de regreso compré en la tienda de abarrotes un litro de leche, azúcar y café soluble. Ya en casa preparé mi bebida y viendo la tele me dispuse a sopear el pan que había comprado. El primer mordisco al polvorón me supo a gloria y lo acabé de tres mordidas; decidí probar el beso y también fue un breve pero intenso placer en mi boca.. Aún quedaba café así que me comí también la concha y luego el cuernito. Acabé en quince minutos con el pan pensado para dos días, pero no me arrepentí, porque era por mucho el mejor pan que había probado en años.
Al día siguiente -y al otro, y hoy y mañana- pasadas las siete de la noche, volví a la panadería de doña Lupe y coincidí de nuevo con el señor Apolinar – quien volvió a preguntar el precio de los panes- y con la señora Anita, que volvió a desesperar a la nefasta doña Lupe. A mi se me olvidó llevar cambio otra vez.
Romeo Valentín Arellanes
México, DF. Julio de 2012
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