Jorge nació un día de aquellos, en un hospital de aquellos, en una ciudad de aquellas. Jorge, cómo todo niño, tuvo una infancia común y corriente, dígase de otro modo, única y llena de pequeñas y grandes cosas que de una u otra manera marcarían para siempre el transcurso de su vida. Primer y único hijo de un dúo joven, fue criado con todo el amor y todo el cuidado que sus padres podían proporcionarle, procurando hacer lo que “más le convenía” aún sin saber a ciencia cierta que significaba aquella frase, pero haciendo el mejor esfuerzo por lograrlo. Cómo todo niño, sus primeros años estuvieron marcados con grandes logros: sus primeros pasos, sus primeras palabras, el paso de biberón a vaso de plástico y de pañal a calzón de tela; su entrada al “kínder”, sus primeros garabatos pegados en la puerta del refri, la primer manualidad para el día de las madres, el de los padres, San Valentín, Navidad, y un largo etcétera. Sin embargo, estos pequeños grandes logros no serían los que marcarían su vida ni quedarían en su memoria, si no que, cómo la mayoría de nosotros, serían relegados al cajón del olvido y nunca vueltos a ver a menos que fuesen encontrados un día de limpieza profunda a la casa, causando risas y lágrimas.
Uno de los primeros hechos que marcarían la vida de Jorge ocurrió cuando tenía 9 años. Sus papás, tras un largo periodo de ruegos y súplicas, decidieron que le comprarían un perrito con quién pasar los ratos en la casa. Jorge mostró un amor incomparable por su pequeño amigo de cola alegre y orejas caídas, y no se separaba de él más que para ir a la escuela. Dormían en la misma cama, tomando turnos para ser la almohada del otro, se bañaban juntos en el jardín para luego enlodarse y volverse a bañar en la regadera, incluso, para disgusto de su madre que no estaba ciento por ciento segura si fuese buena idea que su hijo tuviese “heces firmes y pelaje brilloso”, compartían a veces un poco de su comida. Cada fin de semana Jorge llevaba a su perro a pasear por un parque cercano, donde correteaban y se revolcaban en el pasto y donde Jorge también comenzó a hacer algunos amigos humanos mientras que su perro hacía lo propio. Mas la influencia de estos hermosos recuerdos quedarían opacados por el poder de uno no tan bello. La visión de una tarde soleada de otoño, con los árboles con los colores del fuego y el viento haciendo bellos diseños en el pasto, el perro de Jorge yendo a saludar a una ancianita sentada a lo lejos y un extraño acto por parte de ella, espolvoreándolo con algo como si estuviese salando un bistec. El perro regresando a la llamada de Jorge, con la cola vuelta loca y la lengua de fuera para que al cabo de unos minutos se comenzase a tambalear cómo si estuviese borracho, desplomándose con la respiración agitada y finalmente, al cabo de unos interminables veinte minutos repartidos entre sollozos y gritos en el coche y una consulta de emergencia al veterinario; sus ojos brillantes se volviesen vidriosos y su vida se extinguiese cómo si de una vela se tratara...
Uno de los primeros hechos que marcarían la vida de Jorge ocurrió cuando tenía 9 años. Sus papás, tras un largo periodo de ruegos y súplicas, decidieron que le comprarían un perrito con quién pasar los ratos en la casa. Jorge mostró un amor incomparable por su pequeño amigo de cola alegre y orejas caídas, y no se separaba de él más que para ir a la escuela. Dormían en la misma cama, tomando turnos para ser la almohada del otro, se bañaban juntos en el jardín para luego enlodarse y volverse a bañar en la regadera, incluso, para disgusto de su madre que no estaba ciento por ciento segura si fuese buena idea que su hijo tuviese “heces firmes y pelaje brilloso”, compartían a veces un poco de su comida. Cada fin de semana Jorge llevaba a su perro a pasear por un parque cercano, donde correteaban y se revolcaban en el pasto y donde Jorge también comenzó a hacer algunos amigos humanos mientras que su perro hacía lo propio. Mas la influencia de estos hermosos recuerdos quedarían opacados por el poder de uno no tan bello. La visión de una tarde soleada de otoño, con los árboles con los colores del fuego y el viento haciendo bellos diseños en el pasto, el perro de Jorge yendo a saludar a una ancianita sentada a lo lejos y un extraño acto por parte de ella, espolvoreándolo con algo como si estuviese salando un bistec. El perro regresando a la llamada de Jorge, con la cola vuelta loca y la lengua de fuera para que al cabo de unos minutos se comenzase a tambalear cómo si estuviese borracho, desplomándose con la respiración agitada y finalmente, al cabo de unos interminables veinte minutos repartidos entre sollozos y gritos en el coche y una consulta de emergencia al veterinario; sus ojos brillantes se volviesen vidriosos y su vida se extinguiese cómo si de una vela se tratara...
Fernando “Viento del Norte”
Sánchez.
08 de Junio de 2013.
Auckland, Nueva Zelanda.
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