jueves, 5 de junio de 2014

La mujer perfecta



Incendió mi conciencia
con sus demonios…
…Era una piedra en el agua
seca por dentro…
“Ella usó mi cabeza como un revólver”, Soda Sterio

Cuando escucho su poesía es como si la viera introducirse una enorme pistola que apenas cabe en su boca. Radiada de labial rosa: bang, se vuela los sesos. Pero sus neuronas se aferran a las letras y terminan escribiendo sus versos en cualquier lugar en donde caigan. Al leer sus manuscritos parece no tener ganas de morir, pero cada vez que la beso, su lengua y labios saben a hierro, como a cuchara oxidada. Será porque la vanidad le escurre por los poros y la deja insípida.
  La noche es calurosa y después de escuchar su voz asesinando a Neruda se vuelve infernal. Ella cree que esto es romanticismo: tirados bajo el cielo, masturbándonos el cerebro con proverbios falsos del amor y desperdiciando un condón en medio de la nada que esconde este pastizal.  Pero en fin, así no estaría completa su vulgar sexualidad.
12:00 am. Abrocho mi pantalón. La veo tirada en el piso, sobre el cubre asiento del auto, haciéndose la dormida.
–Vamos –le  extiendo la mano y la levanto–, ándale, trépate al carro.
–Disculpa ¿Trépate? –Comienza a vestirse–, ¿Ya viste mi tatuaje nuevo?
–Sí, es horrible –ni siquiera la veo.
–Huy –enciende un cigarro y se recarga en el automóvil.
–No sé por qué te aferras a contaminarte el cuerpo –le quito el cigarro de la boca y lo tiro al suelo–, fumar es un vicio inmundo.
  De regreso a la ciudad la observo. Aun no sé qué no me gusta de ella, su pelo rojo artificial, su minúsculo cuerpo o simplemente el absurdo sonido de su voz.
Una vez me topé con una mujer de verdad y no era por la etiqueta de su entrepierna, ni por su pequeña cintura que se fundía en sutiles curvas que daban lugar a sus perfectas piernas. Además, no pintaba sus cabellos y labios. Jamás entendió que era poeta. La inutilidad de la mente era su pecado. Debió de escribir.
Veo la carretera. Gracias a Dios, hoy no hay luna, la he visto por más de cuarenta años, que estoy cansado de su luz robada. Sonia saca un espejo de su bolso, se pinta la boca. Enciende el radio y comienza a cantar.
–Sonia quiero pedirte que no vuelvas a leerme a Neruda, por favor –la luz de un tráiler roban intimidad
–¿Sólo escucharas mis versos? –Me mira enojada.
–¿Sabes por qué  hay malos poetas? –Volteo a la izquierda y veo mis dientes en el vidrio, dibujando una grande la sonrisa–. Porque son malos amantes, pésimos en la cama.
–¿Soy pésima en la cama? –su tono es serio.
–Sí –no puedo quitar la sonrisa del rostro–. Creí que lo sabias.
–Entonces, ¿por qué te acuestas conmigo?
–Es simple reacción. Si tú llegas a invitar al profesor de trigonometría a una pésima lectura de poesía, inclinándote para que te vea los senos, con aires de mujer de mundo y señas de ninfomaníaca, acabas revolcada. Aunque como te dije, terminas siendo una decepción, al igual que tus poemas.
–Eres un idiota –parece querer llorar–, tú no eres nadie para decir que soy pésima en nada.
–Me acuesto contigo, soporto tus versos –esto comienza a excitarme–, pero no te aflijas así son las mujeres…
–Esto se acabó. Jamás volveré a estar contigo ni por error. Todavía que te hago el favor, cualquier chico de veinte años es mejor que tú. Comenzando por la conservación de la erección y, conmigo, se te acabó viejito.
–No mientas. Todas las mujeres son unas arrastradas. Y ya volverás, si no conmigo, será con otro. Quizás cumplas tu sueño de cambiar de carrera, estudiar filosofía y terminar acostándote con tu profesor de Teología. Y eso del favor, pues sólo me ahorraste unos pesos.
–¿Y tu mamá también es una arrastrada?
–Todas. Y como era bonita y falsa, igual que tú, ya te imaginarás.
–Basta, sólo cállate –inclina el rostro.
–Discúlpame. No es justo que diga todas –no puedo cerrar la boca–, una que no es falsa me espera en casa.
–Vives más solo que un triste perro –Sonia no me da la cara, mira por la ventana–, dirás que es tu perra la chihuahua, la que orina tu alfombra. Eso sí es gracioso.
–No. Te equivocas. Es una mujer bonita. Le gusta leer a Neruda. Cuando me diste aquella invitación para el homenaje a Neruda creí que te parecías a ella –a cada palabra me aferro al volante–. La conocí en la preparatoria, ella no pintaba su cabello. Es la única mujer que me sorprendió al hablar, elocuente, digna de manejar el lenguaje. Pero no tenía el placer por escribir. Quería estudiar matemáticas
–¿Ella está en tu casa? –-Su tono es sarcástico–, ¿Cómo se llama?
–Érica –trato de no parpadear, el abismo que forma la oscuridad en la carretera. Trae los ojos de Érica hasta mí. Es tan parecida a Sonia que al verla volvió esa sensación de hormigas en el estómago. Pero Sonia esta hueca.
–¿Y es tu mujer? No, no, no, déjame adivinar, ella te ama –mueve la cabeza en son de burla.
–Sí. No. Ella es la mujer perfecta  –me siento complacido de hablar de Érica.
–¿Y está en tu casa? No juegues. Eres un pobre imbécil que no merece haber sido parido.
–Ella está en mi casa. Nunca se irá. A veces me arrepiento. Pero cierro los ojos y recuerdo el único momento que valió la pena vivir: caminábamos por el parque y me besó, su saliva sabía a un soberbio café  sin azúcar. Quisiera ver sus ojos a diario, pero me da miedo abrir el refrigerador y encontrarme con ese olor putrefacto que junto con el moho carcome la expresión de su  hermoso rostro –puta  madre, no puedo dejar de hablar de ella–. Érica no sentía mis deseos, no amaba la literatura. No escuchó mis suplicas. Desperdiciaría su vida enseñando trigonometría en vez de seguir los pasos de Neruda y lo peor, me quería abandonar. Por eso está en el refrigerador, no permití que se siguiera desperdiciándose, tirando su belleza al mundo, su elocuencia, dándose a esta sociedad como cualquier ramera.
  Sonia no hace ningún ruido. No espero su comprensión, es tan solo una estúpida que no ha vivido ni un cuarto de siglo. Se frota los brazos con sus manos y sigue en silencio.
 Ya casi llegamos a la ciudad, la puedo ver. Me paro en la gasolinera. Ella baja del carro sin decir nada. Yo camino hasta el baño, me miro en el espejo, repito una y otra vez que todo está bien. Sonia es tan solo una pendeja más en este jodido mundo.


   Carlos sale del baño. Lo veo desde adentro del círculo K. Quiero que se marche. Él espera a un costado del auto. Me mira, se lame el labio inferior y me hace señas con la cabeza. Le digo adiós con la mano. Da tres pasos  hacia mí y yo los doy hacia atrás. El chico que atiende me ofrece café. Carlos se sube al auto y se va. Acepto el café.  El carro se pierde entre las luces de la ciudad. Sorbo del vaso, escupo, no tiene azúcar.

Tania Plata
Durango, México

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