miércoles, 4 de junio de 2014

Basta de llamarme así


Por favor no te vayas. Por favor, que el tiempo pase más lento. Por favor, contesta… Siempre va a ser así cuando tu presencia sea cercana, porque en medio de tanto desapego, es lo único cálido que encuentro. Tu abrazo en la privacidad del patio de una prisión. Tu voz en la privacidad del teléfono público. Siempre lloras al venir y lo mismo pasa cuando te vas. Detesto, en serio odio el momento en el que te marchas, porque eso implica que no podré salir contigo, tras de ti, a tu lado…

Lo pido por favor porque en esos momentos siento que tengo algo, que tengo nombre, que valgo para alguien. Porque adentro he perdido muchas cosas, pero sobre todo, a mi familia, a mis amigos. Tú eres la única persona que ha estado acá desde que escuchaste el auto de formal prisión: cinco años. Apenas va uno y no me acostumbro a ver sólo la gama de colores que va del beige al gris. Así todos los días. A comer agua con frijoles y cucarachas. A encerrarme todas las noches con esta zozobra.

Nuestra esperanza es la apelación y aprovechar los “beneficios”, como cualquier primodelincuente. Y es que aquí no vale que tenga que ir a terminar mi carrera en la universidad y que sepa “hablar”, como dicen algunas compañeras. Aquí eso es poco importante, aunque no puedo negar que me ha sacado de muchos aprietos. Sin embargo, eso no me salvo del reclamo de mi mala cuna, de mi mala cabeza. Ser de “la Zaragoza, allá donde se baila y se goza”, de Iztapalacra, pues. Lugar de donde siempre salen los parias, los pobres-nacos-delincuentes.

Nosotros servimos para la estadística del buen gobierno. De esa que no me había dado cuenta que la gente necesita escuchar para tranquilizar sus miedos. Pero no sólo eso, parecen querer una violencia, un suplicio público y tortuoso. Mientras uno teme por su vida a diario, la gente pide a gritos que nos golpeen, que desquitemos lo que costamos al erario. Piden que trabajemos como lo hacían en Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A decir verdad, no sé qué sea eso, pero el cómo lo dicen suena cada vez menos amigable.

Te juro que no me parecería extraño que afuera pidieran que en vez de mantenernos con vida nos utilizaran para hacer lámparas y jabones de tocador. Lo podría jurar, porque no es que no haya pasado ya. Y por jurar cosas como esa es que estoy adentro. Por querer decir, por apostar por no callar. Mi padre lo reduce a una razón: “mi mala cabeza”, porque para qué es que estoy en la universidad si no es para aprender… Esa idea divaga en mi cabeza, ¿qué no también se suponía que implicaba eso?

Cada que lo pienso, en medio de muchos otros murmullos, siento que lo voy entendiendo. Pero otras veces entiendo menos y no sé qué pensar. A veces pienso que soy afortunada, que no estoy acá por ser “mula”. Pienso que soy el caso atípico en medio de la violencia porque no tengo hijos, novios, esposos, padres u otros familiares repartidos en los reclusorios de la periferia. Y a veces me río de esa idea, de la fortuna de la no violencia, como si en esa categoría no entrara el callar una postura política.

Quedarse adentro. No salir afuera. Perdona la redundancia porque el adentro y el afuera es una distinción determinante, arbitraria. Hay instantes donde no hay palabras para expresar lo aplastante que es para un humano. Ahí dentro a veces existe ese ser que llamas “dios”. Pero justo eso pasa: en ocasiones existe, en otras no. Tras la materialidad de la institución, de ver muros, alambres de púas, torres de vigilancia, la idea de la cultura de la legalidad me hace reír para no llorar. A veces lloro, también, porque en serio no se puede con esto todos los días y a cada ratito.

Mi celda, y por favor no te hagas a la idea de que ya le tomé cariño, es una de las pocas que tiene vista a la calle. Suena a que es la mejor habitación del lugar, pero a veces es la peor. Porque desde ahí se ve cómo la vida pasa lejos del cautiverio y yo no estoy ahí. La gente va y viene, pocas veces vuelve la vista hacia este lugar. Tiene como un aura de maldad, la presencia del establecimiento les recuerda sutilmente lo que no se debe hacer. 

Se olvidan de que dentro hay personas. Que el lugar no es malo, que tampoco lo somos nosotras y que ellos no son buenos por no estar acá. Y me pongo a pensar que esa distinción incisiva no radica en la cantidad de metros que separa el aquí del allá. Porque yo no soy la misma, porque ya no soy lo que era, aunque no supiera definirlo, ni voy a ser la que visualizaba. Que mis parámetros de fortaleza, valentía y mi orgullo a veces pierden su dimensión por no recibir una madriza; que me despojaron de mi sentido de pertenencia, ese que ahora está adentro, con quienes puedo compartir y protegerme. 

Margarita y Patricia son dos personas que han hecho de esta experiencia algo más llevadero o menos peor. Margarita es una mujer de 23 años, tiene tres hijos y está recluida por delitos contra la salud. Su esposo está en el Reno, el reclusorio norte. La detuvieron ahí mismo, porque le exigió que le ayudara a meter droga al penal, que nadie se iba a dar cuenta, que era de lo más común. Y sí, es común, pero a ella sí la mandaron a Santa Martha… Fue todo un escándalo mediático que colocó a algunos figurines en puestos administrativos.

Patricia está por fardo, robo simple. Ella llegó después que yo y también saldrá antes de que yo. Ocho meses, siete días; ya lleva cuatro meses. Soltera, joven. Se salió de su casa después de tener problemas con su familia por ser consumidora de coca en pasta. Robaba para comprarla y para pagar una habitación de hotel. A ninguna de ellas las vienen a ver. Para la familia de Patricia, ella está muerta, eso le dijo su padre cuando pudo contactarlo. La mamá de Margarita le dice que se dé por bien servida porque cuida a sus hijos.

Por eso te digo que a veces me siento afortunada porque tú estás, porque no te has ido, porque resistes. Porque aguantas la extorsión por verme. Porque veo en tus ojos la angustia de pensarme adentro. Porque te enojas, gritas y también lloras pero no te dejas vencer aunque el sistema penal, la impartición o procuración de justicia o como se llame te inste a abandonarme una vez y otra más. Para ti sigo viva, para ti conservo mi valor, mi identidad, mi nombre aunque te entristezca verme en los huesos, en harapos, enferma por el frío o el calor, la comida, la inseguridad…

Es julio y yo preferiría que fuera marzo. Es que cuando llueve todo se humedece, todas nos ponemos melancólicas. Ruego: ¡por favor, que no llueva! Y llueve, todo se moja, hay que correr a lo poco que queda seco. En julio me detuvieron. Me acuerdo de las burlas de los policías en el careo, de cómo se perdieron las pruebas de mi culpabilidad, de cómo no funcionaron las cámaras que hay por toda la ciudad. Rememoro todo eso, me da coraje. Recuerdo, veo tu cara de susto. Canto para olvidar eso, entonces te extraño en esas tardes grises como diría la canción de Varela.

Hay días, hay momentos en los que ya no la veo llegar. Margarita y Patricia hacen todo por animarme. A veces lo logran, a veces no. Tener amigas es un lujo aquí dentro. “Ni con la ausencia, ni con la pena pueden con este corazón”, leo y vuelvo a leer la letra de esa canción para recuperar el sentido que se me ha perdido. Acostumbrarse a la pérdida, a lo indigno, al maltrato por ser una desviada para la sociedad, por la no-normalidad, por faltarle al respeto al soberano. Cuando no rehuyo a mi conciencia, sólo logro concluir que hay un goce perverso por el suplicio. 

Las desviadas, los casos atípicos de normalidad tenemos oportunidad de educarnos, de instruirnos, de buscar nuestra redención. Ya sea en la religión que no deja de culpabilizarnos, en la escolarización para quitar años en la condena o en la paz que inspira el tejido, los talleres de belleza o de corte y confección. Me enojo, como siempre, seguro que eso nos va a hacer mejores micro empresarias que Pepe y Toño. Margarita me da una palmada en el hombro, me dice que no sea ingenua, que eso es una mentira llena de corrupción para rellenar programas sociales. No me queda más que reírme de lo tontas e inútiles que nos creen…

Hago lo que puedo. Intento no sentirme una carga para ti, para no sentir que en serio soy una carga para el erario. Intento experimentar cosas buenas para no sentirme vigilada y controlada todo el tiempo. Hay días que eso se escapa de mí, como cuando veo que Patricia se hace cortes en los brazos. En mi cabeza no deja de repetirse un solo reclamo: ¡tengan, ahí está su readaptación! En momentos que me confrontan como ese, me decido a escribir en lo que puedo, a decir lo que pienso y no es que me las quiera dar de Dostoievski, pero si no hago implosión.

Quiero que sepas que en este aquí/ahora me siento fuerte. Que creo en hacer otro futuro que haces tangible con tu voz, con tu abrazo. Que no me importa mi queísmo sino decírtelo. Que quiero ver colores, degustar sabores. Tener y poder ser. Sé que me vas a dar la bienvenida, al estilo Benedetti, que me piensas y enumeras, que vas a quererme aunque no tenga respuestas. Sé que vas a dar la cara cuando me nombren ex convicta aquí y allá. “Basta de llamarme así”, yo misma lo haré, pese a la exclusión, pese al miedo...




Laura Rocío Arellano Martínez
Distrito Federal; mayo, 2014


1 comentario:

  1. Es muy melancólico este relato me transmitió los sentimientos que tiene la reclusa.

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