viernes, 6 de noviembre de 2015

Noche para sanar




De todo lo que siempre quise conservar

sólo quedan trozos que he pateado al andar

y no lo sabes porque tus pies nunca tocan el suelo.

“El desastre”, Mauricio Riveros

 

La luna no necesita más que un charco a media banqueta donde reflejarse, me persigue, igual se cubre el descaro tras una nube negra. Un paso esparce el espejo y me lo llevo escurriendo por la bota. Aunque la noche no llegue a su fin, por lo menos no hay doble luna.

Deja de llover. Basta con quince minutos, tres cuadras y dos lámparas fundidas para llegar a casa. Las once de la noche, mala hora para andar por la calle. Treinta años, muchos para seguir sola. Y un departamento lleno de fotos vacías. Quizá antes de llegar, en la segunda lámpara sin luz, aparezcas como hace un par de años, tomes mi mano y digas que piensas en mí, que recuerdas mi voz llamándote y que cada mañana respiras muy hondo tratando de sacar mi aroma de las sábanas. Otra vez estoy llorando por ti.

Doy vuelta en la esquina, no quiero que alguien me vea, camino más rápido. Todos dicen que en esta calle se encuentra la muerte. El barrio es peligroso pero de vez en cuando paso por aquí; en noches como ésta que el frío de mi cama arde tanto que es preferible caminar tres cuadras, hasta la tienda, por un café soluble y la esperanza de que vuelvas a tu antigua casa.

En aquel tiempo la lámpara tenía luz y en una noche de marzo abriste la puerta, me preguntaste la hora y si podía salir a bailar salsa en ese mismo instante. No recuerdo una forma mejor de iniciar un romance. Quién se iba a negar con esa nariz griega perfilando al hombre perfecto. Después de cinco años de estrellas en mi mano, de encontrar más que el mejor sexo que he conocido y salvar mi aliento en tu aroma, te fuiste sin explicación, sólo dijiste: se acabó. No te pregunté nada, no era necesario, al momento que te despedías lo entendí.

Camino por el primer foco fundido, casi no se ve nada. Imagino que desde un cuarto piso esta parte se ve como el hueco del diente perdido de una calavera.

 Al salir de la oscuridad, comienza a llover. Falta media cuadra para pasar por tu antigua casa. Un viejo sale a dejar bolsas de basura, se me queda viendo, su cuerpo hace una curva perfecta de la cabeza a la cadera —Debes de estar loca niña, esta zona es peligrosa. Lo ignoro, pero camino más rápido. Por lo visto cambió mucho el barrio desde aquellos días en los que bailábamos salsa.

Veo la oscuridad que rige la puerta de tu casa. Suspiro, y por primera vez en la noche, el fresco y el olor a tierra mojada me hacen bien, es un descanso. Piso otro charco, sin luna, éste se concentra en contener la mugre de la ciudad. La lluvia arrecia, se convierte en una sutil cortina fría, penetra hasta mojar mi ropa interior. Esta parte del camino es escabrosa, hay un callejón a un lado de la casa. El miedo me abriga.

En la oscuridad se dibuja una silueta en la puerta de tu casa; de pronto, del callejón sale un estruendoso ruido, como latas y vidrios estrellándose en el suelo. El aliento me abandona por un minuto. Mi cuerpo tirita, no puedo caminar, cierro los ojos, esta vez no lloro por ti, tengo miedo, voy a morir.

Pasa un instante que parece eterno, un automóvil, a toda velocidad, me moja el rostro con agua encharcada. Abro los ojos, la silueta desaparece de la puerta. Volteo al callejón, muy apenas se ven unos ojos azules desde el piso, es un gato pequeño, negro con guantes blancos. Sonrió, es el alivio más delicioso que he tenido después de una tortura. Michito, michito. Tomo al gatito. No hay una forma mejor de encontrar un compañero.  
 
 
 
 
Tania Plata
Durango.

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