Al sentir la respiración de la cándida paloma quieta entre sus manos, Fernando se llenó de orgullo y alegría. Era la primera vez en 10 años de vida que su ego se alimentaba con esa satisfacción que surge cuando se cumple con una misión por iniciativa y méritos propios. Hacía casi una semana que Fernando intentaba ganarse la confianza del arisco animal que ahora reposaba despreocupado entre las pequeñas manos humanas, plácido, mirándolo fijamente a los ojos con un halo de confianza y sumisión que Fernando sólo había detectado anteriormente en la mirada de los perros.
En una de sus cotidianas fugas a la azotea del edificio, Fernando se había interesado en la pandilla de palomas, al intentar tocarlas escaparon por los aires. Fue entonces que se le ocurrió la idea.
En otras ocasiones había llevado a cabo experimentos similares, pero sin duda lo que se le ocurrió al contemplar el vuelo de las palomas representaba un reto mayor por ser más complejo.
El niño acostumbraba refugiarse en la azotea, pasaba ahí tardes enteras, a veces mirando durante horas el precipicio de 10 pisos que se abría entre sus ojos y el suelo, a veces tramando planes ociosos, a veces escondido detrás de los tinacos hasta que una mano violenta lo devolvía al departamento lleno de monstruos, demonios, fantasmas y un aire azufrado que cada vez era más difícil de respirar.
Para iniciar su plan robó un pan duro y lo pulverizó. Subió a la azotea, se recostó boca arriba a la vista de las palomas y se regó las moronas de pan sobre el pecho con la infantil intención de capturar a la primera que se posara sobre él. Esperó y esperó, quieto, conteniendo la respiración, observando la lenta trayectoria del sol menguante, pero las palomas desconfiaban de su camuflaje y de sus intenciones; algunas más atrevidas bajaban y caminaban cerca de él pero escapaban al menor movimiento sospechoso. Entonces Fernando cayó en cuenta de que la naturaleza maliciosa y engañosa de su plan era evidente hasta para las palomas, que si bien no son tan cándidas y fáciles de agarrar como los perros y algunos gatos, sí están bastante acostumbradas a los humanos. Se sintió avergonzado de su método fantasioso y se reprochó con dureza su actuación infantil. No comprendía que la tendencia hacia la fantasía es natural en los niños -por muy cercanos a la adolescencia que estén- pero es que Fernando había dejado de considerarse como tal desde muy pequeño.
A veces la técnica más sencilla y obvia es también la más eficaz, por eso cuando Fernando regó las moronas en el suelo alrededor suyo y se sentó tranquilo a esperar, las palomas -casi de inmediato- bajaron a comer de la forma más natural, sin juzgar al dador de alimento. Creyó conveniente esperar más antes de seleccionar e intentar capturar al ejemplar idóneo para el experimento, así que repitió la operación los subsecuentes días tratando de ganarse la absoluta confianza de las aves. En Términos generales su plan iba avanzando y arrojando resultados visibles. Más rápido de lo que pensó las palomas estaban comiendo de la palma de su mano, excepto una de color blanco con manchas cafés que contrastaba con las otras por su apariencia esmirriada y por sus hábitos alimenticios –el curioso animal, luego de comer algunos trozos de pan en el piso, buscaba pedazos de piedra un poco más grandes que el polvo y se los tragaba-. Fernando supo que ella era el individuo ideal para su experimento y trató de doblegar su actitud arisca ofreciéndole migajas de pan dulce y trocitos de papas Sabritas, que a pesar de resultar agradables para el paladar de la paloma, no la impulsaban a comer de la mano humana, aunque cada vez era menos desconfiada.
Tal como muchos descubrimientos científicos a lo largo de la historia de la humanidad, la captura de la paloma se dio más por azar que por la efectividad del método, pero ello no le restó mérito al esfuerzo puesto por el pequeño científico.
Fernando había llorado mucho esa tarde, estaba furioso y su frustración y dolor eran tan grandes que se quedó sin fuerza y se durmió profundamente detrás del tinaco que siempre le servía de escondite durante “esos momentos”. Entre su sueño amargo sintió un leve roce en sus manos que lo despertó y al abrir los ojos, la paloma arisca hurgaba sola entre sus dedos en busca de comida. Sus miradas se encontraron frente a frente por unos segundos que parecieron minutos, hasta que el ave en vez de volar asustada siguió hurgando con confianza. Fernando aprovechó la oportunidad para acariciar al ave y está se dejó. Entonces simplemente estiró las manos y tomó a la paloma que lo miraba piadosa sin oponer la mínima resistencia…
Fernando sujetó con firmeza los extremos de ambas alas de la paloma y las estiró como los brazos de Cristo en la cruz de un movimiento rápido y macizo; repitió el movimiento varias veces, cada una con más fuerza hasta que escuchó un tronido, mientras, la paloma se convulsionaba tratando de zafarse. La puso en el suelo para cerciorase de que no pudiera volar, el ave trató de escapar pero el daño fue efectivo y la desafortunada no pudo siquiera caminar, mucho menos mover las alas. Fernando la capturó de nuevo y la lanzó con todas sus fuerzas hacia el precipicio, de la misma forma en que se lanza un balón de futbol americano. El niño miraba con fascinación los intentos de la paloma errática para detener su caída libre de10 pisos con las alas dislocadas, y se preguntaba si el animal volador sentiría la misma sensación de vértigo y adrenalina que sentía él; el mismo vértigo que sintió el cachorro maltés que uno de los vecinos acostumbraba dejar amarrado en la azotea cuando se ausentaba de casa; el mismo vértigo que sintió aquel gato -al que primero sujetó de la cola e hizo girar como boleadora para azotarlo contra las paredes antes de arrojarlo desde la azotea y refutar de un sólo golpe las estúpidas creencias infundadas de que los gatos tienen 7 vidas y que siempre caen de pie-. La primera vez que se fijó en las palomas de la azotea, Fernando también se había preguntado si un animal volador sería más resistente que uno terrestre ante una eventual caída libre. Él creía que no, y para demostrarlo el primer paso lógico era conseguir al animal correcto y después inhabilitar sus alas.
En una de sus cotidianas fugas a la azotea del edificio, Fernando se había interesado en la pandilla de palomas, al intentar tocarlas escaparon por los aires. Fue entonces que se le ocurrió la idea.
En otras ocasiones había llevado a cabo experimentos similares, pero sin duda lo que se le ocurrió al contemplar el vuelo de las palomas representaba un reto mayor por ser más complejo.
El niño acostumbraba refugiarse en la azotea, pasaba ahí tardes enteras, a veces mirando durante horas el precipicio de 10 pisos que se abría entre sus ojos y el suelo, a veces tramando planes ociosos, a veces escondido detrás de los tinacos hasta que una mano violenta lo devolvía al departamento lleno de monstruos, demonios, fantasmas y un aire azufrado que cada vez era más difícil de respirar.
Para iniciar su plan robó un pan duro y lo pulverizó. Subió a la azotea, se recostó boca arriba a la vista de las palomas y se regó las moronas de pan sobre el pecho con la infantil intención de capturar a la primera que se posara sobre él. Esperó y esperó, quieto, conteniendo la respiración, observando la lenta trayectoria del sol menguante, pero las palomas desconfiaban de su camuflaje y de sus intenciones; algunas más atrevidas bajaban y caminaban cerca de él pero escapaban al menor movimiento sospechoso. Entonces Fernando cayó en cuenta de que la naturaleza maliciosa y engañosa de su plan era evidente hasta para las palomas, que si bien no son tan cándidas y fáciles de agarrar como los perros y algunos gatos, sí están bastante acostumbradas a los humanos. Se sintió avergonzado de su método fantasioso y se reprochó con dureza su actuación infantil. No comprendía que la tendencia hacia la fantasía es natural en los niños -por muy cercanos a la adolescencia que estén- pero es que Fernando había dejado de considerarse como tal desde muy pequeño.
A veces la técnica más sencilla y obvia es también la más eficaz, por eso cuando Fernando regó las moronas en el suelo alrededor suyo y se sentó tranquilo a esperar, las palomas -casi de inmediato- bajaron a comer de la forma más natural, sin juzgar al dador de alimento. Creyó conveniente esperar más antes de seleccionar e intentar capturar al ejemplar idóneo para el experimento, así que repitió la operación los subsecuentes días tratando de ganarse la absoluta confianza de las aves. En Términos generales su plan iba avanzando y arrojando resultados visibles. Más rápido de lo que pensó las palomas estaban comiendo de la palma de su mano, excepto una de color blanco con manchas cafés que contrastaba con las otras por su apariencia esmirriada y por sus hábitos alimenticios –el curioso animal, luego de comer algunos trozos de pan en el piso, buscaba pedazos de piedra un poco más grandes que el polvo y se los tragaba-. Fernando supo que ella era el individuo ideal para su experimento y trató de doblegar su actitud arisca ofreciéndole migajas de pan dulce y trocitos de papas Sabritas, que a pesar de resultar agradables para el paladar de la paloma, no la impulsaban a comer de la mano humana, aunque cada vez era menos desconfiada.
Tal como muchos descubrimientos científicos a lo largo de la historia de la humanidad, la captura de la paloma se dio más por azar que por la efectividad del método, pero ello no le restó mérito al esfuerzo puesto por el pequeño científico.
Fernando había llorado mucho esa tarde, estaba furioso y su frustración y dolor eran tan grandes que se quedó sin fuerza y se durmió profundamente detrás del tinaco que siempre le servía de escondite durante “esos momentos”. Entre su sueño amargo sintió un leve roce en sus manos que lo despertó y al abrir los ojos, la paloma arisca hurgaba sola entre sus dedos en busca de comida. Sus miradas se encontraron frente a frente por unos segundos que parecieron minutos, hasta que el ave en vez de volar asustada siguió hurgando con confianza. Fernando aprovechó la oportunidad para acariciar al ave y está se dejó. Entonces simplemente estiró las manos y tomó a la paloma que lo miraba piadosa sin oponer la mínima resistencia…
Fernando sujetó con firmeza los extremos de ambas alas de la paloma y las estiró como los brazos de Cristo en la cruz de un movimiento rápido y macizo; repitió el movimiento varias veces, cada una con más fuerza hasta que escuchó un tronido, mientras, la paloma se convulsionaba tratando de zafarse. La puso en el suelo para cerciorase de que no pudiera volar, el ave trató de escapar pero el daño fue efectivo y la desafortunada no pudo siquiera caminar, mucho menos mover las alas. Fernando la capturó de nuevo y la lanzó con todas sus fuerzas hacia el precipicio, de la misma forma en que se lanza un balón de futbol americano. El niño miraba con fascinación los intentos de la paloma errática para detener su caída libre de10 pisos con las alas dislocadas, y se preguntaba si el animal volador sentiría la misma sensación de vértigo y adrenalina que sentía él; el mismo vértigo que sintió el cachorro maltés que uno de los vecinos acostumbraba dejar amarrado en la azotea cuando se ausentaba de casa; el mismo vértigo que sintió aquel gato -al que primero sujetó de la cola e hizo girar como boleadora para azotarlo contra las paredes antes de arrojarlo desde la azotea y refutar de un sólo golpe las estúpidas creencias infundadas de que los gatos tienen 7 vidas y que siempre caen de pie-. La primera vez que se fijó en las palomas de la azotea, Fernando también se había preguntado si un animal volador sería más resistente que uno terrestre ante una eventual caída libre. Él creía que no, y para demostrarlo el primer paso lógico era conseguir al animal correcto y después inhabilitar sus alas.
Romeo Valentín Arellanes
Estado de México, marzo de 2011
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