Sonó el timbre y la tranquilidad de la familia reunida en la sala se rompió. El padre hizo a un lado el periódico y se levantó del sillón individual para abrir la puerta, la madre lo siguió con la mirada y simuló que continuaba bordando; la hija mayor se esforzó para evitar el llanto y logró desatar el nudo que se formaba en su garganta, mientras que la hija más pequeña seguía acariciando a Rex y dirigiéndole palabras melosas a las que el perro a penas si respondía inmerso en un estado de cansancio e indiferencia más allá del bien y del mal.
-¿Quién llegó? – Preguntó la niña pequeña- ¿Es el doctor de Rex?
- No, es el jardinero- respondió el padre, y escoltó al recién llegado hasta el patio y le dio un a pala y un zapapico, le indicó el lugar exacto debajo de la jacaranda donde debía cavar y permaneció supervisando al trabajador.
Rex tenía siete años más que la pequeña. En edad humana podría ser su hermano mayor, pero en años perrunos era como su abuelo octogenario. Padecía múltiples achaques, desde hace varias semanas un dolor agudo en la espina dorsal le impedía ser el perro juguetón, feliz y activo de antaño y lo hacía aullar de sufrimiento durante las noches frías; le faltaban cada vez más dientes, le era cada vez más difícil digerir la comida y chocaba continuamente con las paredes. La niña estaba preocupada por la decadencia de Rex, pero confiaba en que el doctor podría curarlo igual que otras veces.
El timbre sonó de nuevo y la hermana mayor dejó escapar unas lágrimas. La madre abandonó el bordado y nerviosa abrió la puerta; sintió alivio al ver que era la tía consentida de las niñas quien llamaba. La mujer entró fingiendo haber llegado espontáneamente como por casualidad.
-Vengo a invitar a mis sobrinas consentidas al parque.
La hermana mayor, conciente de la farsa declinó la invitación y secó sus lágrimas, pero la inocente pequeña aceptó de inmediato.
-¿También podemos llevar a Rex?
- No chiquita, acuérdate que está enfermito- respondió la madre.
- Ya sé pero a él le gustaría mucho ir un ratito, antes de que llegue el doctor.
- No, porque después vamos a pasar a un restaurante -intervino la tía- es más, si quieres puedes quedarte a dormir en mi casa: te tengo una sorpresa.
La niña, feliz y sin pensarlo dos veces corrió a su habitación para preparar la maleta, olvidando momentáneamente al perro.
El timbre sonó por tercera vez en el día. La madre abrió de nuevo. Era el veterinario de cabecera, el mismo de gesto bonachón que solía aplicarle las vacunas a Rex, cortarle el pelo y que lo había rescatado en dos ocasiones de la muerte.
La hermana mayor, adolescente al fin y al cabo, se quebró ante la presencia del médico y huyó a su cuarto para poder llorar con libertad y desahogar su impotencia, pues sabía que las decisiones de su padre eran inapelables.
La tía entró a la habitación de la más pequeña para apurarla y llevársela de la casa lo antes posible. Mientras, la madre relataba al médico los pormenores sobre la salud de Rex.
La pequeña, se sintió más tranquila al ver al doctor de rostro familiar y confiable, pensó que la sospechosa frase “tenemos que dormir a Rex” que escuchó comentar a sus padres el día anterior y que inquietó tanto a su hermana, no escondía en realidad algún otro significado. Para la niñita era normal que su hermana hiciera dramas gratuitos y era lógico pensar que el doctor dormiría al perro para revisarlo mejor, porque era obvio que Rex detestaba las revisiones médicas, incluso una vez había intentado morder al veterinario.
-Adiós Rex, nos vemos mañana cuando te despiertes- dijo y abandonó la casa junto con su tía.
El perro sin fueraza para levantar la cabeza, sólo le dirigió una disminuida mirada de despedida y volvió a cerrar los ojos mientras la madre lo acariciaba pidiéndole perdón.
Diez minutos más tarde, el trabajador terminó de abrir el agujero a la sombra de la jacaranda y salió de la casa contando las monedas de su paga. Casi una hora después que el jardinero, salió el veterinario contando los billetes ganados por administrar la inyección letal.
-¿Quién llegó? – Preguntó la niña pequeña- ¿Es el doctor de Rex?
- No, es el jardinero- respondió el padre, y escoltó al recién llegado hasta el patio y le dio un a pala y un zapapico, le indicó el lugar exacto debajo de la jacaranda donde debía cavar y permaneció supervisando al trabajador.
Rex tenía siete años más que la pequeña. En edad humana podría ser su hermano mayor, pero en años perrunos era como su abuelo octogenario. Padecía múltiples achaques, desde hace varias semanas un dolor agudo en la espina dorsal le impedía ser el perro juguetón, feliz y activo de antaño y lo hacía aullar de sufrimiento durante las noches frías; le faltaban cada vez más dientes, le era cada vez más difícil digerir la comida y chocaba continuamente con las paredes. La niña estaba preocupada por la decadencia de Rex, pero confiaba en que el doctor podría curarlo igual que otras veces.
El timbre sonó de nuevo y la hermana mayor dejó escapar unas lágrimas. La madre abandonó el bordado y nerviosa abrió la puerta; sintió alivio al ver que era la tía consentida de las niñas quien llamaba. La mujer entró fingiendo haber llegado espontáneamente como por casualidad.
-Vengo a invitar a mis sobrinas consentidas al parque.
La hermana mayor, conciente de la farsa declinó la invitación y secó sus lágrimas, pero la inocente pequeña aceptó de inmediato.
-¿También podemos llevar a Rex?
- No chiquita, acuérdate que está enfermito- respondió la madre.
- Ya sé pero a él le gustaría mucho ir un ratito, antes de que llegue el doctor.
- No, porque después vamos a pasar a un restaurante -intervino la tía- es más, si quieres puedes quedarte a dormir en mi casa: te tengo una sorpresa.
La niña, feliz y sin pensarlo dos veces corrió a su habitación para preparar la maleta, olvidando momentáneamente al perro.
El timbre sonó por tercera vez en el día. La madre abrió de nuevo. Era el veterinario de cabecera, el mismo de gesto bonachón que solía aplicarle las vacunas a Rex, cortarle el pelo y que lo había rescatado en dos ocasiones de la muerte.
La hermana mayor, adolescente al fin y al cabo, se quebró ante la presencia del médico y huyó a su cuarto para poder llorar con libertad y desahogar su impotencia, pues sabía que las decisiones de su padre eran inapelables.
La tía entró a la habitación de la más pequeña para apurarla y llevársela de la casa lo antes posible. Mientras, la madre relataba al médico los pormenores sobre la salud de Rex.
La pequeña, se sintió más tranquila al ver al doctor de rostro familiar y confiable, pensó que la sospechosa frase “tenemos que dormir a Rex” que escuchó comentar a sus padres el día anterior y que inquietó tanto a su hermana, no escondía en realidad algún otro significado. Para la niñita era normal que su hermana hiciera dramas gratuitos y era lógico pensar que el doctor dormiría al perro para revisarlo mejor, porque era obvio que Rex detestaba las revisiones médicas, incluso una vez había intentado morder al veterinario.
-Adiós Rex, nos vemos mañana cuando te despiertes- dijo y abandonó la casa junto con su tía.
El perro sin fueraza para levantar la cabeza, sólo le dirigió una disminuida mirada de despedida y volvió a cerrar los ojos mientras la madre lo acariciaba pidiéndole perdón.
Diez minutos más tarde, el trabajador terminó de abrir el agujero a la sombra de la jacaranda y salió de la casa contando las monedas de su paga. Casi una hora después que el jardinero, salió el veterinario contando los billetes ganados por administrar la inyección letal.
Romeo Valentín Arellanes
México, Edomex,1 de febrero 2012
Es un cuento muy triste... *=((
ResponderEliminar