Tenía hambre y entonces mi papá mató a todos los siervos del bosque, los cortó en pedazos y los metió en esas bolsas verdes de tela que se comenzaron a comercializar cuando fue prohibido el plástico. Mi papá casi no sonreía, pero lo hacía mientras arrastrábamos esas bolsas pesadas y sanguinolentas de camino al pueblo. En defensa de mi padre debo decir que jamás observó los asuntos del mundo con autentico interés, por eso la pandemia no le preocupaba en absoluto. El sufrió dos pérdidas terribles: la de mi madre y la de mi hermano. Mi madre se le murió en los brazos en un accidente automovilístico, mi hermano tiene un paradero indefinido, desde que mi madre murió él se entregó al vicio y hace un buen tiempo que no sabíamos de él. El salario de mi papá era bastante castigado, a nosotros no nos alcanzaba el dinero para hacer compras de pánico en los supermercados, además, ya nada podía causarnos miedo. Mientras sonreía me advirtió que no debía temerle a la enfermedad que estaba matando a las personas en todo el mundo, debíamos estar atentos a la conducta de las personas mientras hubiese crisis, porque eso era más peligroso. Entrando al pueblo un mujer corrió hacia mí y me gritó “tu padre es un asesino y tú eres un asesino también”. “Mi salario es muy bajo, señora”, le explicó mi padre. “Maté los siervos para alimentar a mi pequeño”. Durante todo el camino las personas nos señalaban y murmuraban que éramos unos asesinos porque en aquel tiempo casi todo el mundo defendía los derechos de los animales, algunos hasta escupían el suelo sobre el que caminábamos, otros sentían pena. Yo llevaba arrastrando una bolsa de siervos mutilados y el asco del mundo caía sobre mí como un fuerte aguacero.
Llegamos a casa y mi padre apiló los siervos desmembrados sobre una manta, yo me puse triste al ver sus pequeñas orejas ensangrentadas, su pelaje, sus hocicos, sus ojos sin vida. Un hombre no debería de matar a un animal, pero ahí estábamos desollándolos. Mi padre comenzó a salarlos y yo preparé el fuego, echamos dos. Recé por ellos y pedí también por mí mismo y por todos ustedes. Mi padre aún no se sentaba a comer cuando una turba irrumpió en nuestra casa “¡asesinos, asesinos!” gritaban mientras el polvo se levantaba como una especie de lluvia ingrávida y sometían a mi padre. Una de las familias más ricas del pueblo reclamaba a sus siervos, nunca sentí mayor temor después de presenciar el linchamiento de mi padre.
Él nunca le contó a nadie sobre el accidente automovilístico que mató a mi madre, los vecinos nunca supieron porque no le sonreía ni a los niños que jugaban conmigo en la calle, ellos nunca supieron porque mi papá deambulaba durante las madrugadas sin usar ropa deportiva en las veredas solitarias, ellos no sabían porque caminaba encorvado, ellos nunca se enteraron de porque mi papá solo se fumaba medio cigarro antes de un llanto irreparable, en el barrio le temían sin razón, sin darse cuenta de que sólo estaba triste, hasta que después de su linchamiento se lo conté a una vecinas, la que cuidó de mi un tiempo, desde que el secreto se reveló la gente del pueblo me saluda con muecas ensayadas de aceptación. Me molesta, porque él era un hombre noble, hubiese preferido que lo matara injustamente la pandemia y no la sociedad ansiosa de castigar. Yo tenía la esperanza de que él un día dejara de estar triste y que entonces todos se dieran cuenta.
Jonathan Vázquez Morales
Ciudad de México, abril de 2020
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