viernes, 8 de julio de 2011

En el espejo

6 a.m. el despertador sonando con alguna de las tantas melodías ridículas comunes en aparatos viejos; zapatos de tacón del número 8 color negro, traje sastre color gris ajustado al cuerpo, blusa aperlada de manga larga, medias negras, anteojos de pasta; convertida en una mujer elegante y por tanto, convencional, Samantha Fernández se alistaba para ir al trabajo como cualquier día para responder al sin fin de exigencias de su jefe, Manuel, un poderoso y obsesivo empresario  quien la había adoptado como asistente años atrás cuando aún era alumna suya en una aula universitaria.
Samantha, no sólo se había convertido en su asistente y mano derecha como resultado de su singular eficiencia en el trabajo, sino también en su amante lo que la había obligado a adoptar una personalidad gris para pasar desapercibida por el mundo y poder sobrevivir en la clandestinidad. Manuel, un hombre acostumbrado a tenerlo todo a manos llenas, complacía las necesidades materiales de Samantha pero poco se preocupaba por ser un apoyo emocional para ella. Su vida estaba hecha y definida, sabía sobre qué vientre quería morir. Y si scumbía a las provocaciones de Samantha en realidad era porque nadie como ella le hacía tan buen sexo oral.
Y a pesar de los incontables momentos en los que había estado a punto de estallar por sentirse sola, vacía e ignorada, Samantha había conseguido controlar la ansiedad que le provocaba ser la amante de Manuel y por convicción, decidió seguir a su lado sin pedirle nada a cambio más que placer sexual. Una tarde, Samantha se disponía a realizar unas gestiones bancarias, encargo de su jefe, cuando se percató que en la fila, detrás de ella, se encontraba la mujer que había sido amante de su ex esposo, aquél hombre que le había marcado la vida 4 años atrás.
Con el temple que caracteriza a una asistente ejecutiva, Samantha volteó para saludar a Sara. Intercambiaron una charla breve. Samantha salió del lugar. Llovía y el olor a tierra mojada despetaba a cada segundo su nostalgia y abría un poco más esa herida que en realidad nunca cerró. Subió a su auto abrumada por el golpeteo de la lluvia en las ventanas mientras la desesperación le impedía  respirar, queriendo escapar. El recuerdo encabronado de esa mujer la obligó a recapitular nuevamente el collage de aquella noche; Ella entrando por la puerta de su casa, un par de copas de vino en la sala, Sara y David entregándose, una cama de hospital y las piernas amarradas sintiéndo un gancho al interior de la vagina, sangre por todas partes. La traición, un hijo perdido, un intento de suicidio y aquellas ganas inevitables de morir y de matar.
Regresó a su casa. Tomó una ducha y se puso el vestido favorito de Manuel arreglándose como nunca antes. Tomó su abrigo, un disco de Sade y una maleta en la que guardaba un arma 9 mm. que había comprado meses atrás para su protección personal.  Subió al auto y se dirigió a la oficina de su amante. Espero hasta que todos se fueran para entrar a verlo; él la esperaba con deseo, con la emoción que provoca lo clandestino, lo prohibido. Entró por la puerta, sugerentemente lo beso en la boca, abrió las piernas y le pidió susurrantemente que la penetrara sin quitarse la ropa, él lo hizo, cogieron perversamente. Cuando él eyaculó ella sacó el arma de la bolsa del abrigo y le disparó en la cabeza bajo la mirada de asombro y miedo de aquél hombre poderoso. La canción de fondo enmarcó la escena, no ordinary love de Sade.
Eran cerca de las 10 de la noche y estaba de regreso en casa, con un nudo en la garganta se miró al espejo, definitivamente no era la misma que hace 4 años. La traición la había marcado, había decidido jugar el juego de ser la amante, saber qué se siente, cómo se vive. Las ganas de morirse habían pasado, ya sólo quedaba el placer que provee la justicia por propia mano.

Rita Balderas Zavala
Tlalnepantla, Estado de México.

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