En los periódicos salen escandalosas notas de cómo es que se vive allí. Que si duermen atados a los barrotes, que si comen algo que resulta asqueroso a la vista, el famoso “rancho”. La fotografía de la primera plana está tan pensada, justo para partir el corazón de cualquiera. Un día, unas horas entre el minuto a minuto de la información efímera. Leandra lo observa, tuerce una ligera sonrisa y pasa de largo.
Tal vez en otro momento se hubiera conmocionado ante una imagen con un puñado de hombres tras las rejas, con caras desmotivadas, en andrajos. Hombres que esperan con ansias su inverosímil “reintegración social”. De esos delincuentes, apestados de la sociedad, mugrosos ciudadanos de segunda que sirven para pobretear o pensar que los problemas que se viven en libertad son más sencillos que aquellos en las fortalezas de los reclusorios.
Ahora que lo ve más de cerca, sólo puede decir en su mente que se vayan a pobretear a su madre, porque no son tan valientes para comer rancho ni para soportar la procuración de justicia, cada vez más corrupta, cada vez más podrida. Lo susurra para sí, mientras camina con un montón de bolsas de mercado flanqueándola. Con las manos ocupadas no puede secarse el sudor que le escurre por la frente, pues va casi corriendo y hasta parece que trata de esquivar los primeros rayos de sol.
La inmundicia de alimento que come su esposo cada día es recompensado con lo que prepara y lleva Leandra cada semana. Se esmera, cual chef internacional, en que sus platillos sean de la preferencia de Alfonso, “su Poncho”. No es tan difícil sorprenderlo, pero igual busca nuevas cosas que hacer; las decora, aunque los custodios lo arruinen, buscando algún “objeto ilegal”, satisfaciendo su espíritu chingativo, más bien.
Precisamente es aquello lo que más le enoja, que mientras los alcaldes y gobernadores dicen que las cosas en materia de justicia mejoran, que van viento en popa, la verdad es que no hay tal. Los custodios la extorsionan en cada visita, el abogado de oficio no le resuelve nada, hasta que le pague con dinero o con sus carnes. Los policías que lo detuvieron se ponen de acuerdo para enlodarlo más, aunque sea inocente. Se “perdieron” los videos, incluso las pruebas mismas de su culpabilidad.
Cuando ella tiene que pasar por toda esa serie de engorrosos trámites, por ese acoso económico y sexual tiene ganas de reclamarle a Alfonso. Así, sin ningún rasgo de cariño, pues por su causa está entre los chismes de la colonia, de los amigos y de la familia. Por él es que tiene que trabajar más, para mantenerlo adentro, que es más caro que si estuviera afuera. Reclamarle a gritos, a punta de groserías, con toda su rabia que la hubiera puesto en esa situación por una tontería.
Reprocharle hasta los golpes por no hacerle caso de no ir con sus amigos. Ésos borrachos que salen a la hora que sea a conseguir lo que caiga, aunque sea “tonayita”. Ésa fue la razón: camino de regreso los detuvieron unos policías que ni hablar sabían, pero sí pudieron sembrarles droga y armas. “¡Todo por ir con tus amigos, todo por estar de vicioso!”. Eso fue lo que le dijo la primera vez que fue a la visita, cuando lo vio rapado, con ropa color caqui, los ojos llorosos, pidiéndole perdón.
No necesitaba voltear observar a detalle la fotografía del diario en el puesto de periódicos que estaba a su paso. Tan solo de imaginar lo que Poncho le contaba que sucedía y verlo tan desaliñado bastaba para que a Leandra se le inundaran los ojos. Un momento, voltear la vista hacia arriba, tranquillizar un poco el corazón es lo único que lograba contener las lágrimas. Ya ni para qué decirle algo, si apenas y podía sobrevivir en ese lugar.
Ya no valía la pena, ahora ella prefería que su esposo reservara esa fuerza emocional para aguantar a los dirigentes internos, que no el director del reclusorio; para soportar la aplastante atmósfera de violencia, la rapiña, las novatadas. Poco a poco tuvo que aprender que no podía culparlo de muchas cosas, porque él ni era juez ni abogado para defender su inocencia. Mejor así, resignarse, quizá maldecirlo y extrañarlo alternadamente.
Preferible trabajar para llevarle lo necesario, salir desde temprano a hacer las compras y regresar a cocinar de forma maratónica. Evadir las preguntas morbosas de los conocidos, dejarse de flaquezas o regaños. Evitar el recurrente pensamiento de una riña o un motín, fantasma que la atormenta y le ha producido ataques de ansiedad. Mejor así, ser indiferente a los discursos del gobernador que aparece frecuentemente ante las cámaras de los medios, asegurando que todo está bien. Total, la indiferencia sería mutua.
Laura Arellano
Distrito Federal, junio de 2013