Ya no cabía ni un alfiler pero la
gente intentaba meterse al vagón de todas formas. Sonó el chillido de alerta
indicando que las puertas del Metro cerrarían en cinco… cuatros…tres… dos
segundos. Los de adentro empujamos para impedir la entrada de más gente y que
las puertas pudieran cerrase. Sólo una persona se logró colar: una mujer de 50
años de edad que llevaba un arrugado cuaderno en los sobacos. Las puertas se
cerraron y cuando el tren avanzó algo parecido a la calma se sintió en el
ambiente. De la histeria colectiva pasamos a un intento de ensimismamiento
colectivo, lo que es muy difícil cuando los tufos se entrecruzan y los alientos
rozan las orejas y las nucas como la caricia no deseada de un pervertido.
Cualquier movimiento, por mínimo que fuera, provocaba un roce recordándonos lo
excesivamente cerca unos de otros que estábamos, éramos una sola masa de
cuerpos, la mente era el único refugio para la individualidad y en busca de
ese refugio estábamos todos. Quienes portaban audífonos pudieron ensimismarse
con eficacia, también quienes viajaban sentados, pues podían leer o
maquillarse. Los demás cerrábamos los ojos, mirábamos el techo o cualquier otro
punto fijo para evadirnos. Lo conseguí un momento. Viendo un punto fijo me puse
a pensar en los pendientes de la oficina. Pero una voz chillona nos regresó a
la realidad. “¡Ya lo dijo Cristo en la Biblia: ‘Cada día persevera y serás
salvado!’”… era la señora que había logrado entrar en la estación anterior.
De alguna forma había podido extender su cuadernillo y se puso a leer un
discurso. “¡Olvida la fornicación! ¡Olvida al falso profeta!”. Su
mensaje evangelizador llegó con claridad a todos los oídos, pero fue
incómodo, mucho. El chillón sonsonete nos impedía concentrarnos y volver cada
quien a su refugio. “Persevera porque Cristo es nuestro refugio” y de
repente nos descubrimos todos ahí, hacinados en el asqueroso vagón,
obligados a escucharla, con poco aire entre alientos fétidos y todo tipo de
vapores. Nuestros cuerpos comenzaron a estirarse tratando de evitar la
incomodidad, provocando el roce cada vez más violento de unos con otros,
“porque Cristo es nuestra fuerza”. Alguien le gritó que se callase pero
ella no hizo sino elevar el volumen de su voz, “porque en Cristo está la
salvación”, los que usaban audífonos también elevaron todo el volumen a su
música. “¡Persevera en tu fe, persevera en Cristo!”.
-¡Que persevere su puta
madre!- gritó alguien más y las carcajadas estallaron. “Porque así lo dijo
el mesías: cada día persevera”. La señora hizo una pausa para cambiar la
página de su maltrecho cuadernillo, pero no pudo continuar porque hubo un
apagón. El Metro se detuvo, quedamos varados en las cavernas subterráneas,
completamente a oscuras. La señora calló, imposibilitada de leer su discurso.
Sentimos alivio, la oscuridad facilitaba la sensación de soledad y volvimos al
refugio. Ensimismados, cada quien recordó quién era y las cosas por hacer a lo
largo del día y el poco tiempo que teníamos para realizarlas. El tren se mantuvo
detenido pero los minutos no. La desesperación y la incomodidad volvieron. La
señora santa improvisó: “Porque Tú, Señor, ordenas la
oscuridad”. Otra mujer comenzó a aullar suplicando a la predicadora que se
callara, pero el sermón siguió, “y se hace de noche y en la noche
caminan todas las bestias…” un
puño anónimo, cobijado por la oscuridad interrumpió el discurso un momento,
pero no fue suficiente. Ella escupió sangre y escupió palabras, “¡Malhaya
todo hombre que cometa pecado, pero es Jesús, mi Dios, el árbitro de mi
suerte!”. Surgió otro golpe, otra pausa otra lluvia de palabras, otros
golpes, todos anónimos, y las pausas se hicieron más largas, “es Él quien
cumple su voluntad en mi”, y las palabras fueron substituidas por llanto,
bullicio, patadas y puñetazos, luego por silencio y desahogo. La tranquilidad
volvió, la luz también volvió. El tren avanzó. De alguna forma el cuerpo de la
señora había pasado de la puerta a un rincón en el fondo del vagón. Nadie volteó
a verla pero sabíamos que aún respiraba. Todos bajamos en la estación
siguiente. Conforme llegamos a la salida nuestro cardumen se dispersó
mezclándose con otras manadas. Yo decidí caminar hasta mi trabajo por una ruta
solitaria, una con muchos árboles que daban sombra, y pensé en los pendientes
que tenía en la oficina y en todas las otras cosas que tenía por hacer y en el
poco tiempo que me quedaba para hacerlas. Apresuré el paso.
Romeo
Valentín Arellanes
México,
DF. Julio de 2013
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