martes, 9 de julio de 2013

Ella en el exilio


Ya no cabía ni un alfiler pero la gente intentaba meterse al vagón de todas formas. Sonó el chillido de alerta indicando que las puertas del Metro cerrarían en cinco… cuatros…tres… dos segundos. Los de adentro empujamos para impedir la entrada de más gente y que las puertas pudieran cerrase. Sólo una persona se logró colar: una mujer de 50 años de edad que llevaba un arrugado cuaderno en los sobacos. Las puertas se cerraron y cuando el tren avanzó algo parecido a la calma se sintió en el ambiente. De la histeria colectiva pasamos a un intento de ensimismamiento colectivo, lo que es muy difícil cuando los tufos se entrecruzan y los alientos rozan las orejas y las nucas como la caricia no deseada de un  pervertido. Cualquier movimiento, por mínimo que fuera, provocaba un roce recordándonos lo excesivamente cerca unos de otros que estábamos, éramos  una sola masa de cuerpos, la mente era el único refugio para la individualidad y en busca de ese refugio estábamos todos. Quienes portaban audífonos pudieron ensimismarse con eficacia, también quienes viajaban sentados, pues podían leer o maquillarse. Los demás cerrábamos los ojos, mirábamos el techo o cualquier otro punto fijo para evadirnos. Lo conseguí un momento. Viendo un punto fijo me puse a pensar en los pendientes de la oficina. Pero una voz chillona nos regresó a la realidad. “¡Ya lo dijo Cristo en la Biblia: ‘Cada día persevera y serás salvado!’”… era la señora que había logrado entrar en la estación anterior. De alguna forma había podido extender su cuadernillo y se puso a leer un discurso. “¡Olvida la fornicación! ¡Olvida al falso profeta!”. Su mensaje evangelizador llegó con claridad a todos los oídos,  pero fue incómodo, mucho. El chillón sonsonete nos impedía concentrarnos y volver cada quien a su refugio. “Persevera porque Cristo es nuestro refugio” y de repente  nos descubrimos todos ahí, hacinados en el asqueroso vagón, obligados a escucharla, con poco aire entre alientos fétidos y todo tipo de vapores. Nuestros cuerpos comenzaron a estirarse tratando de evitar la incomodidad, provocando el roce cada vez más violento de unos con otros, “porque Cristo es nuestra fuerza”. Alguien le gritó que se callase pero ella no hizo sino elevar el volumen de su voz, “porque en Cristo está la salvación”, los que usaban audífonos también elevaron todo el volumen a su música. “¡Persevera en tu fe, persevera en Cristo!”.
 -¡Que persevere su puta madre!- gritó alguien más y las carcajadas estallaron. “Porque así lo dijo el mesías: cada día persevera”. La señora hizo una pausa para cambiar la página de su maltrecho cuadernillo, pero no pudo continuar porque hubo un apagón. El Metro se detuvo, quedamos varados en las cavernas subterráneas, completamente a oscuras. La señora calló, imposibilitada de leer su discurso. Sentimos alivio, la oscuridad facilitaba la sensación de soledad y volvimos al refugio. Ensimismados, cada quien recordó quién era y las cosas por hacer a lo largo del día y el poco tiempo que teníamos para realizarlas. El tren se mantuvo detenido pero los minutos no. La desesperación y la incomodidad volvieron. La señora santa  improvisó:   “Porque Tú, Señor, ordenas la oscuridad”. Otra mujer comenzó a aullar suplicando a la predicadora que se callara, pero el sermón siguió, “y se hace de noche y en la noche caminan todas las bestias…” un puño anónimo, cobijado por la oscuridad interrumpió el discurso un momento, pero no fue suficiente. Ella escupió sangre y escupió palabras, “¡Malhaya todo hombre que cometa pecado, pero es Jesús, mi Dios, el árbitro de mi suerte!”. Surgió otro golpe, otra pausa otra lluvia de palabras, otros golpes, todos anónimos, y las pausas se hicieron más largas, “es Él quien cumple su voluntad en mi”, y las palabras fueron substituidas por llanto, bullicio, patadas y puñetazos, luego por silencio y desahogo. La tranquilidad volvió, la luz también volvió. El tren avanzó. De alguna forma el cuerpo de la señora había pasado de la puerta a un rincón en el fondo del vagón. Nadie volteó a verla pero sabíamos que aún respiraba. Todos bajamos en la estación siguiente. Conforme llegamos a la salida nuestro cardumen se dispersó mezclándose con otras manadas. Yo decidí caminar hasta mi trabajo por una ruta solitaria, una con muchos árboles que daban sombra, y pensé en los pendientes que tenía en la oficina y en todas las otras cosas que tenía por hacer y en el poco tiempo que me quedaba para hacerlas. Apresuré el paso.


Romeo Valentín Arellanes
México, DF. Julio de 2013

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