Cuando estudiaba música fue necesario comprar un metrónomo. Siempre me había negado a tocar amarrado a esa maquinita de precisión. Creía que el mentado aparatejo de alguna forma limitaba la libertad creativa y la espontaneidad que debe tener un artista, de la misma forma en que los relojes y la rutina nos impiden vivir de verdad. Pero mi profesor de solfeo me presionó a comprar uno y desacreditó mis argumentos diciendo que, en primera, yo no podía osar todavía a considerarme un artista, y en segunda, que cuando se estudia música un metrónomo es tan necesario como debe serlo un compás de precisión para el estudiante de arquitectura o como una calculadora científica para los estudiantes de ingeniería o de física.
El profesor tenía otro argumento especial para mi caso:
-Es imperdonable que un bajista sea descuadrado y tú, eres el bajista más descuadrado que conozco. Te urge un metrónomo más que a cualquiera de tus compañeros- me sentenció el profesor.
Así pues, tenía que conseguir uno aunque yo no me considerara descuadrado sino sólo un poco distraído. Metrónomos hay de muchos modelos y precios, pero básicamente los hay de dos clases: de péndulo y electrónicos. Los más clásicos y caros son los de péndulo, que básicamente constan de una manecilla autista a la que se le da cuerda para que se mueva de izquierda a derecha haciendo “clic” cada vez que toca un extremo. Cada clic equivale a un tiempo o a una nota negra. No podía comprar ese tipo de metrónomo por ser caro y delicado, se rompería dentro de mi mochila.
Son más prácticos los metrónomos electrónicos. Su defecto es que son más feos y no tienen la elegancia ni el caché artesanal milenario de los péndulos. Son maquinitas cualesquiera, sin gracia, cuadradas, cajitas simples color negro con unos botones comunes y corrientes y un foquito rojo que se prende y se apaga haciendo un odioso “bip”. Bien podrían ser un aparato cualquiera. Supongo que alguien que nunca ha estudiado música o que nunca ha tenido tratos con músicos, ha visto miles de esas cajas plásticas en su vida sin recordarlas, sin preguntarse si quiera qué son, sin imaginarse que ese aparatito feo y simple tiene un papel cimiente en las más complejas, bellas y sublimes piezas musicales.
Benjamín, un compañero de la academia, llevó una vez un metrónomo electrónico que no era tan feo:
Era delgado y pequeño como un dedo.
Tenía cuatro botones para ajustar la velocidad del beat y modular el volumen.
Tenía un foquito en la punta.
Tenía una entrada para audífonos.
Y lo mejor:
Tenía un clip para colgarse en la bolsa de la camisa igual que un bolígrafo.
Decidí que ese era el metrónomo indicado para mí, pues era discreto y bastante práctico.
-Lo compré en Casa Veerkamp- dijo Benjamín- y me costó mil doscientos pesos.
- ¡Qué caro aparatejo! – pensé.
Costaba lo mismo o más que un metrónomo de péndulo.
Un día paseaba por el tianguis de San Andrés, un sitio de los que se conocen comúnmente como “mercado de pulgas” en donde se pueden encontrar, antigüedades, los aparatos más inverosímiles y otros objetos usados a precios igual de inverosímiles. Ya había comprado ahí discos difíciles de conseguir, películas de culto, unos audífonos profesionales de D.J a precio de risa, ropa y tenis de marca a menos de la mitad de su costo en tiendas departamentales, por lo que no me pareció raro encontrar un aparato como el de Benjamín. Vi en un puesto esa pequeña cajita negra del tamaño de un dedo y pregunté su precio de inmediato.
-Cuarenta pesos joven- dijo el vendedor.
- Me lo llevo- exclamé, y sin pensarlo le extendí un billete de cincuenta pesos.
- Joven, ¡su cambio!- tuvo que gritar el vendedor porque yo ya iba corriendo rumbo a mi casa a utilizar la nueva adquisición.
Pero no funcionó.
No emitía ningún sonido.
No tenía entrada para audífono.
No tenía clip para colgarlo en la camisa.
Sólo tenía los cuatro botones, el foquito en la punta y era del tamaño de un dedo.
Regresé al tianguis, muy enojado, a reclamarle al vendedor. -¿Pues qué marca es su tele, joven?- preguntó con buena voluntad.
-¿Mi tele, por qué quiere saber?
- Para ajustarle el código a su control remoto.
- ¿Es un control remoto? ¡¿Por qué no me lo dijo antes?!
- Pues eso es lo que vendo.
Efectivamente, su puesto estaba lleno de controles remotos de todos tamaños, colores y marcas.
-¿Qué aparato pensó que era, joven? – preguntó con verdadera curiosidad.
No le respondí, seguramente el vendedor no sabía lo que era un metrónomo. Me fui apenado, con mi nuevo control remoto en las manos.
Nunca funcionó.
Nunca compré un buen metrónomo.
No he dejado de ser un sujeto distraído.
Tampoco he dejado de ser un músico descuadrado.
Epílogo
Escribí este relato para redimirme, porque todos mis amigos tienden a descontextualizar la historia y a exagerar mi torpeza, como si yo fuera la persona más estúpida del mundo, ninguno comprende cómo pude confundir un metrónomo con un control remoto, pero visto desde mi perspectiva es bastante factible y sostengo que a cualquiera le puede pasar.
Romeo Valentín Arellanes
México, DF noviembre de 2012
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