Noto que tu corazón o algo en lo más profundo de ti, se rompe igual que el vaso que se me escapó de las manos. Los trozos de vidrio se esparcen por el suelo y el chorro de licor que intentaba servirme los riega igual que tú riegas tus plantas en la mañana, igual que yo riego mis pies cada vez que perdido de borracho me pongo a mear en cualquier esquina. Consciente de que la riego, enderezo la botella.
Miro la tristeza y la decepción en tus ojos y me da un no sé qué en el estómago, como cuando de niño me descubrías en alguna maldad y me regañabas y yo sabía que me había portado mal, que tenías razón en regañarme pero no quería aceptarlo, negaba todo, culpaba a mis hermanos en vez de pedir una disculpa y todo el día sentía ese no sé qué en la panza intentando salir de mi, pero me lo tragaba, me lo aguantaba hasta que desaparecía, y me lo volvía a tragar una y otra vez cuando reaparecía al siguiente regaño, y al siguiente y al siguiente. Igual ahora, aunque los regaños se hayan vuelto súplicas mudas, miradas y gimoteos en vez de palabras o gritos o cintarazos.
Pienso en ir a la cocina por otro vaso, uno de plástico, pero la duda me detiene. Tal vez lo mejor sea obedecer a tu mirada e irme a dormir. Contemplo la botella, la giro entre mis manos, ya tiene menos de la mitad ¿la guardaré?, miro tu rostro para convencerme de hacer lo correcto pero noto un cambio en la forma en que me ves. Te conozco, sé que tramas algo, querías aprovechar mi distracción para arrebatarme la botella. Decido no ir por el vaso, tampoco a dormir. Me adelanto a tus pensamientos y bebo directo de la botella, la vacío en mi garganta justo antes de que tus manos me la quiten.
“Ya no tomes hijo”, me suplicas, y yo pienso ¿por qué no he de hacerlo?, si al fin y al cabo bebo con mi dinero, soy el único que trabaja en esta casa, prácticamente mantengo a los huevones de mis hermanos, tengo derecho a beber de vez en cuando. Tú también lo sabes y lo entiendes, se lo dices a las vecinas cuando me juzgan, les dices que soy un buen muchacho, que soy mejor que sus hijos y los otros vagos mariguanos de la cuadra, que al menos tengo un buen trabajo, un trabajo honrado. Quiero decirte todo eso pero solo puedo expresar un “no me digas” con mi lengua adormecida. “No me digas”, eructo y me tumbo sobre el sillón.
Mientras barres los vidrios y trapeas mi daño, permanezco mirándote y trato de contener el hipo. Tu silueta lastimera me incomoda, otra vez regresa ese no sé qué en el estómago que me hace sentir miserable, ¿eso es lo que quieres?, a veces pienso que adoptas esa actitud apropósito para hacerme sentir mal. Desvío la mirada y noto en la mesa de centro mi oportunidad de redención, ahí están los recibos de agua y de luz que de seguro llegaron en la mañana y que ninguno de los dos huevones aquellos son capaces de pagar. Abro mi cartera, saco todos los billetes que me quedan y los pongo sobre los recibos. Dudo un momento y regreso a mi billetera uno de a 20 y otro de a 50 pesos. Es todo lo que necesito hoy.
Me preguntas que a dónde voy, me dices que ya es muy noche y que hace frío, y yo respondo otra vez en media lengua, “no me digas”. Ya sabes a donde voy porque es lo que pasa siempre, pienso ir a la tienda a comprar un six de cervezas con los 70 pesos que me quedan, tomármelas con calma en la sala y después dormir en santa paz tal como me lo pide tu mirada. ¿Lo ves? has ganado de nuevo, ya no hay razones para el drama.
Romeo Valentín
Arellanes
Enero del 2013,
México D.F.,
Bien, muy bien.
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