jueves, 28 de febrero de 2013

Editorial Febrero


Editorial febrero


LA MALICIA 



La malicia es el dolo, lo premeditado, lo que se hace adrede, lo maquiavélico, cuyas consecuencias pueden ser leves o graves.  No podemos negar que esa pequeña inclinación a hacer algo espinoso, agresivo, nada más por joder pero sin que se busque necesariamente causar un daño completo –o tal vez sí- a veces causa placer. La mera expectativa del efecto dominó que causará la mala acción causa algo de goce, aunque después nos arrepintamos –o tal vez nunca nos arrepintamos. La malicia está en nosotros, silenciosa y transitamos en ella como en la cuerda floja, esperando el momento oportuno para salir, esperando a que alguien nos de unas monedas más de cambio para no devolvérselas, a que nuestra estrategia para derribar al contrario rinda efecto; esperando a que un insecto se atraviese enfrente para aplastarlo, esperando en una broma pesada, en el comentario hiriente contra alguien que queremos, en la piedra que arrojó nuestra mano hacia el cristal o en nuestro dedo que presiona el gatillo de una pistola porque no pudo contener las ganas de saber que se siente matar. Nuestra vida está llena acciones mal intencionadas y no tan accidentadas cuyas consecuencias somos incapaces de prever, a menos, claro que dichas malas acciones estén en los cuentos que escribamos este mes en Desencuentros.

Haiku






Maldad hecha raíz


En la indiferencia

Todos cosechan









Julio Cervantes Ortega 

martes, 19 de febrero de 2013

La víspera

México, D.F. Septiembre de 1985. 
Mira en la ventana el cielo gris, extraña el azul y la pureza del aire. La ciudad se extiende como una enorme torre de Babel horizontal eternamente en construcción, es odiosa y agresiva. Clava la mirada impaciente en el reloj colocado arriba del pizarrón, como si con ello acelerara el final de la clase. Desde que llegó no ha habido un solo día en que no le den ganas de regresar a su pueblo, ¿pero qué sería de su vida si vuelve? “Tienes que estudiar –le aconsejaban-verás que al primer año te acostumbras a la capital”, pero es más difícil de lo creyó. Anda siempre con el dinero justo para sus gastos o menos. En la ciudad todos, hasta sus familiares, le quieren ver la cara buey y hacerle tranzas. La ciudad entera lo trata como un arrimado; en la escuela lo traen de su puerquito, la gente en la calle es grosera, atrabancada y sin consideración por el prójimo. Cada día, su corazón va acumulando un poquito más de odio y rencor hacia los chilangos. 
Termina la clase y sale apresurado, no le interesas socializar con sus compañeros ni escuchar sus burlas. Camino hacia la parada del chimeco, encuentra un billete de mil pesos tirado sobre la aparentemente solitaria banqueta, la cara de Sor Juana Inés de la Cruz en sepia es el primer rostro amable que ve en mucho tiempo a pesar de que tiene unos bigotes pintados. Sonríe ante el giro de la suerte. No ve un posible dueño cerca, así que recoge el billete. 
“Disculpe joven, ¿no vio por aquí un billete?”, dice a sus espaldas una sorpresiva voz chocante, diminuta y falsa. Voltea. La voz proviene de una viejecilla que Dios sabrá dónde estaba escondida hace unos segundos, y que pone adrede el gesto más lastimero posible. Desconfía instintivamente de ella, a estas alturas desconfía ya de cualquier chilango o chilanga. “No. No he visto nada”, responde seco con la intención de seguir su camino, pero la vieja insiste con gran determinación “vi que se metió algo a la bolsa, ¿no será mi billete?”. La duda agrieta su voluntad ¿qué tal que la desdichada anciana dice la verdad?, ¿no estaría él comportándose abusivamente cómo cualquier capitalino detestable?, ¿hay bajeza mayor que transar a una pobre anciana? Por otro lado, piensa, “la vieja podría estar mintiendo y como cree que la gente de provincia es tonta, se quiere aprovechar”
-Dígame de a cuánto es el billete, señora- y la viejita responde que es uno de mil pesos. “Pero dígame qué más tiene y se lo devuelvo con gusto” y la anciana desconcertada responde que qué más va a tener un pinche billete. “¿Qué dibujo?”, aclara y la viejita responde que a la Sor Juana. “¿Pero qué más?” dice pensando en los bigotes de Sor Juana y la señora ya enfadada pide que no le quiera ver la cara de pendeja y exige en tono altanero la devolución inmediata del billete. 
Un caifán acomedido se percata de la escena y toma partido a favor de la “frágil” viejecilla exigiendo la devolución del dinero so pena de “unos putazos”
-Pero el billete es mío, yo me lo encontré –insiste el joven de provincia - la señora miente. 
 El caifán, poco paciente, cumple su amenaza, y lo derriba de un solo golpe, posteriormente lo despoja del billete para entregarlo a la vieja, y de la cartera completa “para que aprenda a respetar”
“Y pensar que me faltan tres años”, solloza tendido en el suelo boca arriba, tratando de mirar el firmamento oculto tras la costra de smog. Si pudiera, daría su merecido a todos, pero no tiene más remedio que tragarse el coraje. Si pudiera, regresaría a su pueblo, pero no tiene dinero ni futuro allá. Sólo le queda seguir odiando en silencio. “¡Que el diablo se lleve a esta ciudad y a los chilangos!”, grita y golpea la tierra.


Romeo Valentín Arellanes.
Tlalnepantla, Edomex, febrero de 2013 



domingo, 17 de febrero de 2013

Pa’ verga, verga y media.


Desde que tengo memoria, un chingo de gente se ha querido pasar de verga conmigo. Cuando estaba morrito, en segundo de primaria, en mi salón iba uno de esos gordos ojetes de alma culera, Martín Torres se llamaba ese cabrón, y era el clásico pendejo que como está cerdo se siente más fuerte y mancha a la banda. También en ese salón estaba la chavita más hermosa que había visto en mi vida, se llamaba Judith Rodríguez -a estas fechas ya ha de estar bien cerda y con dos tres chavos, como la mayoría de mis compañeras de generación que le tupían recio a la reata desde antes de acabar la secu- ella sabía que me gustaba, y el día en que le mandé un papelito preguntándole “¿quieres ser mi novia?” me regresó el chingado papel con un "sí", pero eso fue hasta que entramos a cuarto, cuando íbamos en segundo nomás se las olía de que me gustaba. La maestra era Martha “algo”, se parecía un chingo a la Beba Galván y su perfume apestaba bien recio, yo creo que por eso los que se sentaban hasta enfrente estaban bien apendejados siempre de tanto hornazo.

Un día la Beba nos estaba dando clase de Geografía, que han de saber, es la única materia  en la que yo fallaba un chingo, nomás no se me pegaba ese desmadre que es la ubicación de los demás países. Pero ese día me había puesto vergas, le chingué, había leído todo el pinche libro que dejaron de tarea para no seguir quedando como pendejo enfrente de Judith. Estábamos haciendo una mecánica de preguntas y respuestas y cada que alguien no sabía la respuesta yo levantaba la mano y respondía correctamente, me la sacaba de a Don Chingón, iba arrasando, me estaba yendo pa’ arriba como la espuma, me sentía abierto como pinche pavo real con el plumaje al cien, me sentía invencible, todos me la pelaban.  Hasta que el pinche cerdo de Martín, sin darme cuenta, empezó a calentar mi silla con un puto encendedor.
Al principio yo ni por enterado de qué pasaba, simplemente sentía medio raro el culo, pero es que después de dar tanta respuesta chingona no estaba yo para prestar atención a lo que mis nalgas sentían. Fue hasta que me levanté para escribir una respuesta en el pizarrón que se me destempló el rabo, y cuando regresé a mi pupitre para sentarme ¡chico gritote que solté!, pasado de verga, hasta manotee y sin querer le di un pinche cachetadón a Judith y la hice llorar.  Todos se reían de mi reacción y aplaudieron sus mamadas a Martín. Judith me dejó de hablar como dos semanas que en tiempo-niño es un putero. Con la espina no me iba a quedar, entonces maquilé la broma perfecta para ir por el cambio. Ya veía a todos riendo y aplaudiendo mi venganza, en mi mente todo iba a salir excelente, en mi ilusión hasta la maestra en vez de castigarme me exentaba de clases y de levantar papeles en el recreo.
Pasaron 8 días desde que me quemó el culo el marrano, y el miércoles fue el día del revire. Llegamos al salón después del recreo, ya comidos y correteados, agitados y sudados con la vibra del que la gozó chingón un ratón. Todo estaba listo para mí venganza, pero cuando vi por las ventanas que el puerco se acercaba a la puerta, la mente se me puso en blanco, “chingue su madre”, pensé, el plan perfecto había valido verga. Sólo recordé que mi plan empezaba parándome frente a él y nada más. Pero yo ya me la quería sacar de todas formas, así que me arriesgué a improvisar.
Recuerdo que me paré frente al puerco y me quiso empujar, pero  de la nada, cerré la puerta en su cara. Del vergazo se fue de nalgas y así como iba me le trepé, putazo tras putazo sobre su pinche madre hasta verlo sangrar. En realidad fueron como tres madrazos nomás pero a esa edad yo sentía que le estaba metiendo una re madriza. Me levanté y lo vi ahí en el suelo, todo apendejado y mis compañeros con cara de pendejos porque no sabían cómo entender lo que pasaba, fue como en cámara lenta. Total que al pararme y verlo ahí ya desmadrado, le puse un pinche patadón en su jeta justo cuando se iba a levantar, sin decir agua va. Sus lágrimas salieron, y el puto ya no le quiso atorar.

La Beba mandó a llamar a los papás de los dos y fueron al día siguiente. Estábamos todos en la dirección, mi mamá se disculpaba por mi actitud y me daba unos chingaqueditos a discreción; mi papá serio y callado; la maestra disculpándose con el papa de Martín, que dejó a todos como pendejos cuando dijo: "ya sé que mi hijo se siente muy chingón porque está gordo, ya le había advertido que algún día le iban a dar en su madre, lo que obtuvo fue su lección, y a eso se viene a la escuela, a aprender, aunque sea a madrazos, él debe entender que siempre hay uno más cabrón y que para verga, verga y media".

Años después (dos) Judith me dijo que la putiza que le di al gordo había hecho que yo le gustara y que por eso escribió el "sí" en el papelito. Y en la escuela todo fue tranquilidad, ya nadie se pasó de pendejo conmigo, incluso el Martín fue mi compa después; creo que ya grande estuvo en el tanque por lacra y drogo, un rato, pero luego le bajó de huevos y seguro le ha de ir de maravilla.


El Pinche Austin
Azcapotzalco, México DF ,  febrero del 2013


miércoles, 13 de febrero de 2013

Come y Quema

Primero, remojan el cotonete con una sustancia azul llamada benzocaína, que luego colocan en la mucosa, o sea; en la parte interior de tu mejilla y encía. Pasan unos minutos y después te inyectan. Anestesia para la anestesia.  
Cuando ríes con la cara anestesiada, la mitad de tu boca (la mitad anestesiada, claro) no se mueve. Sonríes a la mitad.  

Así que empecé a comer de todo, todo lo potencialmente dañino. Carne tártara, chorizo freído en aceite usado. Hice pruebas, hice cuentas y pregunté a doctores.  
Lo que obtuve es esto: No sólo la carne empeora el olor de las heces.

La endodoncia es una rama de la odontología que sirve para remover la pulpa de un diente, esto se hace cuando la pulpa ha sido alcanzada por una caries, o se necrosó por alguna especie de trauma. La pulpa es lo que mantiene viva a la muela, lo que hace que sienta y que esté conectada a todo lo demás de un ser vivo. En otras palabras, la endodoncia consiste en matar una muela.  
El doctor me pone boca arriba en su silla especial de dentista, me deslumbra con su lámpara de dentista y me pide que abra la boca para meterme sus manazas de dentista.   

Lo único que se le ocurrió decir a Sofía antes de largarse fue que mi vida era una mierda.  
Tu vida es una mierda y va a seguir así hasta que te des cuenta que las cosas no se resuelven solas. -decía Sofía.- Si todo lo que pasa alrededor de ti es mierda, obviamente vas a estar hundido en mierda. Y yo ya me cansé de limpiarnos el culo a los dos.  
Yo le dije que ojala nunca me hubiera enterado que ese era su concepto acerca de mí.

La luz de halógeno del dentista a ratos ciega y a ratos no. Cuando no, el reflejo me permite ver lo que pasa dentro de mi boca. Procuro no voltear a ver, pero los ruidos que de ahí provienen, y que parecen entrar del cerebro y salir a los oídos, obligan a voltear mis globos oculares hacia el interior de mi boca. Taladros milimétricos sacan una sustancia amarillenta de la muela.  
-¿Eh ah burba?-Pregunto.  
-Sí, es la pulpa, todo esto tiene que salir de ahí para que ya no duela.- dice el dentista. No tiene ningún problema para descifrar lo que la gente con metales en la boca tenga que decir.

A los tres días de que Sofía se fuera la ví en nuestro café. No en cualquier café, sino en el nuestro, sentada con un tipo de esos que traen cuatro celulares y la camisa abierta hasta las tetillas y un collar enorme con motivos religiosos y anillos grandísimos de esos que sólo los campeones del Super Bowl deberían tener y que tienen apellidos como Arriaga o Dupont o Rivadeneira. Esperé a que acabaran su latte o lo que fuera. Y los seguí.  
Llegaron a tremendo caserón, entraron y al cabo de un rato una habitación de la planta alta se iluminó y las puertas del balcón se abrieron. Cortinas de seda flotaron hacia fuera de la habitación como llamadas por la noche.  
Supongo que no jugaban Turista Mundial.

El guamuchil (o cuamuchil, o huamuchil) es un fruto rojizo, cuya vaina trae dentro numerosas semillas que se comen. Yo no conocía nada acerca de este alimento hasta que le pregunté a un doctor. Aunque no dejó de mirarme como si estuviera yo demente.  
-Si quieres que tu excremento realmente apeste, come guamuchiles. dijo el doctor, en su cara se veía que nunca creyó decir una cosa así- tiene cualidades digestivas, entonces ayuda a sacar lo que más tiempo lleve allá abajo.

Parecía que al tipo de apellido noble le había gustado el capuccino de la casa. El día que los vi en el café era martes. Al martes siguiente regresé y ahí estaban. Se acabaron los lattes, y de nuevo al mismo caserón, el mismo cuarto y el mismo balcón abierto. Otros tres martes y cada martes lo mismo. Siempre los seguí, se iban a pie, y más de una vez creí que me habían descubierto, volteaban hacia atrás, se hablaban al oído, y caminaban más aprisa. Pero fui cuidadoso.

Otra opción que tienes -decía el doctor, ya con cigarro prendido- aunque no muy recomendable, es comer sangre. La digestión es difícil, pero sirve.

La muela en cuestión se aísla de todas las demás, se coloca un arco de plástico de látex alrededor de ella, para que las bacterias que habitan en el resto de la cavidad oral (o sea, boca) no infecten a la muela en cuestión. A este arco de látex se le llama dique. En otras palabras, la muela muere sola.

Calculé que desde la reja de entrada al caserón debía haber unos diez metros de distancia, sería un tiro fácil. Una sola oportunidad, pero un tiro fácil al final.  
Sofía al principio apreciaba que yo fuera un tipo realista, que sabía cuáles eran mis alcances y que siempre trataba de mantener los pies en la tierra. Lo que empezó siendo realismo para ella acabó siendo conformismo y mediocridad. Se cansó de vivir en el planeta tierra y buscó el mundo de los sueños en brazos de un tipo con pantalones que traen el nombre del diseñador estampados encima y a mí todas esas idioteces de anillos y pulseras y caserones me revientan el estómago.

Empecé el sábado en la noche, lo primero que comí fue una vaina de guamuchiles, de ahí pasé a un poco de ubre de vaca y paté de hígado de bacalao, algunos mejillones con sal de ajo. Caramelo macizo con polvo piquín. Todo iba bien, de hecho no me molesta comer tanto, pero el caramelo lo jodió todo. Al masticarlo sentí como tronaba algo, y percibí un sabor que no era el de los caramelos. Era sabor a metal, sabor a amalgama de muelas.

El molar superior derecho empezó a punzarme en la boca.  
Te voy a decir algo que sólo los dentistas deberíamos de saber.- Me dice, con su mirada fija en mi boca.- a los pacientes no les importa si les haces un buen trabajo o no.  
Y dice:  
Todo lo que al paciente le importa es que el dolor desaparezca, puedes estar haciendo que la muela se pudra en unos 3 años, pero si no duele, el cliente queda contento.  
Se detiene por un momento, ve hacia el agujero profundo de mi boca y luego hacia el agujero profundo de mis ojos y dice:  Menos mal que estás en buenas manos.

Moronga, hortalizas, espárragos, alubias, habas.  
Y luego, la sangre. Me la tomé de un sorbo, era un vaso completo extraído de toda esa carne que venden en los supermercados en platos de unicel. Era espesa y difícil de tragar, el sabor me recordaba al de las pilas. Estuve cerca de vomitar, pero conté desde ochenta hacia atrás, y el mareo se fue. Para el martes había comido cuánta comida se me cruzó en el camino. Y los lattes se acabaron, y las luces se encendieron, y las cortinas flotaron.  
Normalmente me toma mucho esfuerzo hacer cuando siento que alguien me ve. Después de dos días, no te importa si el Papa te está viendo. Haces y ya.  
Nunca había defecado al aire libre. No está tan mal.  
Metí unas cuantas piedras a la bolsa marrón para que hicieran peso, aunque después de depositar lo mío me di cuenta que no eran necesarias, una vez la bolsa estuvo debidamente sellada, le prendí fuego con un encendedor que Sofía me regaló. Esperé a ver que el fuego consumiera una parte de la bolsa, e hice el tiro. Un solo tiro, bien hecho.

El dique, lo que aísla a la muela, roza constantemente con la encía que está entre dicho diente y el siguiente, la frota y sientes como si la punta de un nacho se te enterrara ahí. Cuando la anestesia no trabaja bien, y sientes los pequeños taladros surcando para que salga la pulpa, es como si te enterraran alfileres en el cerebro. Nunca me lo han hecho, lo de los alfileres, pero supongo que no debe ser agradable.

Para cuando aventé el proyectil el olor ya era insoportable, y todavía no prendía ni la mitad de la bolsa. No esperé a ver cuál era su reacción. Sólo corrí lo más rápido que pude. Cuando estaba lo suficientemente lejos volteé hacia atrás. Las cortinas estaban en fuego.  

El doctor acabó de rellenar el hueco que la pulpa dejó con un plástico llamado gutapercha, éste se calienta hasta derretirse, y antes de que vuelva a solidificarse se mete en los tubos de la muela. El humo que se libera te entra directo a la nariz. Dan ganas de estornudar, pero nadie tiene realmente ganas de estornudar cuando hay alfileres colgando de tu muela esperando a enterrarse en tu suave y tierna encía.  Dice:  
Listo para irte, verás que en un rato el dolor se va.  
Salgo del consultorio con la cabeza ardiendo, me paso la lengua por la encía y percibo sabor a sangre, sigo con la mitad de mi boca entumecida por la anestesia. Siento a alguien detrás de mi.  
No volteo.  
Continúo mi marcha, camino un poco más rápido pero el dolor no me deja correr, hace que la cabeza me duela. El olor a loción cara llega a mí desde la espalda.  
Eso es lo que me hace voltear. El maldito olor.  
Lo último que veo es un anillo enorme estrellándose en mi cara. En mi mejilla derecha.  
No duele. Estoy anestesiado. Sin embargo hace que mi cuerpo gire ciento ochenta grados y caiga boca abajo.  
-Eso es por quemar mis cortinas.-dice la voz desde arriba. Cuando giro mi cuerpo para ver quién es recibo otro puñetazo, mismo lugar.  -Eso es por obligarme a cambiarme de casa. Nadie puede soportar ese olor tan asqueroso.  
Esta vez la anestesia no ayuda, el puñetazo me hace cerrar los ojos y contener las lágrimas.  
Eres una mierda.- Dice el de apellido raro.  
Me quedo tumbado un rato, sin abrir los ojos, esperando a que el dolor ceda. Cuando por fin me siento capaz me levanto, sacudo la cabeza, y veo hacia el lugar donde estaba tirado.  
Una muela flota en un charquito de sangre.

Abraham Trujillo
México, D.F. febrero de 2013

lunes, 11 de febrero de 2013

Una noche de mitote


La noche es muy oscura, trrr trrr trrr hacen los grillos afuera. Tengo los ojos a medio cerrar y la respiración muy lenta. De pronto escucho unos toc toc toc toc toc toc toc toc en la puerta, con una desesperación casi demencial; uno, dos, tres segundos y de nuevo: toc toc toc toc toc toc toc toc ocho golpes en la puerta,
agresivos, urgentes. Me visto con el tiento que mis ojos me permiten ante tal oscuridad, mientras escucho por tercera vez los toc toc toc toc toc toc toc toc apresurados.
-¿Quién es?
-Yo cabrón tu padrino el negro.
-¿Qué onda güey?, ¡son las dos de la mañana!-lo veo apurado con respiración agitada, creo que se metió algún chocho- ¿qué traes?
-Vente ca’, necesito que me hagas esquina.
-¿Con quién o en qué? 
No me di cuenta, solo de pronto ¡track!, la puerta de la camioneta y trrrruumm el motor ya viejo intentando llevarnos en tercera. Noto un brillo en sus ojos que me dice que vamos por algo serio, algo malicioso y que es muy tarde para rajarse.
-Ahí está el “bat”, estate atento.
Se baja y ¡track! otro portazo.
Nos metemos  a un edificio viejo y en la entrada está el Paco, ni siquiera lo acabo de tener a un metro de distancia cuando ¡sok!, un cabezazo en la nariz y el inevitable chorro de sangre.
-¡Ya valiste madres pinche negro!- dice el Paco en tono histérico, un poco ahogándose con su propia sangre y sacando de su chamarra el alargado cuchillo.
De pronto ¡fuuuu!, el aire cortándose por la trayectoria del bat y un ¡trrrooock!, directo a las costillas.
El Paco solo alcanza a mascullar un grito de ahogo inentendible tras el batazo que le acomodé. ¡Cof, cof, cof!, tirado en el suelo y escupiendo sangre a borbotones.
-Vámonos cabrón- me dice el negro.
No me doy cuenta en qué momento, pero de nuevo estamos en la camioneta en una especie de piloto automático, aunque  puedo ver los labios del negro, solo escucho bla bla bla bla. A mi derecha escucho un ¡zuuum!, y medio segundo después el ¡bang! del balazo, otro balazo y atrás de mí: ¡crrrassshh! el medallón. El negro con los ojos cerrados, iiiiiiiiiiiiiiiiggg , el freno a tope pero ¡prrraaam! contra el árbol de frente. 
Todo está nublado. Iiiiiiuuu iiiiuuu  iiiiuuuu, la ambulancia y las luces rojas, veo al camillero que mueve la boca, “¿cómo te llamas?, ¿dónde vives?, ¿puedes oírme?".
Giro un poco a la izquierda ¡beep! ,¡beep!, ¡beep! suena constante el medidor de pulso. Vienen los médicos y tzzzzuuumm, el desfibrilador cargando, uno… dos… tres… ¡despejen!.. y de pronto ¡riiing riiing riiing!, el despertador.
¡Ufff! menos mal que fue sólo un sueño y muchas onomatopeyas.

Inocente Buendía
Ciudad Universitaria México D.F.

domingo, 10 de febrero de 2013

De los nueve que quedaban

Todo empezó cuando era una niña. Mis padres nunca me quisieron comprar un perro por más que yo rogara y prometiera que lo cuidaría y le daría todo el amor del mundo. Ellos decían que si sacaba buenas calificaciones lo pensarían y yo me esforcé al máximo durante mis estudios. Hasta en la preparatoria, siempre estuve en el cuadro de honor. Pero nunca me compraron un perro. 
Me compraron un hámster y un cuyo, pensando que dos roedores equivaldrían a un can. Mi madre jamás tuvo que limpiarlos o alimentarlos. Sólo cuando me iba a casa de una amiga por un día o de campamento en la escuela, pero sin contar esas ocasiones, veía a mis mascotas cómo hijos y cómo si hijos fueran, cargaba con la responsabilidad de ser su “madre”. Incluso cuando les demostré que podía cuidar perfectamente de los anteriores, NUNCA me compraron un perro. 
La casa era grande, teníamos un patio trasero precioso y a unas cuadras había un parque. Ni espacio ni amor ni cuidado le hubiesen faltado. Pero nunca llegó el perro. Finalmente me resigné a jamás tener uno. Veía a las personas en los parques o en sus coches, llevando a sus amigos peludos de aquí para allá. Los oía ladrar cuando pasaba frente a algunas casas o vagabundear sin rumbo por las calles. Al principio me invadía una envidia enorme y con el pasar del tiempo, aún cuando conseguí mi propia casa y bien pude comprarme un perro, el recuerdo de esos años me hizo desarrollar una aversión, no a los canes, si no a los dueños. Dueños que no sabían lo afortunados que eran de tener esas bolas de pelos, leales, juguetonas y amorosas, en sus vidas. 
Ellos no eran dignos de tenerlos. Si yo, que durante años hice hasta lo imposible para tener uno no lo conseguí, ¿Por qué ellos sí podían? No, definitivamente no eran dignos. Y si yo no tenía un perro, me encargaría de que nadie tuviese uno. Así pues, primero pensé en sustraerlos de los jardines, pero me di cuenta de que los animalitos no serían felices conmigo ya que extrañarían a sus antiguos dueños; por ello decidí mandarlos a “un lugar mejor”, claro, evitando en la medida de lo posible que sufrieran algún dolor.
Por tanto, durante años me he sentado en parques y veredas, esperando que un perro sin correa se me acerque a olfatearme. En ese momento, yo le ofrezco una salchicha o un pedazo de jamón y mientras están distraídos en comer, con un movimiento rápido, los espolvoreo con un veneno de mi creación a base de hongos y otras cosas. Esta está diseñada para que el perro comience a atontarse, dormirse y, cómo una vela, se extinga al cabo de unos veinticinco minutos. Suficiente tiempo para desaparecer de la escena y deshacerme de toda evidencia que pudiese inculparme. 
Mucha gente me conoce, y muchos rumores corren sobre mí; algunos dicen que pertenezco a una secta satánica, que devoro bebés, que en las noches aúllo a la luna o que soy una bruja. No puedo entrar a más de un parque y los niños me gritan “Cruella De Ville. Todo esto no me molesta en lo más mínimo, al fin y al cabo, es un apodo bastante adecuado. Es más, incluso considero que hago un bien público reduciendo la suciedad en la calle. 
Sin embargo nunca me he quedado a ver la cara de los dueños al ver a su perro desplomarse. Con imaginármela me basta. Seguramente será como si toda la tristeza que yo sentí durante años se condensara en unos interminables minutos. 
Una impotencia y desconcierto increíbles llenándoles la mente y la cara. Y no me siento mal por los niños llorones o los ancianos solitarios o las familias que entran en histeria, si yo nunca fui digna de tener un perro, ellos menos.

Fernando “Viento del Norte” Sánchez.

09 de febrero de 2013. Nelson, Nueva Zelanda.


sábado, 9 de febrero de 2013

Clóset


“No te echarás con varón como con mujer, porque es abominación.”
-Levítico 18:22
Creí que era una mujer.
-¿Por qué tan serio corazón?- dijo y me miró. Su mirada era lasciva.
No respondí, el auto seguía en movimiento, lleno de olor a perfume de cerezas.
- Tranquilo corazón verás que nos vamos a divertir. 
Acomodó,con su uña larga y fluorescente, el cabello que cubría mi frente. Recordé el escapulario que colgaba de mi pecho. Lo sentí debajo de la ropa.
-Cuéntame cariño, ¿estás enojado?, ¿estás triste?, vas a ver como ahorita se te olvida.
El conductor me miraba por el retrovisor. El escapulario comenzó a darme comezón.
-Pensé que eras una mujer- dije. Ello se rió. Su risa era la de un loro. Su voz y su nariz también eran las de un de un loro. Un loro hembra de risa perversa y estridente. Un loro del infierno que olía a perfume barato.
El taxi se detenía en cada semáforo, el conductor me observaba de reojo por el retrovisor cada vez que se detenía. Su mirada era maligna. Su boca era una mueca retorcida y burlona.
-Creí que eras una mujer- acaricié mi escapulario.
-¿Si? Eso todavía no lo sabes corazón.
Acarició mi pierna con sus uñas largas. Cerré los ojos, olí su perfume de mujer. Me faltó el aire y mi corazón rugió.
Subió sus dedos por mi pierna.
-La vamos a pasar bien corazón- dijo en mi oído y sentí su aliento y sentí con mayor fuerza la andanada de perfume de cerezas. Recordé al padre Gilberto.
Mi corazón golpeaba el escapulario de mi pecho a cada latido. Sentí el olor del padre.
-No eres una mujer- dije, el escapulario irritaba mi pecho- me engañaste.
Ello se apartó.
-No te creo que no sabías.
-Me engañaste- repetí y repetí.
El conductor se quedó serio, sus ojos se pusieron alerta, pero seguía firme avanzando.
-Ya me estás cayendo gordo papacito- dijo ello y cogió su teléfono celular. Mandó un mensaje.
-Me quiero bajar, detén el taxi-dije.
-No me toques, amigo- dijo el chofer, firme en el camino.
-Me quiero bajar, me engañaste –el escapulario me daba urticaria- pareces pero no eres una mujer.
Ello tenía cuerpo de mujer y manos y uñas de mujer. Pero la voz no.
-Por mi vete a la chingada pinche loco pero antes nos pagas, nos pagas la vuelta que nos hiciste dar-respondió ello.
El auto se detuvo porque un semáforo se puso en rojo.
-Son 150 míos de compensación, es lo que cobro por el oral.
-Y son 60 míos – dijo el conductor- te voy a cobrar lo que es de la llevada al hotel.
Una hilera de autos cruzó delante de nosotros. Traté de abrir la puerta.
- Sólo se abre por fuera amigo, ya sabes, por seguridad- dijo el conductor.
-Páganos y ya papacito, no me interesa estar con un loco medio psicópata.
El semáforo se puso en verde y el auto avanzó.
-Me engañaste, no eres una mujer de verdad.
-Mira, no te hagas el pendejo, que yo también quiero que te bajes y te largues, pero te estoy reclamando algo justo. Estoy trabajando. Si primero me buscas y luego te arrepientes no es mi problema. Yo no tengo la culpa de tus traumas.
Mi escapulario se hizo de fuego, me quemaba. Escuché la voz del padre Gilberto: “Te vas a quemar en el infierno”.
-¿En serio?- dijo ello con voz burlona.
-Deuteronomio veintidós punto cinco: No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es para Jehová…

-¿Qué?.. pinche loco. Ahora resulta que eres padrecito.
Ello rió impunemente, su lápiz labial manchaba sus dientes, su risa de loro retumbaba en los cristales del auto, el chofer sonreía, se burlaba de mí y del padre Gilberto.
El perfume de cerezas me sofocaba, y el escapulario se incendió entre mi pecho. Lo arranqué de mi pecho.
-Levítico 20:13, 
si alguno se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron...
Colgué el escapulario en su cuello.
-“Ambos han de ser muertos”- ello dejó de reír. La fuerza de Dios vino a mis brazos, regresó el alma divina del padre y me penetró.
El auto se detuvo. Ello comenzó a quemarse entre mis manos
-“Sobre ellos será su sangre”- dijimos. Ello comenzó a sangrar.
La puerta del carro se abrió, sentí un golpe en el rostro, dejé de ver, Dios me dio la fuerza para aferrarme a mi escapulario, otro golpe, me desvanecí.
Oigo las sirenas y el motor, veo la luz borrosa que se aleja partiendo en dos la oscuridad.
La voz del padre todavía retumba en mi cabeza.
Su recuerdo me ha salvado una vez más.

Romeo Valentín Arellanes
México, D.F. Febrero de 2013

miércoles, 6 de febrero de 2013

Sin tiempo para reflexiones

Intenté una solución más honesta, tomando en cuenta que la traición no existe cuando nos reconocemos como enemigo naturales.
Daban cuarto para las seis, el sol ya amenazaba con ocultarse, dejando a la penumbra rostros libres de gesticulación forzada, lo cual daba la tranquilidad de no tener que ocultar la mentira, ésta sería innata cuando cumpliéramos nuestros papeles y la acción se llevara sin mediaciones.
Ellos llegaron con dos minutos de atraso, me acerqué como era el trato, no había por qué intimidarse, ya todo estaba cubierto, dejé caer la bolsa a sus pies intentando adivinar su próximo movimiento, me fue imposible, pues apenas el bulto pesado tocó el piso ellos partieron.
La semana 15 en el tercer mes, la luna sobre la laguna no tintineaba, tanta tranquilidad me era sospechosa, entonces vi detenerse el auto en el que dos hombres salían con un bulto, algo parecido a un cuerpo envuelto, la luna sobre el agua se agito hasta ser prácticamente inapreciable, entonces no miré atrás, entré a casa y apagué las luces hasta que la mañana volvió.
Llegó la pascua, el oficial Rodríguez desistió de seguirme en su Tsuro 86 de vidrios polarizados, el tránsito era tranquilo y el sol daba esa calidez de primavera. Como era costumbre estacioné el auto, chequé la puerta y las llaves en mi bolsillo, di media vuelta y un rostro familiar me dio de frente, en su mano no había un arma de fuego, en su lugar un cuchillo de cocina, ella aún vestía las flores de nuestro último encuentro, la venganza no se hizo esperar, y en el suelo sintiendo la sangre tibia resbalar entre mis dedos me pregunté quién sostendría el arma la próxima vez.
VH. Switch
Febrero 2013, Edo Mex