domingo, 10 de febrero de 2013

De los nueve que quedaban

Todo empezó cuando era una niña. Mis padres nunca me quisieron comprar un perro por más que yo rogara y prometiera que lo cuidaría y le daría todo el amor del mundo. Ellos decían que si sacaba buenas calificaciones lo pensarían y yo me esforcé al máximo durante mis estudios. Hasta en la preparatoria, siempre estuve en el cuadro de honor. Pero nunca me compraron un perro. 
Me compraron un hámster y un cuyo, pensando que dos roedores equivaldrían a un can. Mi madre jamás tuvo que limpiarlos o alimentarlos. Sólo cuando me iba a casa de una amiga por un día o de campamento en la escuela, pero sin contar esas ocasiones, veía a mis mascotas cómo hijos y cómo si hijos fueran, cargaba con la responsabilidad de ser su “madre”. Incluso cuando les demostré que podía cuidar perfectamente de los anteriores, NUNCA me compraron un perro. 
La casa era grande, teníamos un patio trasero precioso y a unas cuadras había un parque. Ni espacio ni amor ni cuidado le hubiesen faltado. Pero nunca llegó el perro. Finalmente me resigné a jamás tener uno. Veía a las personas en los parques o en sus coches, llevando a sus amigos peludos de aquí para allá. Los oía ladrar cuando pasaba frente a algunas casas o vagabundear sin rumbo por las calles. Al principio me invadía una envidia enorme y con el pasar del tiempo, aún cuando conseguí mi propia casa y bien pude comprarme un perro, el recuerdo de esos años me hizo desarrollar una aversión, no a los canes, si no a los dueños. Dueños que no sabían lo afortunados que eran de tener esas bolas de pelos, leales, juguetonas y amorosas, en sus vidas. 
Ellos no eran dignos de tenerlos. Si yo, que durante años hice hasta lo imposible para tener uno no lo conseguí, ¿Por qué ellos sí podían? No, definitivamente no eran dignos. Y si yo no tenía un perro, me encargaría de que nadie tuviese uno. Así pues, primero pensé en sustraerlos de los jardines, pero me di cuenta de que los animalitos no serían felices conmigo ya que extrañarían a sus antiguos dueños; por ello decidí mandarlos a “un lugar mejor”, claro, evitando en la medida de lo posible que sufrieran algún dolor.
Por tanto, durante años me he sentado en parques y veredas, esperando que un perro sin correa se me acerque a olfatearme. En ese momento, yo le ofrezco una salchicha o un pedazo de jamón y mientras están distraídos en comer, con un movimiento rápido, los espolvoreo con un veneno de mi creación a base de hongos y otras cosas. Esta está diseñada para que el perro comience a atontarse, dormirse y, cómo una vela, se extinga al cabo de unos veinticinco minutos. Suficiente tiempo para desaparecer de la escena y deshacerme de toda evidencia que pudiese inculparme. 
Mucha gente me conoce, y muchos rumores corren sobre mí; algunos dicen que pertenezco a una secta satánica, que devoro bebés, que en las noches aúllo a la luna o que soy una bruja. No puedo entrar a más de un parque y los niños me gritan “Cruella De Ville. Todo esto no me molesta en lo más mínimo, al fin y al cabo, es un apodo bastante adecuado. Es más, incluso considero que hago un bien público reduciendo la suciedad en la calle. 
Sin embargo nunca me he quedado a ver la cara de los dueños al ver a su perro desplomarse. Con imaginármela me basta. Seguramente será como si toda la tristeza que yo sentí durante años se condensara en unos interminables minutos. 
Una impotencia y desconcierto increíbles llenándoles la mente y la cara. Y no me siento mal por los niños llorones o los ancianos solitarios o las familias que entran en histeria, si yo nunca fui digna de tener un perro, ellos menos.

Fernando “Viento del Norte” Sánchez.

09 de febrero de 2013. Nelson, Nueva Zelanda.


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