miércoles, 17 de abril de 2013

Charla de señoras

En mis años tiernos había escuchado a mi madre decir: “prefiero un dedo sabio que un falo idiota”. Se lo había dicho a sus amigas, en una platica de chicas, de esas en las que algunas veces el sexo, las risas y las perversiones propias de las mujeres salen con naturalidad. La frase fue para ellas, no para mí, por supuesto. Lo dijo con el aire de grandeza que la caracterizaba al anteponer su imagen de soltera, aunque con hijos ya mayores, que se daba el permiso de estar con el hombre que quisiera sin la obligación de ser la mártir del melodrama familiar. 
Ella dejó de ver en mi hermano y en mí a unos niños, nos trataba como pequeños individuos que comienzan a saber un poco más de sí mismos o de los demás, pero que no acaban de dar el paso entre la adolescencia y la juventud. En otras ocasiones seguía pensando que no entendíamos mucho, nos subestimaba tanto. Justo ahí me hallaba yo, en medio de una charla de señoras mientras cuidaba a sus hijos. No, la verdad es que no estaba pendiente de ellos, sólo veía la televisión. Ya me aburrían los chiquillos que se peleaban por algún juguete o porque alguien no quería hacer lo que el otro exigía.

En tal circunstancia, a veces lo que hablaban resultaba interesante. No sabía qué era eso del “falo”, pero por la risotada que soltaron las demás comprendí que era importante entender su significado. En efecto, por donde pude investigué lo que quería decir aquella oración. Me reí sola, sin tanta intensidad como las amigas de mi mamá por dos cosas: no la había terminado de entender y porque para esas alturas, el chiste ya estaba frío. Sin embargo, esta expresión fue como un consejo que llegó a mí de forma indirecta.
Para los años que tenía entonces ya me sonaba ridículo pensar en una pareja que como en los guiones fílmicos se preguntara “¿quieres hacer el amor?”. Pero también el sexo mecánico me parecía... Sin sabor. Diferentes materiales pasaban ante mis ojos: libros de consejeros de televisión, películas morbosas o muy “mielosas”, canciones que aludían al “la voy a hacer mujer” o muy parecidas. No necesitaba que lo hicieran porque ya lo era. Pero en esos días no lo comprendía así, sólo me generaba un malestar que sabía ácido.
Con ese tipo de ideas me sentía como un envase cerrado al vacío que tiene que hacer “plac” cuando es abierto por primera vez y que debía ser desechado si el sello de garantía estaba violado. No era un envase, no era desechable. Tampoco quería dibujar fronteras en mi cuerpo, ponerle líneas imaginarias para fijar límites entre lo permitido y lo jamás tocado. Con todo eso, además me veía perdida entre los clichés de “la puta” o “la apretada”. Entre el tener las mismas ganas que el otro, pero recordar en el instante menos preciso todo el peso de “la buena moral”, casi como el Manual de Carreño. 
Siempre volvía a mí la plática de todas esas féminas ansiosas de catarsis colectiva. El asunto que podía ser nombrado entre ellas por la complicidad de la edad y la experiencia. Conmigo no, no era de su clan, pese a que ya estaba en la edad de la famosa “calentura”. Mi madre no me guió por ese camino, pero agradezco que haya tenido un par de libros en su biblioteca, ésos fueron los que me dieron a escoger entre lo sabio y lo idiota. Y más que eso: entre el simple objeto, el pedazo de carne o un hombre que fuera sabio en el momento de tener sexo. Más con una chica que lo hacía por primera vez. 
Construí a tientas mi propio manual, con albur y sin él. Las obras fueron La filosofía en el tocador del Marqués de Sade y El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, irónicamente hechos por dos hombres. Sabía que no quería que nadie me tratara como la Eugenia de Sade cuando es penetrada por primera vez por el Caballero de Mirvel. No quería hacer de ese acto un espectáculo en donde el ganador viera correr mi sangre, cual matador que hiere a un toro hasta humillarlo mientras yace en la tierra. Un pequeño filme corrió dentro de mi cabeza, conmigo como protagonista de esa escena. Consiguió darme terror además de una negación absoluta a repetir aquello en la realidad.
Si bien Sade me dio la pauta de lo que no quería, a lo que sencillamente me resistía e incluso temía como para no dejarme dormir, también fue mi mentor. Me sirvió para derribar prejuicios, a construir la idea del placer más allá de los cánones de las señoritas, esas que no son“fáciles”. Deshacerme de tanta moralina. Hacerlo así porque era una condición natural. Dejar de contenerse, de atarse a la virtud virginal que tenía mucho de religioso, pero nada de terrenal, como lo era yo. Me quedaba tan sólo con la valentía de la “ardiente Eugenia”, como la calificaba al dirigirse a los libertinos.
De Márquez, me hallaba tan miedosa como Fermina Daza al pensar en el cómo iba a suceder. No quería decir el típico “tengo miedo”, tan burlado, pero tan válido. Chingarla y ser chingada, la fórmula tradicional. Bastaba de eso, no era cosa de tener miedos. Quería tener la decisión suficiente para saberme segura y divertirme. Admiraba a Juvenal Urbino, que no era un solo un miembro del cuerpo sino un ser completo que sabía excitar el deseo, la curiosidad. Ahí estaban puestas las posibilidades de que ella se conociera, de conocerlo a él. Del gozo de ambos, más allá del ritual de manchar las sábanas blancas.
Sabía que yo no sería ni Eugenia ni Fermina. Mucho menos quería a un Juvenal. Había que hacer lo propio: buscar, encontrar o pasar de largo. Me hallé en una o en otra parte del relato, ya como la mujer de Sade, ya como la mujer de Márquez. Huí del sexo mecánico de hombres que se pensaban voluptuosos, que querían hacerme aullar como en una película porno, pero que más bien sólo necesitaban masturbarse con una vagina natural. Al final sí tuve miedo: no sentía nada, no había algo que prendiera el deseo. Me iba, no sin antes chutarme su enojo, como si fuera una obligación predeterminada estar convidada de eso. 
En otra ocasión me topé con alguien al que no me pude resistir. No pude porque tampoco quise hacerlo: manos, labios, palabras sabias... Joven sabio, todo él. No estuvo de fondo musical Barry White, pero tampoco pensé en recitar a Carreño, Sade o Márquez. Simplemente fue mi historia con alguien más. No me importó si llamaría después, si lo volvería a ver. Lo interesante no era romper el sello de garantía y el acto ritual sino hacerlo sentir(me), en lo que él me hacía sentir. Hasta se me olvidó que traía el sostén más raído y los calzones que me habían regalado en Navidad.
Supe que era el momento, así sin velas ni una cama espolvoreada con pétalos de rosas rojas. Para eso estaban las películas cursis. En cambio, me dediqué a aprovechar la oportunidad: el ritmo de los besos que iba en aumento en fuerza, en velocidad. En el encontrarnos los puntos estratégicos que buscaban el tacto con vehemencia. En ver su expresión, escuchar la respiración, palpar la humedad, el calor. En oler su piel, con el perfume que tanto me gustó y que siempre hizo que lo recordara. Nos concentramos en mantener la narrativa precisa: un principio, un nudo y un desenlace que tenía la posibilidad de recrearse.
Otro día pude reírme de la frase de mi madre. Supe que prefería autocomplacerse a que alguien le encajara su “arma del amor”como si fuera un “mete-saca” liso y llano. Tenía razón: gustaba más “un dedo sabio que un falo idiota”, no sabía de cómo había llegado a tal conclusión, pero ahora la entendía. Ya me podía reír con más intensidad. Ni qué decir sobre el chiste, estaba más que helado entonces. Pero no conforme con aquella consigna, decidí apropiármela cambiando la primera parte por un “prefiero un hombre sabio...”.



Laura Arellano
Distrito Federal, abril de 2013

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