lunes, 15 de abril de 2013

De la virginidad, la pérdida.

Del silencio, la palabra.


Lo que les voy a contar es mera ficción, no obstante que sucedió de a de veras. Más que con una posesión que nos posee y que incluso puede llegar a ser vergonzosa, asocio “la virginidad” con un punto de fuga, apenas perceptible en el horizonte, que nos brinda la posibilidad de experimentar en más de una ocasión la emotiva pérdida que se vive con la “primera vez”. Es decir, la virginidad nos abre a la experiencia de una “segunda primera vez”, una tercera, una cuarta, una quinta, o tantas como el cuerpo, la imaginación y las palabras nos lo permitan. Dicha pérdida, cierto es, se vive a condición de una dosis de placer a menudo memorable, pero también estridente y hasta dolorosa. 
Mi primer grito de placer –lo recuerdo como si hubiera sido ayer— se fundó en el de un dolor que resuena como el eco de otros gritos oídos en el pasado. Pasado presente hecho de un grito virginal-inaugural, constituyente y constitutivo de un silencio que me permitió escuchar lo Otro que era, que soy y que sería sin arrojárselo al que, en mi segunda primera vez, tuve enfrente, debajo, de lado, encima y todavía adentro.
Para decirlo pronto, ¡mi primera vez fue con una chica! ¡Sí, con una chica! Dejando de lado los detalles, diré que aquella chica, su sola presencia, fue la modulación de un silencio que me llevó a oscilar entre el extravío de un sinfín de preguntas infortunadas y la perpetuidad del mutismo absoluto. Y como era de esperarse cuando se echa a andar la máquina de pensar, la cosa no paró ahí. Con el correr de los días ese silencio se prolongó hasta la angustia que acompaña a la pregunta por la verdad que nos habita. ¿En verdad me gustan las mujeres? Comencé a cuestionarme mientras me envolvía un silencio espeso que me carcomía el ánimo de angustia. 
Aquél silencio, vaya cosa, ¡era una voz! Una voz que todavía hoy sabe escucharme allí, en ese desgarro que aún pulsa, que silente testimonia y dice algo de eso que es en mí más que yo mismo: el deseo que habito y que me habita. Síncopa de existencia, como lo nombró Jacques Lacan, aquel fue un silencio que me planteó una pregunta hasta entonces ignorada por temor al qué dirán, por quedar bien o para cumplir con el deber ser. 
Luego, al cabo de unos años (¡sí, años!) y no sin la carga de múltiples culpas, maldiciones, adicciones, abstenciones obsesiones y penurias psíquicas (o chaquetas mentales, como también se las llama), esa angustiosa pregunta fue luz que proyectó la sombra de mi verdad, mi otro yo-homosexual construido, cincelado, a golpes de silencios… De silencios que cesaron de ser mutismo vestido de parloteo estéril, para abrirle paso a la palabra, ¡a mi palabra! La que ya no buscaba subsanar o negar el silencio sino prolongarlo, recuperarlo para decirlo de otro modo… con amor. 
Fue entonces cuando estuve listo para recibir en mí a otro hombre, para abrirme como flor nocturna a su plácida noche –diría el poeta—. Entonces hubo en mí la experiencia de la segunda primera vez. Segunda vez en lo carnal, primera vez en el amor y la puesta en acto del deseo. De entonces a la fecha me he autorizado a experimentar otras primeras veces con las que perdí otras tantas virginalidades: ahí está Jesús, con quien perdí la impaciencia; Morgan, con quien perdí el temor a la vulnerabilidad y la ternura; y RP, con quien perdí la memoria… 


COROLARIO 


En este mundo pautado por un orden psicótico donde predominan las buenas consciencias que se miran en el espejo de las malas, la angustia se perfila como el infinitivo de la vida que nos habla de un deseo, en mi caso, AMAR. Tanto la experiencia del amor como la virginidad, angustian. ¿Por qué? No porque sean la mueca congelada de una posesión sin vida o de una vida poseída, sino porque nos remiten a ese vacío estructural que es el deseo. Deseo que no busca su satisfacción en la posesión ni en la conservación sino en la pérdida y la búsqueda. El que ama busca, el virgen experimenta. 
Si el amor es deseo que se enciende más y más con la evidencia de lo inalcanzable, la virginidad no puede más que demandar su pérdida. El que ama no posee, busca, hace. Sí, el amante, más que un poseedor poseído por lo que cree poseer, es un hacedor, un esculpidor de silencios para escuchar la ausencia que lo constituye, esa que le permite albergar al Otro sin necesidad de posesiones ni justificaciones ni fundamentalismos. Pensado y sintiendo así, el amor deviene experiencia virginal que nos arriesga a la pérdida. El que ama, apuesta. Inconmensurable apuesta es esta por la libertad, no la propia sino la ajena, la del Otro. Y esta es, ya lo dijo el poeta, libertad bajo palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.



El tal Alfred
México, D.F. Abril de 2013.





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