miércoles, 3 de abril de 2013

Ojos vírgenes

Los disparos pararon. Ramírez acababa de llamar al cese al fuego. A su alrededor, la selva se volvía a sumir en silencio. Las ruinas de lo que alguna vez fue una aldea se extendían frente al escuadrón federal. Parecía no quedar ya ningún indio vivo. Los arbustos y el suelo lodoso les ofrecían un refugio temporal, pero nadie se atrevía a moverse. 
 
-¡Reagrúpense! ¿Cuántos quedamos?- vociferó Ramírez.-Ocho, Coronel.
-¿Ocho? Me carga la chingada ¿Dónde está Gómez?
-Muerto.
-¿E Ibáñez?
-Muerto también.
-¿Prado, García, Rodríguez?
-Todos muertos.

Ramírez suspiró. Esto no había acabado, lo sabía… tanto silencio, después del tiroteo, no le daba buena pinta. De un momento a otro la tormenta volvería a empezar.
 
-Coronel –era el Teniente Godínez quien hablaba- ¿Registramos el lugar en busca de rebeldes supervivientes?
-No. Algo no me pinta bien. Estoy seguro que nos disparaban con una M-2
-¿Y de dónde chingados iban a sacar estos pinches revoltosos una M-2? Déjese de pendejadas, Coronel. Ya hemos perdido a medio escuadrón por sus pendejadas. Ordene ya el avance de las tropas.
-¿Tienes muchos huevos para hablarme así, verdad cabroncete? A ver, si tantos huevos, registra tú esa jodida aldea. Y que te sigan los que estén tan pendejos como tú.
No hubo que decírselo dos veces. Godínez se apeó, lleno de orgullo. Estaba decidido, sería él el héroe. Lo nombrarían Coronel. Y a Ramírez se lo podía llevar la chingada. 
-¡Síganme los que aún tengan huevos!

 Tres hombres le siguieron. Atravesaron los arbustos, caminaron hacia la aldea. Silencio, ni un alma parecía moverse entre las ruinas. Godínez avanzó diez metros, silencio. Veinte metros, silencio. Treinta metros…

 La M-2 rugió. Ramírez pudo verlo, la ráfaga provenía de la vieja escuela. El plomo golpeó a Godínez y a sus hombres.
 
-Coronel, ¿abrimos fuego?- Preguntó un cabo.
-No, deja que se entretenga con ellos. Tengo una idea.
Ramírez había notado que había una apertura en el costado de la escuela. Si aprovechaba que el artillero que ahí se resguardaba estaba ocupado matando a Godínez y sus hombres, quizá podría flanquear los arbustos y llegar hasta ahí…
-¡Síganme!- exclamó el Coronel

 Corrió, entre los árboles, entre la selva y el lodo. Pero era muy tarde. El artillero había acabado con Godínez y ahora disparaba contra las tropas. Una ráfaga pasó rozando a Ramírez, quién se tumbó entre unos arbustos.

 Miró hacia atrás. El cabo y otro hombre estaban en el suelo, inmóviles. Muertos. Entre los arbustos se refugiaban aún dos soldados. No había forma de que llegaran a donde Ramírez, sin que antes el artillero los deshiciera a plomazos. En frente, la escuela estaba a menos de diez metros. Si se arrastraba entre la hiedra, Ramírez podría llegar ahí a salvo. Pero tendría que hacerlo solo.

 Ramírez entró por el hueco, a la escuela. Ese puto artillero había barrido con prácticamente todo su escuadrón. Y ahora, iba a pagarlo. El Coronel subió por las ruinosas escaleras, hacia la posición enemiga. Y entonces la vio.

 Parada detrás de la ametralladora estaba ella. Morena, el negro cabello caía por sus hombros. De su piel, su morena, bronceada piel, emanaba una belleza exótica, una belleza de india. No debía de tener más de trece años y sin embargo, esa niñita, esa pequeña india, esa dulzura, había matado a más hombres que muchos soldados, quizá incluso más que Ramírez.

 Ella no lo vio venir. Estaba distraída, observando la selva frente a ella. Esperando cualquier movimiento, cualquier señal para disparar la M-2. Ramírez la tomó por el cuello y la lanzó al suelo. No le costó mucho trabajo, la pequeña asesina era débil. Y entonces Ramírez lo vio, oculto entre los negros ojos de India. Algo que nunca había visto. Se mezclaban en esos ojos, una dulce pureza virginal, y una terrible furia asesina. Eran los ojos de una guerrera, de una amazona. Pero también de una niña, una virgen.

 Esto, de alguna manera, excitó a Ramírez. Se abalanzó sobre la India, le rasgó las ropas. Y ella no lloró, no suplicó piedad (¿Sería esa costumbre de no temer cuando las violaban, lo que llevaba a la raza de los indios a luchar incluso en las peores circunstancias? ¿Sería esto lo que hizo que esa niña matara a tantos hombres, en venganza de su familia, de toda su gente masacrada por el Estado?) 

 Ramírez forzó a la niña a abrir las piernas. Ella luchaba, lo golpeaba o rasguñaba. Lo mordía. La furia, el odio en ella solo excitaba más al Coronel. Él la penetró, sintió como su coño virgen se abría como una flor deshojada. Apretó sus senos, arremetió contra ella. Dentro de ella. Y entonces, acabó. En medio de la sangre, Ramírez esparció su semen. Había sido el mejor sexo de su vida.
 
Ramírez se apeó, se subió los pantalones. Vio a la india. No lloraba. No temblaba. Sus ojos no reflejaban temor, solo odio. Y qué odio. Ramírez no volvería a ver tanto odio reflejado en unos ojos, ojos que solían ser vírgenes. Ni siquiera pudo sostenerle la mirada, ni siquiera pudo verle la cara cuando colocó el cañón del revolver entre esos ojos vírgenes. Y tuvo que cerrar los propios ojos cuando jaló el gatillo. 
 
Daniel Votán Gómez Navarro
México, DF 2013
 
 
 

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