lunes, 6 de mayo de 2013

La Gran Antropófaga

Llegas y la calle que se despliega fuera de la terminal de autobuses con su multitud de automóviles y personas te paraliza. Te sientes como un animal en la carretera que ve con pánico como se acercan a toda velocidad un par de ojos iluminando el asfalto. Jamás habías estado en la gran ciudad, siendo que en toda tu vida lo único que has conocido es tu pequeño pueblo de no más de setecientos habitantes, donde todos se conocen entre sí y donde las noticias llegan a cada rincón en menos de veinte minutos. Sin embargo, ahora has decidido dejar la vida de campo para mudarte en busca de nuevas y mejores oportunidades. Tu primo vive aquí hace tiempo y fue él quién te dijo que en la ciudad se gana más dinero, se tienen más cosas y “se vive mejor”. 

Una hoja de papel con una dirección y un teléfono es lo único que te guía por las sobrepobladas calles de la metrópolis. El mapa que compraste en la terminal no te sirve de gran cosa, miles de calles, avenidas, cuadras y colonias hacen imposible el encontrar la que buscas. “Disculpe ust…” “Buenas tardes, me…” “Sería mucha mo…” La gente simplemente sigue caminando, te ignora y no le interesa ayudarte. Un hombre de traje te da una moneda con desprecio, una moneda que no pediste ni necesitas, pero que ahora está en tu mano, con su superficie sin brillo y sus relieves pulidos, resultado de las miles de transacciones de las que ha sido parte. 

Caminas buscando una tienda mientras intentas descubrir qué hora es. No tienes reloj o celular, tú siempre te has guiado por el Sol, pero lo único que tus ojos ven ahora son edificios altos y grises, un cielo azul cenizo y pavimento. Finalmente hayas una tienda donde compras una tarjeta para el teléfono público. Cuando la insertas en la ranura de la cabina llena de grafitis, la pequeña pantalla se ilumina con un mensaje que te indica que la tarjeta está vacía. La señora mal encarada que te la dio, la ver tu cara de provinciano, con lujo de cinismo te estafó; sin embargo ese tipo de pensamientos no pasan por tu mente. Regresas a la tienda “Creo que se ha equivocado…” Se niega a devolverte tu dinero alegando que seguramente esa es otra tarjeta y la estás intentando engañar “No me importa si llegaste hoy, esa tarjeta no te la vendí”. 

Como puedes te mueves entre la gente, cargando tu equipaje e intentando no golpear a nadie con él. Sin embargo te llueven codazos y empujones “Muévete estorbo…”. Los policías no tienen ni idea de dónde queda la calle que buscas y la noche empieza a hacerse presente. Todo comienza a iluminase dejándote boquiabierto, jamás habías visto tanta luz a ras del piso. 

El taxista que finalmente se detiene a recogerte te da un paseo de dos horas por la ciudad antes de dejarte frente al apartamento donde vive tu primo, el cual, resulta que estaba únicamente a seis cuadras de donde estabas hacía un rato. Tu primo te recibe con una sonrisa, le pides agua y te da refresco. Te pide perdón por no haber ido a recogerte “Pero ya sabes, uno siempre tiene muchas cosas que hacer…”. Te pregunta por tu viaje, si te fue difícil encontrar la dirección. Tú cuentas tu travesía y él sólo se ríe. “Ya irás acostumbrándote a la vida de ciudad” 

Pasas un año alejado del campo, consigues un trabajo y tú te adaptas a la nueva vida. Te importa un bledo la gente, te apañas los lugares en el subterráneo y que la embarazada o el anciano que se jodan, insultas a medio mundo en la calle y pasas de largo frente a las personas que te piden ayuda o dinero. A ti nadie te ayudó, ¿Por qué habrías de ayudarlos a ellos? 

Poco a poco, la gente y la ciudad se han devorado tu alma, dejando sólo una sombra, un esqueleto ambulante. Un robot en la calle, un número en el banco, un ticket en el metro, un asiento en el cine, un comprador en la fila del supermercado.
Un citadino. 


Fernando “Viento del Norte” Sánchez. 01 de mayo de 2013. Wellington, Nueva Zelanda. 



Nota del autor: Este cuento no se ambienta en el D.F., en Wellington, en Tokio o en Nueva York, este cuento tampoco busca criticar o etiquetar a todos los citadinos, incluyéndome, cómo unos desgraciados.
Este cuento, tal vez un poco exagerado (pero no mucho) nació de la impresión tan fuerte que me provocó el regresar a una ciudad después de haber vivido durante casi nueve meses en pequeños pueblos* que se pueden cruzar caminando en menos de una hora, con sólo dos o tres calles importantes y dónde las estrellas alumbran las noches.
*Esto último es sin contar Christchurch, no obstante, dada la condición en que se encuentra, es casi una ciudad fantasma.


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