Comenzó igual que
comienzan las enfermedades crónicas, con un síntoma aparentemente
insignificante. El señor Martínez notó que le faltaba un pedacito del dedo
meñique en su pie derecho. El hueco lucía tan natural como una callosidad, como
si el dedo hubiera sido limado por el paso del tiempo, no le dolía, no le
sangraba, no le impedía caminar así que no le dio mayor importancia. Tenía
otros temas urgentes en qué pensar, como pagar la hipoteca, el auto y su enorme
deuda con las tarjetas de crédito, eso sí le preocupaba y lo frustraba. Cuando
comenzó a endeudarse destinaba gran parte de su sueldo a pagarle a los bancos,
con la esperanza de liquidar los compromisos más rápido, se decía que era mejor
“sufrir carencias unos meses” que estar endeudado para siempre. Pobre iluso,
porque invariablemente al final de cada quincena se quedaba sin un centavo y
tenía que echar mano de las tarjetas de crédito para cubrir sus necesidades
básicas. Así, cada fin de mes la deuda había crecido un poquito más, y de
poquito en poquito llegó el mal día en que el señor Martínez fue incapaz de
cubrir los pagos mínimos. Lo que temía sucedió, se atrasó y los intereses del
adeudo se inflaron hasta volverse impagables. El señor Martínez notó que ya le
faltaba todo el dedo meñique del pie derecho y parte del homólogo en el pie
izquierdo, pero seguía sin dolerle, sin sangrarle y podía caminar
perfectamente, por eso aunque se preocupó algo y se dijo a sí mismo que iría al
doctor, no lo hizo, se le olvidó, abrumado como estaba por el acoso de los
bancos que inundaban su buzón con citatorios y avisos de embargo, y que lo
llamaban por teléfono incluso de madrugada para recordarle el vencimiento de su
fecha de pago, estaba enganchado. Una tarde de principio de mes, el señor
Martínez llegó fatigado del trabajo como de costumbre, y recogió la
correspondencia del suelo como de costumbre. Se quitó los zapatos, se sobó sus
cada vez más incompletos pies; tumbado sobre el sillón que aún no terminaba de
pagar, abrió con fastidio cada uno de los sobres: recibos, avisos de embargo,
publicidad. En el último sobre, el señor Martínez encontró una nueva tarjeta
con su nombre grabado en letras doradas, una tarjeta de crédito ilimitado que
jamás había solicitado. Provenía de un banco tal vez nuevo, que el señor
Martínez nunca había escuchado nombrar, ni recordaba haber visto alguna
sucursal. Dentro del sobre también había un folleto en el que se indicaba que
la tarjeta se activaría automáticamente en la primera compra, o se desactivaría
a los tres meses en caso de no ser utilizada. Habló para cancelarla, pero nadie
respondió en el número escrito en el sobre, y en Internet el portal del
misterioso banco estaba “temporalmente fuera de servicio”. Se prometió a sí
mismo que no usaría el nuevo plástico hasta no tener más referencias… no pudo
cumplir su promesa, pues sobregirado como estaba tuvo que echar mano de ella
para comprar un litro de leche, rastrillos, una botella de ron, un paquete de
analgésicos y unas vendas. El cajero de la tienda tomó la tarjeta sin
suspicacia alguna, como si diario vieran millones de esa marca y a deslizó por
la banda magnética son suavidad y confianza.
El siguiente síntoma,
registrado algunos meses después de la llegada de la nueva tarjeta, fue la
caída de cabello, no la caída normal de su edad, sino que en tres días se le
cayó tanto que parecía un enfermo de tiña. Luego se le cayeron varios dientes y
desaparecieron completamente los dedos de ambos pies. El doctor descartó la
tiña, la anemia y la lepra, que son enfermedades que pueden causar síntomas
similares, e hizo lo único que pueden hacer los doctores cuando no comprenden:
más estudios y más análisis. Aparentemente su vida no corría peligro, dijo el
doctor, pues sus síntomas no eran dolorosos, no había secreciones y el señor
Martínez podía seguir con su rutina en relativa normalidad. Vale decir que el
señor Martínez pagó todos estos servicios con la tarjeta de crédito del banco
misterioso y que en todos los meses que llevaba usándola nunca había recibido
un estado de cuenta, nunca vio una sucursal, no pudo acceder al portal
electrónico y tampoco pudo comunicarse a la línea de atención a clientes. El señor
Martínez no sabía nada de aquel banco y no le cabía otra explicación más que la
tarjeta pertenecía a otro Juan Martínez y había caído en sus manos por error,
así que se decidió usarla hasta que alguien reclamara. Estaba más tranquilo y
confiado con esa tarjeta aunque su condición de salud se hacía más rara, aunque
los intereses de sus otras tarjetas seguían creciendo, aunque los acreedores
seguían inundando su buzón con citatorios y avisos de embargo y seguían
despertándolo de madrugada con amenazas telefónicas. Esas malditas llamadas
eran lo que más le molestaba, hubiera hecho cualquier cosa por detenerlas. Por
eso se arriesgó a transferir todas sus deudas a la del banco inxistente.
Primero probó en el banco Santander, luego en Bancomer, en Banamex, en la
tienda Liverpool, en el autofinanciamiento, en la agencia hipotecaria, todos
sin dudarlo, estuvieron de acuerdo en liquidar el adeudo, mejor dicho, en
vender la vencida cartera vencida del señor Martínez al banco desconocido.
Igual que los cajeros de las tiendas, los ejecutivos bancarios parecían estar
familiarizados con el “misterioso” plástico de Martínez. Se sintió por fin
liberado, compró champagne para celebrar y pensó que al día siguiente iría al
dentista a cotizar una nueva dentadura. Esa noche las llamadas cesaron. Sin
embargo la resaca llegó. Lo despertó el olor a sangre y la humead en su camisa.
Los huecos de sus encías chorreaban. Estaba empapado. Luego un calambre. Gritó
de dolor. Intentó sobarse la pierna acalambrada, pero ya no tenía pierna. Sonó
el teléfono. Sintió un calambre en la otra pierna. El teléfono insistió, la
otra pierna también desapareció. Un calambre en la cintura y el teléfono seguía
sonando, alguien tocó el timbre. El señor Martínez cayó al piso y se arrastró
en un intento estúpido por tratar de hacer algo para aguantar el dolor mientras
el teléfono pitaba y el timbre sonaba y los calambres ascendían por su cuerpo.
Alguien deslizó un estado de cuenta por debajo de la puerta y la cabeza de
Martínez seguía arrastrándose en el suelo chorreando sangre.
Romeo Valentín Arellanes
México DF, mayo 2013
Toda dicha cobra factura.
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