lunes, 21 de marzo de 2016

El primer amanecer




Para Fabrizio Alejandro

Voy camino a ninguna parte, pero debo saber llegar.
“Camino a ninguna parte”, Los Estrambóticos


A media noche, la oscuridad se fuma en una bocanada, pero no desaparece con el humo, aparenta ser eterna con cada parpadeo y efímera en el cielo como una estrella fugaz. Camino sin estar seguro de que existe un destino. Sin madre, literalmente sin madre, no hay hogar. Ahora la abuela también está muriendo y yo vuelvo con él, con quien se dice mi padre.
Los otros pasajeros me miran como un maldito bicho raro, como si nunca hubieran visto a un chavo fumar, de seguro sus jodidos hijos están más apestados que yo por este cigarro. El chofer del ómnibus nos acarrea, los nueve pasajeros abordamos. Me hundo en el asiento; esta paradita me cayó mal, pues el frío traspasa fácilmente el cuero negro. Noviembre siempre es así, con las estrellas perdidas en el frío. Acomodo mi guitarra, mi “negra”, para evitar que se caiga del asiento. Veo por la ventana y recuerdo la primera vez que mamá perdió el cabello, de hecho muy apenas recuerdo los rizos cafés por su frente, estaba cansada casi todo el tiempo, se quedaba dormida en los sillones y a veces me obligaba a tomar la siesta con ella. Yo renegaba, lloraba y trataba de hacer un buen trato para escapar de la alcoba, pero poco a poco, al llegar de la escuela, ya era hora de la siesta. Y en la noche, después de esas fantásticas historias donde éramos estrellas de rock, ella tocaba frenéticamente la guitarra de aire, se acababa El son del dolor y comenzaba mi canción, me cargaba por unos segundos y, si no estaba él, subía todo el volumen y cantaba: “Nunca supe cómo bajarte a ti una estrella, pues mi reino no pasa de la azotea”. Me devolvía a la cama, y mil besos después, me dormía.
Creo que siempre he soñado con ella, a pesar de todas esas patrañas que me cuenta mi abuela. Yo nunca vi a mamá con un cigarro en la boca y ella me amaba, me amaba, no me la imagino fumando mientras estaba embarazada; y si fuera cierto, todos y todas fuman en la familia, es más culpa de mi abuela que de ella. Además el cáncer le dio en el colon, no en los pulmones. La abuela sólo lo dice para que yo deje de fumar, como si ella misma pudiera dejar de hacerlo; pero no creo que eso pase, es nuestra única escalera al cielo. Llevo conmigo todos los casetes de mamá: Rock en tu idioma y muchos clásicos en inglés. No sé por qué mamá nunca aprendió a tocar la guitarra, por qué en vez de ser una rockstar se casó con un viejo amargado diez años mayor que ella: se conocieron, salieron y no sé exactamente su historia, a la abuela nunca se la contaron, ella sólo sabe que por mi llegada mamá dejó la universidad. Quizá su historia en algún momento fue de verdadero amor. Lo único que lamento es que los CD están remplazando a las cintas y en la casa de la abuela se queda la casetera; ahora los escucharé en solitario, en mi walkman. Igual y en la ciudad de México las encuentro en disquito para cualquier reproductor láser.
Cuando los rizos de mamá volvieron a crecer, yo aprendí a leer, hacer cuentas y hasta la tabla del cinco. Ella me llevaba todos los días a las clases de batería, porque en nuestro grupo, yo era el baterista, él el bajista y ella la guitarrista. Tocaríamos todas sus canciones favoritas, conoceríamos a mi tocayo Alfonso André y nos echaríamos un palomazo, como grandes amigos. Todas las noches “ensayábamos”; para ese entonces mamá dejó de cantarme la misma canción, sólo me cantaba con las que podía tocar furiosamente su guitarra de aire y sacudir su corto cabello. Yo siempre quería más, pero teníamos que detenernos antes de que él llegara, lo único que me hacía dormir era la promesa de que el día siguiente sería más emocionante.
—Mira qué tarde es y no hay rastros del sol; si no te duermes no podrá amanecer, así que cierra los ojos para que el sol vea que estás dormido y se anime salir.
—Pero ya quiero que sea de día, mamá —qué tarado me veo, ojalá nadie haya escuchado que hablo solo y dormido. Mejor me levanto. Todos los pasajeros parecen estar soñando cosas inquietas. Camino hasta el final del autobús, tengo más sed que ganas de orinar, pero entro al baño. Aquí sí se siente la velocidad, ¿así cómo puedo orinar? Seguramente sentado, como indican los dibujitos en la puerta. Sólo me miro en el espejo. ¿Qué demonios hago aquí? No tiene sentido que deje a mi abuela, que deje mi casetera, que deje que me manden con él. Aún retumban en mi mente las súplicas de mi abuela diciéndole que soy un buen chico, que puedo recomenzar la prepa allá, que está muy enferma, que ya tiene los labios morados, que muy apenas la cuidan a ella, que me reciba con su nueva esposa y sus dos hijos, que después de todo yo también necesito un padre.
Me veo en el espejo, casi no puedo mantenerme de pie. Dicen que tengo los ojos de mi mamá, casi no la recuerdo: me es muy difícil no mezclar los momentos de cuando ella tenía cabello, con la imagen de su cabeza cubierta por los pañuelos multicolores. A menudo necesito recordarla mientras veo algunas de sus fotografías de cuando yo nací, con su pelo hasta la cintura y su piel sin manchas. Sus ojos combinaban con su cabello y tenía la misma nariz que la mía, larga y delgada. ¿Qué dirá él cuando me vea? ¿Se acordará de ella?
Regreso a mi asiento. A la noche le cuelga un rato y al viaje unas ocho horas. A veces, cuando se me antoja un cigarro, en un flashback, veo a mi mamá fumando y hablando al mismo tiempo, pero nunca encuentro ese momento exacto en mis recuerdos. Ya no sé, quizá simplemente era cierto.
La segunda vez que mi mamá perdió el cabello, todo fue tan rápido, tan oscuro y mi memoria lo resume en sólo tres actos: en el primero ella está vomitando, hincada en el baño, con la luz apagada, yo la enciendo, ella voltea y me dice que todo está bien; en el segundo, ya no tiene cabello, se mira en el espejo con una enorme cicatriz en su vientre hinchado, sonríe diciendo que parece negrito de África; en el tercero está acostada en su cama, se escucha mi canción, con la que siempre me dormía la primera vez que perdió el cabello, me abraza y me canta la primera estrofa, me suelta; yo me levanto y toco la cabecera con mis baquetas, entonces entra él y me dice que deje mi escándalo, que mi mamá necesita descansar. Después de ese día no la volví a ver.
Desde entonces estuve con la abuela. Pasaron los días. Él venía muy pocas veces a verme y en una de sus visitas, de no más de diez minutos, me trajo un walkman, todos los casetes de mi mamá y un par de baquetas nuevas. Sólo me dijo que ella me las mandaba, que ahora eran mías. La abuela lloraba gritando, que por cuidarme, no cuido a su hija; a él se le quebró la voz por unos segundos. No quise escucharlo más, me coloqué los audífonos y corrí tan rápido que en un instante ya estaba en el patio. La noche comenzó a apoderase de todo, inclusive de mí y del rock a todo volumen. Mi corazón latía tan rápido, sólo podía llorar, pero en un instante paré de golpe, entonces vi las estrellas de noviembre y parecían brillar más que nunca. En ese momento creía firmemente que mamá seguía viva, pues las estrellas como ella seguían brillando. Me quedé mirándolas, mientras la batería estallaba en mis oídos y el bajo retumbaba en mi estómago. Ella tenía que estar viva.
Ahora ya no me deslumbran las estrellas, trato de no verlas, porque cuando la inmensa energía irradiada por una supernova nos cautiva, sólo significa que ha muerto años luz atrás. Menos toco la bataca, pues la abuela administraba demasiado bien el dinero que él me mandaba y nunca lo desperdició en tontas clases de ruido. También controló casi todo mi tiempo, así que en  secundaria, no iba a clases, para aprender a tocar la guitarra y fumar atrás de los salones. Para segundo año, la abuela aceptó que entrara a la rondalla, mientras no descuidara mis tareas. Creo que lo permitió porque a la familia se le pasó la lástima por mí. La abuela dejó de cuidarme y defenderme todo el tiempo, entonces me convertí en el jodido hijo del dominio público: todos tenían el derecho de regañarme, pero sin la obligación de darme algo, pues no eran mis padres. De cualquier forma nunca tuve que pedirles nada. Él me regalaba lo que yo pedía en cada navidad y quinientos pesos para mi cumpleaños. Así que la navidad pasada me mandó mi guitarra eléctrica, mi “negra”, y el amplificador. Nos volvimos inseparables, por eso mi negra va a un lado mío, entre la ventana que muestra la noche y yo. Aunque en vez de púas me mandó un par de baquetas, él lo recordó: en nuestra banda yo era el baterista. En ese instante me sacó de onda, y esa navidad, el sonido de una batería volvió a estallar en mi cabeza. Supongo que por eso estoy en este autobús, tratando de sentirme unido a él, imbécilmente quizá, después de ocho años.
Sé que es una razón estúpida. Pero supongo que soy estúpido. Porque desde el funeral de mi mamá no volví a tomar unas baquetas. Tampoco me acerqué a verla en el ataúd, sólo me paré detrás de las cortinas. Le di lástima a la abuela, me rescató de esa tela gris: aún recuerdo su rostro rodeado de canas y el resto de su cabello café detrás de sus orejas, sus ojos cristalinos mirándome; ésa fue la última vez que me cargó, yo le dejé el hombro empapado y entonces regresamos a casa. Al llegar, sólo miré por la ventana hacia la calle. La abuela fumó en silencio toda la tarde en la cocina. Se hizo de noche. Vi que él llegó, bajó con una maleta de su carro negro. Entró a la casa, trató de no verme y habló más de diez minutos con la abuela. Yo seguí en la ventana, con la cara fría y el walkman con la cinta atorada. De cualquier forma no escuché lo que decían. Él se me acercó, me abrazó y se fue. Quise correr tras él, pero sólo toqué el vidrio con las baquetas. La abuela me las quitó y me dijo que odiaba ese ruido, regresó a la cocina y yo volví a la ventana. Él no se detuvo por mí, ni siquiera volteó, subió a su auto y arrancó. Con la cara helada y sin cerrar los ojos, pasó, el sol apareció. Y yo, tan estúpido, pensé que no iba a salir hasta que yo pudiera dormir. De nuevo el llanto de niño estúpido, que ahora no vale nada.
En la camionera, la abuela se despidió de mí. Me abrazó tan fuerte que pensé que sería eterno. Esta vez ella mojó mi hombro y yo la cargué por un minuto. Me sonrió y dijo que todo estaría bien. Entonces me dieron ganas de llorar, pero no lo hice. La abuela con todo su cabello canoso, me envió lejos para que yo no la vea sin pelo, para que no volviera a vivir lo mismo. Mis tíos le insistieron que era tarde, que me dejara ir ya. La abuela sólo se detuvo para decirme que dejara de fumar o fumara lights. Supongo que recordó que me quitó mis baquetas.
  Mamá siempre dijo que la noche me pertenecía; el sol no saldría si yo no dormía, pues las noches son de las estrellas como yo, como nosotros. Y yo le creía, de verdad le creía, así que cerraba los ojos para que volviera a ser de día, porque además así comenzaban nuestros sueños y terminaban en un gran concierto de rock, más que mágico. Pero el sol sale cada madrugada pese a que yo siga despierto y mire por la ventana, con el walkman a todo volumen. Aun así, a veces me aferro a sus palabras aunque el amanecer me alcance sentado de camino a ninguna parte, sin que yo cierre los ojos y el sol simplemente salga somnoliento de entre las noches frías de noviembre y las estrellas que se desvanecen entre un cigarro y otro.


Tania Plata
Durango

Publicado originalmente en: Malcriadas Miniatura, Nitro/Press


No hay comentarios:

Publicar un comentario