En el trayecto iba repasando y recorriendo cada uno de los bordes, sabía lo que quería conseguir con cada palabra.
Cuando llegué a su edificio toqué el timbre tres veces, nadie respondió. Estaba por irme cuando una viejecita vestida en un meloso traje sastre rosa pastel amablemente me abrió la puerta y me dejó pasar.
Le dije a quién iba a buscar y a qué piso, ella me respondió con una sonrisa y simplemente me dejó subir.
Llegué al número 13, toqué la puerta dos veces y nadie salió.
La verdad, mi alma agradecía que no estuviera, ahora creo que lo mejor fue no haberlo visto. Estaba con el corazón agitado, ansioso, y me senté en las escaleras de su pasillo.
Saqué mi libreta de hojas amarillas y empecé a escribir una carta.
Iba a terminar lo que comenzó como una historia de película, una nada común, plagada de detalles literarios, musicales, culinarios; una historia del descubrimiento de nuestras pieles y del naufragio de nuestros anhelos. Cuando menos me di cuenta había terminado de escribir todo lo que traía revuelto en las entrañas. Doblé la carta, la metí en un sobrecito improvisado, puse su nombre en él. Y me dije: “Esto no necesita saberlo él, esto quería decírmelo a mí misma. Yo necesitaba entender”.
Tomé el sobre y bajé las escaleras.
La puerta del edificio estaba cerrada con llave, entonces toqué en el primer departamento de la planta baja.
Se abrió la puerta y vi la amable cara de la viejecilla, su casa era como un gran pistache. Le dije que no encontré a nadie, que venía a dejar una carta pero que no encontré al destinatario. Ella salió de su departamento y me dijo: “Si gustas yo se la puedo entregar a ese muchacho. No tengo la menor idea de a qué hora llegue, ya ves que ahorita tiene varios trabajos. Pero con gusto yo puedo dársela.
Yo lo que quería era salir lo más pronto posible de ahí, apresuradamente le entregué el sobre. La abuelita me abrió la puerta y aceleré el paso. Me encontraba de regreso a Bellas Artes.
En cuanto salí del edificio me creí liviana.
Me gustaba sentirme de nuevo así. Nunca supe si Demetrio recibió la carta. A las pocas semanas yo me mudé a la costa sur de Irlanda, cerca del mar Celta. Después de varios años encontré la libreta de hojas amarillas, no recordaba del todo lo que había puesto en aquella carta. Cuando menos me di cuenta me encontraba pasando ligeramente un lápiz sobre la hoja que estaba justo debajo de la que entregué en aquel sobre. El relieve me reveló los recuerdos que había olvidado.
Demetrio:
Fue difícil poder comenzar, tal vez decirte que me eres terriblemente irresistible y encantador es lo que me tiene aquí escribiéndote una carta; sólo puedo hacerlo de esta manera porque si te tuviera frente a mí únicamente pensaría en comerte a besos y sucumbiría ante tu presencia, de nuevo.
Me gustas, me sorprende y maravilla la
forma en cómo te narras, la manera en que dejas desnuda tu alma para que
otros la aprehendan. Me gusta poder ser “tu amor” en la cama, me mata
tu mirada en mi cuerpo, mi boca, mis ojos. Me derrito cuando me besas,
el momento en que me seduces y respiras sobre mi espalda. Adoro cuando
me hueles. Me encanta la idea de no ser sólo un acostón, de no ser sólo
tu putita, de no valerte madres. Podría enamorarme y acostumbrarme a tus
detalles, como el comprar mostaza para saborear mi pizza de aceitunas
negras o compartirme un delicioso Bienmesabes. No me desagrada la idea
de conocer a tu madre. Me gusta todo ello.
Y justo porque me gusta todo ello es que
me siento incómoda, no me agradan las estancias pasajeras, prefiero las
permanentes. Tú no puedes darme lo que yo quiero. No puedes dar lo que
no tienes; no eres un hombre libre, eso no puedes compartírmelo. Me
gustas todo tú, enamorarme de ti resultaría fácil y no mentía cuando
decía que podría hacerte el amor todas las noches. En realidad sólo hay
un gran pero en ti Demetrio Prado, ese es tu actual estado
sentimental-emocional, qué diablos, es tu maldito miedo a perder, tu
jodido temor al desapego, tu asquerosa falta de confianza. (espero algún
día todos esos peros se consuman en el infierno).
La idea de tomar un café...suena
deliciosa, pero cada quien desde su casa y cada uno con su taza. Eres
importante para mí, no me agrada la idea de distanciarnos pero tengo que
alejarme, evitar tu cercanía, no quiero extrañarte. Te supe ajeno,
siempre fue así. Quizá tu historia con A. nunca termine, tal vez sí, no
lo sé. “Ser la chica a la que siempre quisieras mirar a los ojos cuando
conversas. Ser la que escucha con respiración pausada, la que asimila
cada palabra, cada inflexión de voz…” fue lindo. Quizás algún día nunca
nos perdamos de nosotros, quizás.
Tuya,
Eugenia.
Eve Alcalá González
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