lunes, 25 de marzo de 2013

De perfumes y demás pestilencias.


«¡Mañana es el día!», pensó Alberto. Y es que desde que supo hace un mes que en el intercambio de navidad le había tocado Claudia, estuvo ahorrando cada moneda que le caía en manos. A Alberto le gustaba Claudia desde la primera vez que la vio, es decir, el primer día de clases del cuarto año de primaria. Claudia se cambió de escuela porque su papá perdió su empleo y ya no pudo pagar la colegiatura de la escuela en la que estaba. Alberto intentaba hacerse notar pero nada le funcionaba, el intercambio le pareció una gran oportunidad. Durante ese mes se paró más temprano que de costumbre para preparar su torta con el guisado del día anterior porque sabía que si compraba algo a la hora del recreo iba a tener menos dinero para comprarle su regalo a Claudia. Fue a partir de esos días cuando empezó a cobrar por dejar que le copiaran la tarea, un gran negocio: los adultos cobran por sus servicios, por qué él no lo iba a hacer. Y así, después de todo un mes, se hizo de cuatrocientos treinta y dos pesos, jamás había visto tanto dinero reunido en sus manos y qué pesado estaba: tantas monedas. Ahora el problema, pensó, era lo que iba a comprarle. Entonces recordó lo feliz que estaba su hermana cuando el Juan le compró un perfume que, dicho sea de paso, a él le producía mareos. Descartó la idea porque, si iba a estar con Claudia, no quería estar todo el día mareado. Su mamá, cuando suele aburrirlo a la hora de la comida, le cuenta con mucha frecuencia la historia de cuando su papá le regaló una gargantilla de plata de Taxco, seguro que es la mejor plata del mundo. Sería una joya, pensó, pero no una gargantilla, no quería terminar como sus padres, discutiendo todo el tiempo, serían unos aretes para que adornen las palabras que acariciarán los oídos de Claudia cuando Alberto le hable.
Esa misma tarde fue con su mamá al mercado, tomó su bolsa donde tenía guardado su dinero y se separó de ella para comprar el regalo de Claudia. No quería que nadie supiera, los adultos saben tan poco del amor, nadie comprendería. Su hermano le preguntaría si está "buena" y sus papás y su hermana le preguntarían "si le conviene", no había porqué decirles. Compró un par de aretes en un puesto que decía "Plata de Taxco 0.25", o sea de la mejor plata,  le sobraron ochenta y dos pesos mismos que utilizó para comprar una bolsa de regalo y una tarjeta de navidad en la papelería. Guardó celosamente los cuarenta y dos pesos que le quedaban a pesar de que se le antojaron unas papas porque prefería gastarlos el día siguiente en dos congeladas y una bolsa de chicharrones que compartiría con Claudia. Lustró sus zapatos con cuidado, tomó la camisa más pequeña que encontró de su papá (no podía permitirse ir con la playera tipo polo que usaba diario), escribió unas líneas en la tarjeta que compró y la puso cuidadosamente dentro de la bolsa. Se acostó temprano aunque aquella noche no pudo dormir pensando en el día en que Claudia lo iba a querer.
Se paró temprano, prendió el calentador para bañarse. Fue al cuarto de sus papás para ponerse el perfume de su papá, una botella cuadrada de English Leather, el olor a viejo le desagradó tanto que mejor se roció el primer desodorante en aerosol que encontró. Se puso gel y con los dedos se peinó para que pareciera que estaba un poco desarreglado (hoy en día así se usa), tomó su regalo y se fue para la escuela. «¿Y ahora por qué vas tan fufurufo?», le dijo su hermano entre risas, pero a Alberto no le importó y fingió no escucharlo. Se sentó en la banca de siempre al lado del Chucho, apenas acomodaba sus cosas cuando entró Claudia con su faldita entablillada, su suéter con su nombre bordado a la altura del pecho, el pelo suelto que descansaba en su delicados hombros, Alberto pensó en que jamás encontraría una niña a la que se vería más bonito el uniforme. La maestra dijo que el intercambio iba a ser después del recreo. Alberto fue el último en salir al recreo y estuvo buscando a Claudia para contemplarla de lejos, no vaya a ser que se apresure a hablar y se ahorque con su propia lengua. Fue cuando vio al Toño, un cabroncito de su grupo que le pegaba a los niños más bajitos como lo era Alberto, llevándole un regalo a Claudia. Ella lo abrió emocionada, sacó una botellita de perfume rosa con una figurita en la tapa, la destapó, se roció un poco en la muñeca, se pasó su nariz para olerlo y le devolvió un beso al Toño con un abrazo. Alberto sintió en vacío en el estómago como si estuviera enfermo. Deseó que el perfume enfermara al Toño de nauseas y vomitara ahí mismo pero eso nunca pasó. Ya no regresó al salón, fue la enfermera por su mochila, le dijeron a la maestra que se había enfermado de la panza y que su mamá iba a pasar por él.         

Lusnav
México, Distrito Federal
12 de noviembre de 2012

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