¿Qué más pedir? Además de todo, es un trabajo muy loable en un lugar marginado, la buena acción del día, el rubro palomeado en la lista de “cosas buenas que hacer en la vida”. Sólo falta plantar el árbol y escribir el libro… Empaca todo lo que puedas, quizá tu vida sea ruda en las cinco semanas siguientes. No olvides el desodorante para no apestar si no te bañas ni un poco de crema corporal, esa que te deja todo terso y sensual aún abrigado por un sol abrazador.
Parece que te vas por medio año. ¿Qué no recordaste de la consigna de austeridad? Como sea, ya estás en camino. Justo cuando te diriges hacia ese lugar desconocido, sólo imaginado porque te lo han platicado, es cuando caes en cuenta: ¿a dónde chingados crees que vas? Regresan los comentarios de otros más experimentados a tu mente: “quizá no haya ni luz ni agua”.
Menos mal, entre todas tus cosas cargas con una lámpara y una botella de agua. El paisaje cambia conforme te alejas de la ciudad. Los estratos de tierra parecen dibujos coloreados en rosa o rojo. La lluvia hace reverdecer los cerros, el viento vuela tus cabellos. Hasta el aire se vuelve limpio y ligero. Un buen comienzo, una muestra de lo poco necesario que resulta el estridente “calor de hogar”.
El arribo no fue el mejor, pero no estuvo tan mal. Nada más la cena de ese día, tras más de ocho horas de viaje te dirán: esto, para que veas, sí es austeridad. Cuánto drama y apenas es el comienzo del tour todo pagado que decidiste tomar para salir de la monótona realidad de tu vida, que en algunos momentos te parece un bodrio. La superficie, sólo eso, de una realidad que te partirá la madre de todo lo que conocerás, todo lo que verás y que es posible que no quisieras haber visto.
Las caras niños mal nutridos curtidas por el frío que se siente desde las alturas del cerro, cerca del bosque. Los rostros de las madres quemados por el sol al intentar transportar en un burro tilico cuatro galones de agua. Perros que tratan de acercarse a ver qué alcanzan a cachar por ahí o por allá, corridos por una patada y un “sácate, pinche perro”. Pero en un entorno tan silvestre, de menos llegan atisbos de civilización: luz, señal de teléfono móvil, agua en pipas, la camioneta de pan de Marinela y la de Pepsi.
Vaya, las cosas no están tan peor. Y ahí estás, comiendo galletas con chochitos de colores frente a los niños que van a recuperar algo en unas cuantas clases. Piensas que, sin duda, ya desayunaron algo, por lo menos leche y pan. La respuesta es no, si acaso un café con un taco de sal. ¿Seguro algo les mandaron para almorzar? No, desde las nueve de la mañana hasta las 14:30 horas permanecerán tratando de aprender qué es un número decimal.
Pero es esa mirada la que te va a joder toda la vida. Aquella que tus familiares que no querías ver no hubieran puesto. Aquella que tu madre o padre no tienen, aunque posiblemente no lo hayas percibido. Es esa mirada de “dame”, o de curiosidad sobre qué hay en la ciudad. ¿Qué se supone fuiste a arreglar? Acciones de momento, una galleta donada, ¿la siguiente buena acción del día? ¿Así de efímera, así de miserable? Tu cabeza no para de elucubrar culpas para que cargues como camello.
Estúpidos anuncios que prometen el edén de la provincia. Lo de menos es la luz o enviar un “estoy bien” a los familiares por mensaje de texto. Lo peor es la realidad que se presenta a la vista: un futuro incierto en donde sólo es seguro el momento, tal vez mañana. Niños trabajadores que cargan leña o son aprendices de albañil. Niñas que cuidan a sus hermanos y sobrinos, haciéndola de madre a la vez. ¿Cabrá aquí la pregunta: “qué quieres ser cuando seas grande”?
Parece que no. Parece que está muy dicho. El retorno ofrece una nueva perspectiva: el hogar se vuelve menos indeseado a comparación de lo ahora conocido. ¡Pero qué miseria! Lo que no sabes es si ellos son los chingados en serio o tú por vivir en una burbuja. Lo que no sabes es si únicamente se trata de hacer la comparación de “no estoy tan jodido”.
Laura Arellano
México, Distrito Federal
5 de marzo de 2013
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