lunes, 15 de abril de 2013

Perder

Un buen día te aburres de tu soledad y decides dejar tu encierro, tu periodo de abstinencia ¿involuntaria? para salir en busca de una prostituta porque te convences de que eso lo ideal para ti. Ya en la calle dudas un momento, la primera vez siempre es difícil, tomas atajos inútiles aunque sepas la ruta correcta para llegar más rápido a la zona de tolerancia, piensas en las enfermedades, en la denigración, en los derechos humanos, en las mujeres que han estado contigo o podrían estarlo por gusto, pero también piensas en la flojera que te da iniciar una nueva relación estable y en lo pésimo que eres para enganchar desconocidas en un bar para una sola noche. Te convences de que no hay otra alternativa, no para un sujeto como tú, tan singular como te asumes, tan retraído, tan desilusionado de los amores convencionales. Lo ideal para ti es el drama, tocar fondo como lo tocaron los poetas malditos, ensuciarte las manos como Rascolnikof, como toda la gente que ha trascendido en la en la historia del mundo. Es verdad que para varios sujetos, coger con prostitutas es algo tan común como ir al cine con la novia, pero tú te piensas distinto, un espíritu puro. 
Tomas un taxi para obligarte a seguir con el plan y no llegar como cualquier peatón. El chofer sonríe como un malicioso cómplice cuando le indicas tu destino y te relata confianzudo sus anécdotas con putas, hasta te da consejos. Te molesta que se asuma como tu igual, pero callas cortésmente. Tú, en silencio y él con su bromas libidinosas, recorren una y otra vez la pasarela callejera hasta que encuentras a tu chica ideal. La ves desde lejos iluminada por los faros de los carros, su delgada y firme silueta tiene un halo como el de La Virgen con un vestido rojo de coctel, es una joven hermosa de carne mestiza, una joya brillante entre una mar de lonjas y celulitis que son las demás. Piensas que es única, como tú. Ella te sonríe. Están destinados. 
Te guía al hotel más cercano y apenas cierran la puerta de la habitación te valen madres las enfermedades, los derechos humanos, la denigración, y te le abalanzas, la abrazas por la espalda. Pero mañosa y delicada se escapa de tus brazos y te pide que le pagues primero. Le pagas. Se desnuda como si fueras invisible y te pide que hagas lo mismo. Prenda tras prenda que cae, su halo como el de la Virgen se vuelve más intenso. Prenda tras prenda que te despojas, el frío del cuarto va mermando tu virilidad y encogiéndote el escroto. Te vuelves inofensivo. A petición tuya, se pone en cuatro, con el culo al aire completamente dispuesto, te pertenece sin coqueteo previo, sin compromiso posterior, sin otro intermediario que el dinero ¿no es ese pragmatismo lo que siempre has buscado en una relación? Sí, pero ahora, llegado momento, simplemente no puedes poseerla. La contemplas como un objeto inmaculado, sagrado, no te atreves a tocarla, mejo dicho, no puedes. Ella se impacienta, no porque te desee, sino porque interfieres en su trabajo. Te recuerda que el tiempo al que tienes derecho se está agotando. Desesperado te arrodillas ante ella, le rezas, le besas los pies, le suplicas por un beso, por un abrazo. Tu soledad y tu virilidad necesitan sólo eso, un poco de afecto. Ella se levanta, se ríe. No te quiere abrazar, mucho menos besar, no es parte de su trabajo y no te lo mereces. Lo más que puede hacer por ti es sexo oral, frío y mecánico, por un costo extra. Lo aceptas y sólo así logras concluir el coito –no puede llamarse de otra manera a ese acto tan breve e impersonal. Inmediatamente se desprende de ti, con más repulsión que otra cosa, se mete al baño para lavarse los restos de ti. Recuerda tu actitud cursi y ríe, se burla. Oyes su voz en el baño, “todos los hombres son iguales”, dice tras una sonora carcajada. “Todos los hombres son iguales” retumba en tu cabeza. “Todos los hombres son iguales” lo dicen todo el tiempo en las telenovelas y canciones. “Todos los hombres son iguales” es un lugar común, una frase trillada, pero nunca antes había sido pronunciada por alguien con tanta autoridad moral para decirla. “Todos los hombres son iguales” escuchas mientras te vistes y te vas -igual que se van todos los hombres que ella conoce- consciente de haber perdido tu individualidad. 
Regresas a buscarla a la semana siguiente, pero ya no la encuentras, ni a la siguiente, ni los meses subsecuentes. Te acuestas con otras mujeres de esa misma calle cada vez, intentando recuperarla, pero no lo logras. Buscarla de esa forma se te hace una costumbre, algo tan cotidiano como ir al cine con una novia. 




Romeo Valentín Arellanes
México D.F abril de 2013

1 comentario:

  1. Bueno... eso de ser quien tiene la moral para decir que todos los hombres son iguales :-O

    que buen cuento

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