Comer es un placer para el sibarita; una preocupación más en el día para el asalariado de familia numerosa; un suplicio para la anoréxica; es un acto de valentía, una aventura para el turista en tierras exóticas; es una forma de presumir la abundancia y el estatus de las familias de los contrayentes durante una boda; es una bandera ideológica para el vegetariano; para el oficinista representa 15 minutos de libertad durante la monótona jornada; para los albañiles es el momento de camaradería y relajación; la comida es un lujo en los restaurantes finos, y un negocio para el tamalero igual que para el Walmart y la agroindustria. ¿En qué momento de la historia, el humano dotó a los alimentos de tantos significados que poco tienen que ver ya con satisfacer el hambre animal? Tal vez desde que conseguir alimento fue la causa de la primera división del trabajo; o tal vez desde que descubrimos el fuego y que la carne sabía mejor asada que cruda; o desde que se descubrió la agricultura y los ciclos de las cosechas se volvieron sagrados. Y ni que decir de la época actual, cuando la gente pobre del mundo muere de hambre mientras que otros mueren de sobrepeso y los acaparadores desperdician toneladas de alimentos diariamente. Para Desencuentros, la comida o los alimentos, son un tópico más del que podemos escribir un cuento. Durante septiembre podrán mandarnos sus textos al respecto y si lo desean envíenos también una foto que lo ilustre no le hace que sea la típica foto hipster de lo que se van a tragar en el día.
viernes, 5 de septiembre de 2014
Para una tarde de llovizna
Estaba
ahí, parada frente a mí, su rojizo cabello parecía como crispado y en sus ojos
se reflejaba la frescura juvenil que a mí me va abandonando de a poco; la miré
detenidamente, su piel brillaba por el agua de lluvia y una gota había hecho un
recorrido desde su frente hasta la punta de su nariz, vi sus manos temblar,
“tengo frío”, dijo, acabábamos de encontrar refugio en la entrada de un
edificio viejo del centro histórico; “quítate la sudadera”, le dije mientras me
sacaba el abrigo, ella puso sus pequeñas manos sobre mi pecho y negó con la cabeza,
“¿por qué?", pregunté; “porque entonces tú morirás de frío y no quiero eso”,
parecía decidida cuando lo dijo; “no me pasará nada, no suelo enfermarme y tú sí”, yo también intenté sonar decidido, entonces me acerqué más a su breve
cuerpo y bajé el cierre de su prenda, aunque intentó detenerme terminé por
lograrlo, guardé su sudadera en mi mochila. La cubrí con mi abrigo que aun se
mantenía seco por dentro y lo abotoné, entonces la abracé, ella correspondió.
Mientras
caminábamos hacia mi departamento Cinthya intentó tomarme de la mano pero le
dije que mejor guardara ambas manos en los bolsillos y que mejor yo enredaría
mi brazo en el suyo para salir de la rutina, así fue como seguimos caminando; cuando
llegamos a casa ayudó a desvestirme, levantó mi playera, sentí la frialdad de
la piel de su mano, me levanté y prendí el boiler, volví con ella y le
ayudé a quitarse las prendas mojadas, le tomé las manos heladas y las sostuve
entre las mías, estuvimos un rato así sentados en el sillón esperando a que el
agua se calentara, “¿nos duchamos?”, le pregunté y volvió a negar con la cabeza;
“hazlo tú, te hace falta después del aguacero que te cayó encima”, remató sus
palabras con una de sus sonrisas encantadoras, las que me dejan sin argumento y
demandan obedecerla y, precisamente, eso hice.
Cuando
salí del baño encontré sobre la cama una muda de ropa limpia y seca, me vestí y
salí de la recamara a buscarla, vi que había colgado su sudadera y mi abrigo en
el mecate extendido sobre la lavadora en la zotehuela, luego fui a la cocina y había
una olla de barro con leche hirviendo sobre la estufa, apagué el fuego y justo
en ese momento escuché la puerta abriéndose, era ella, traía en las manos una
bolsa de papel con el logotipo de una panadería cercana, volvió a sonreír
cuando me vio parado en la cocina, dijo que si me pusiera una filipina
parecería un gran chef aunque solo llevara calzones como en ese momento, le
devolví la sonrisa y ella colocó la bolsa de papel en la mesa, la seguí hasta
el comedor y nos sentamos frente a frente, hablamos un rato sobre cosas que ya
no recuerdo, cosas banales, cosas que sirven para robarle espacio a los
silencios incómodos, luego, como si ella escapara de un trance, dijo, “¿quieres
café?, hay que servirlo antes de que la leche se enfrié, no me gusta la nata” y
solo pude asentir, el café me daba igual, solo quería seguir mirándola
encandilado con una sonrisa de estúpido estacionada en mi rostro. Cinthya se
levantó y fue a la cocina a preparar el café, yo también me levanté para sentir
que hacia algo de provecho, a veces siento que hace mucho por mi y le doy a
cambio tan poco, entonces fui a la recamara a buscar El Gran Hotel Budapest,
una película que sabía que ella esperaba ver y que yo compré y reservé para una
ocasión especial, me pareció que esa noche era especial; acompañamos el
largometraje con café con leche y pan dulce y luego de comentar un rato la
película nos fuimos a dormir.
No
recuerdo exactamente la hora pero estoy seguro que era de madrugada cuando la
sentí levantarse de la cama y se fue a asomar a la ventana, apenas abrí los ojos
y vi su piel clara iluminada por las luces del semáforo, el lenguaje de su
cuerpo denotaba apremio e inseguridad, me levanté para hacerle compañía junto a
la ventana mirando los automóviles pasar y estuvimos en silencio mucho tiempo,
entonces ella lo rompió y me pregunto angustiada, “¿Qué estamos haciendo?
¿Quiénes somos y a donde vamos? ¿Por qué?”; “estamos mirando el paisaje, esta
es una noche que, agradecidamente, comparto contigo, somos nosotros y vamos a
donde tú lo decidas, hermosa, y el porqué, es algo más complicado”; “no quiero
que vuelvas a recitar ese poma de Bukowski, no creo poder perdonarlo”;
“¿quieres honestidad?”, ella me miro con severidad, así que lo tomé como un
“sí”. “No voy a negar mi pasado, ahí hay mucho de lo que no puedo sentirme
orgulloso, errores que decidí no evitar, pero aprendí mis lecciones y todas
esas cosas me cambiaron, para mejor o peor, quizás aun queden secuelas
rezagadas, pero cada día intento ser la persona que mereces…”, ella me
interrumpió con un beso e inmediatamente hicimos el amor hasta el amanecer.
Cuando salió el sol pensé que si ella había salido a comprar pan para la cena,
a mi me tocaba turno en el desayuno, así que fui a buscar unas tortas de
carnitas, de las que ella tenía antojo, y las conseguí, antes de salir escribí
en una hojita que luego pegue en el refrigerador:
“Quizás
no hayas abierto un libro en tu vida por voluntad propia hasta conocerme y la mayoría de las veces me
mires con extrañeza, puede, incluso, que llegues a celebrar mis pequeños logros
y que te gusten mis poemas (que no son buenos, yo lo sé) en una modalidad
subjetiva, pero tienes el corazón en el lugar correcto… y eso, en los tiempos
que corren, es más que suficiente, es demasiado. Te amo.”
México DF, agosto 2014.
jueves, 10 de julio de 2014
Ella es así
La
espero. Lleva 20 minutos de retraso, es todavía un tiempo razonable, tal vez no
para un argentino, definitivamente no para un alemán, sería un insulto para un
japonés, pero estamos en México, en el De Efe, aquí somos así, es nuestra
costumbre. La ciudad es enorme, caótica e impredecible… ella también es así,
siempre corriendo de un lado a otro, apareciendo cuando no la espero,
desapareciendo por meses y cuando más ganas tengo de verla es ilocalizable. Es
un poco nómada, cambiando de casa tan seguido como de trabajo y nunca es su
culpa, siempre hay un malentendido, alguna intriga, alguna persona envidiosa o
imprevisto que la obligan a tomar esas decisiones apresuradas y radicales que
replantean su vida desde cero. 25 minutos me parece razonable. Es morena y
delgada, siempre mira fijamente a los ojos cuando te habla, hay algo tierno en
su mirada pero desconcertante a la vez, no sé si curiosidad o malicia,
mira como los gatos; ellos miran exactamente igual antes de brincar ferozmente
sobre el cuello de las palomas o dentro de los zapatos para ponerse a jugar
como bobos, nunca se sabe a qué atenerse con ellos. A veces me siento como un
ratón cuando me mira.
Le marco y no contesta. Ya van 30
minutos. Dos veces más. Responde el buzón de voz. Ya debe estar en camino, en
el Metro, no entran las llamadas ahí. En otra situación me hubiera ido ya pues
no sería la primera vez que me deje plantado, pero hoy fue ella la que me citó,
me dijo que tenía muchas ganas de verme porque hace mucho no nos vemos, y de
platicar conmigo, quiere contarme de su nuevo trabajo porque está contenta, eso
dijo. 45 minutos y contando. Regularmente cuando yo la cito me cancela de
último minuto o me deja plantado, nunca me dice que no y hasta suena emocionada
en el teléfono con la idea de salir, pero al final no llega. En cambio, un día
cualquiera que estoy babeando de sueño en el trabajo, haciendo las compras en
el súper, o a punto de morir de aburrimiento en el tedio de mí recámara, suena
el teléfono y es ella diciéndome que se encuentra a unas cuadras de mi trabajo
o de mi casa. Me las arreglo como sea para ir en su encuentro, no importa si faltan
varias horas para terminar mi turno; entonces nos vemos; cenamos y bebemos en
el mejor restaurante que puedo pagar, platicamos y reímos largo tiempo; en
algún momento de la velada ella me mira como una gata y me da un beso en el
cachete, cerca de los labios y me dice que tiene que irse porque es tarde o
porque tiene más cosas que hacer, le digo que se quede un rato más, que puede
dormir en mi casa si se le hace tarde, yo podría dormir en el sillón. Me
contesta que soy muy lindo y amable y que otro día me tomará la palabra. Se va,
la busco días después para volver a salir, fracaso en el intento, me resigno y
sigo con mi vida normal casi hasta olvidarla y cuando menos la espero ¡zaz!,
ahí está de vuelta…
Me pide una disculpa, su último
cliente la entretuvo más de lo debido, se puso difícil pero al final lo
convenció, ya le está agarrando más la onda a su nuevo trabajo, dice. Propongo
ir a cenar, dice que no tiene hambre, sugiero un bar pero ella prefiere
simplemente un café. Entramos a un Starbuks. Platicamos en la fila de atención,
muy juntos, ella me mira… sonríe. Le gusta su chamba, le gusta lo que vende y
es una buena empresa, el salario es bajo pero lo bueno
son las comisiones. Pido un café americano, ella un capuchino latte. Esculca su
bolso pero me adelanto a pagar. Me dice que soy muy lindo y muchas gracias. Me
mira de nuevo dando un sorbo a su café. Sonríe, engancha su brazo al mío y me
conduce hasta un sillón vacío. Sigue hablando de su curso
de capacitación, ahora soy yo quien la mira fijamente, estudio minuciosamente
su abrir y cerrar de labios, sus ademanes en perfecta sincronía con sus
palabras, su mechón de pelo necio que se niega a dejar su frente por más que lo
acomoda. La ayudo, acomodo bien el mechón entre su oreja, la acaricio. Ella
sonríe y me mira nuevamente a los ojos, me pregunta si he pensado en la muerte.
Reconozco que no. Reconoce que ella tampoco lo había pensado antes de su nuevo
empleo, pero le hicieron comprar un seguro de vida al contratarla, porque ¿cómo
iba a vender algo que ni ella misma ocupa? Le dieron un precio especial por
ser empleada. Si me animo ella podría conseguirme un descuento. Le digo que me
parece buena idea. Abre su bolso, saca unos folders y despliega los documentos
en la mesa. Me explica las cláusulas. Sigo clavado en el abrir y cerrar de sus
labios, en sus ademanes y en los malabares que hace con la pluma que sostiene
entre sus dedos. Me mira. Es simplemente hermosa.
Romeo Valentín ArellanesDistrito Federal, julio 2014
martes, 17 de junio de 2014
Editorial junio 2014
AUSENCIA
La peor de todas las definiciones de ausencia, nuestro tema del mes, la ofrece la Real Academia de la Lengua Española fiel a su costumbre de ambigüedades: “ausencia: acción y efecto de ausentarse o de estar ausente”. La frase “estar ausente” parece contradictoria porque la ausencia es precisamente “no estar”, entonces cuando uno se ausenta, ¿está o no está? WordReference.com da una mejor explicación: “falta de una persona del lugar donde está habitualmente”. Esta definición nos dice que el ausente está al menos en el recuerdo. La ausencia evoca al pasado, pues para ser un ausente un requisito previo es haber estado, no se puede estar ausente de un lugar en el que nadie te conoce ni te recuerda o al menos sabe que existes; de la misma forma en que para estar triste uno tuvo antes que conocer la felicidad, para sentir la ausencia se tuvo que sentir antes la presencia. La ausencia entonces es una carencia y la carencia, según Siddharta Gautama (Buda), es La Causa –así con mayúsculas porque es una verdad universal- de la infelicidad humana. Pero la ausencia tiene otros significados y usos coloquiales: puede ser una medida de tiempo (el tiempo que dura la ausencia) una figura jurídica para nombrar al sujeto cuya existencia o muerte no ha sido comprobada (ausencia es también incertidumbre), e incluso se le llaman ausencias o episodios de ausencia a los ataques de epilepsia, debido a que las personas que los padecen pierden completamente la conciencia y parecen irse mentalmente a otros mundos (entonces la ausencia puede ser mental y no necesariamente física). En fin, seguramente alguna vez han pensado qué pasa cuando ustedes no están presentes, qué hace su pareja cuando ustedes están ausentes, de qué platican sus amigos cuando ustedes no han llegado a la reunión, o es más ¿el mundo existiría su ustedes no existieran? ¿Qué tan importante es nuestra ausencia para los demás? ¿Qué tan importante es la ausencia de los otros? Escriban sobre eso y todo lo que se les ocurra sobre la ausencia.
Por cierto, este mes cumplimos tres años, así que felicítense por ser lectores y principalmente colaboradores de este esfuerzo colectivo.
Por cierto, este mes cumplimos tres años, así que felicítense por ser lectores y principalmente colaboradores de este esfuerzo colectivo.
Divino Tesoro
Juventud
la gran ausente, a medida que me acerco a la edad madura (aunque por supuesto
eso no signifique que mis decisiones y actos sean un ejemplo a seguir), noto con resignación que no soy el de
antes. Ya no siento la misma voracidad,
diría un amigo, cierto, no hay plazo que no se cumpla ni fecha que no se
llegue, pero resulta difícil enfrentar con el mismo ímpetu los avatares de la
vida. Observo sumiso el crecimiento exponencial de mis carnes, cuando antes podía devorar toda clase de carbohidratos
sin consecuencias visibles, ahora debo medir las calorías de cada
alimento, so pena de aumentar más mi
barriga. Los excesos ya pasaron, ahora acuso los desvelos de un día por toda la
semana, es decir, que si en lunes no pego ojo, los días restantes me veo
disminuido y mermado en mi capacidad intelectual y de reacción y ando lo que
vulgarmente se conoce como apendejado. Nunca he sido un bebedor profesional,
disto mucho de ser aquel personaje mítico del cual todos hablan para ensalzar
sus glorias en honor a Baco, eso es para mis amigos, en épocas recientes he
visto aún más mermada mi tolerancia al alcohol, nauseas matutinas, una que otra
vomitada cuando las cervezas fueron demasiadas; dicen que pude ser gastritis
y/o colitis, dicen que con los años eso sucede. Comienza a preocuparme la caída
del cabello, la disfunción erectil (eso que nunca me ha sucedido) y descubro
que abandoné la ideología por un pragmatismo sencillo y directo, no defiendo ninguna causa ni enarbolo bandera alguna,
me limito a mantenerme informado y a no emitir opiniones sobre
temáticas polémicas, dejo que la marea se calme y de vez en vez suelto un
consejo a aquellos más jóvenes que con ímpetu quieren cambiar al mundo, está de
más decir que no me escuchan y me tildan de conservador y huevón. Confirmo lo
que todos dicen o dijeron, la escuela no enseña nada que sirva en la vida
laboral , salvo que se estudie para matemático o ingeniero, eso del trabajo es
harto complejo, pensaba que serviría para emanciparme y desarrollarme en la
vida (esas definiciones tan escuetas), nada más alejado de la realidad, busco
con ahínco un espacio que me permita ser un Godínez pleno y puro, donde no haya
otra seguridad que el sueldo y las prestaciones, el trabajo vale madres, yo
quiero horarios fijos y que se respete mi hora de comida. Eso sí, en el amor he
triunfado, envejezco junto a mi amada en una vida de pareja que es ordinaria y
nada parecida al sentido novelesco del amor, es decir, ni somos Florentino
Ariza ni Fermina Daza, o la Maga y Horacio Oliveria, ni se hable de Romeo y
Julieta, pero no se engañen, nos amamos y podemos llegar a ser muy pasionales y
arrebatados, claro cuando no estamos cansados y/o abrumados por las
obligaciones laborales y sociales. Yo pensaba que el vivir por mi lado sería
una francachela constante, un ir y venir de amistades y fiestas sin sentido,
falso, cuando llega el viernes lo único que quiero es dormir tranquilo o ver
una película con mi novia, los fines de semana son para intentar descansar,
cuando llegamos a salir, en verdad que ya me empieza a pasar eso de no entender
la música, de preferir mis tiempos, de escandalizarme con la juventud tan
libertina, de mirar el reloj y pensar, se hace tarde, mañana tengo que trabajar,
o sea, no me hallo. No acuso la crisis de la edad, esa que dicen, cuando llegues
a los treinta querrás hacer las cosas de cuando eras chavo, o al menos eso
pienso yo, hasta ahora sobrellevo bien el ímpetu disminuido y no ando dando
lástima en lugares donde por la edad no sería bien visto que se me encuentre
bebiendo o conviviendo. Para ser
sinceros me ocupan las cuentas por pagar, el baño que ya se descompuso del
flotador, adelgazar y ahorrar para un injerto de cabello, verificar el carro y
comprar jabón para lavar la ropa, si miro las cosas de manera objetiva llegar a
los treinta ha sido un reto que ya puedo palomear como logrado. Si llego a los
cuarenta sin achaques, considero que mi vida se tornará emocionante,
intempestiva y llena de emociones.
Raziel Jacobo Correa Alvarado
México D.F. Junio 2014
Un poco de desamor
Él es el licenciado Alejandro Rangel, encargado de ejecutar el proyecto para la compañía y viene a proponerle su plan de trabajo, dijo uno de los socios al presentarme con un hombre elegante de traje y sonrisa carismática. Mucho gusto, dijo él y lo reconocí enseguida. Aunque él trató de disimularlo sé que también me reconoció, pero no dijimos nada, ¿qué podíamos decir?, “ya nos conocíamos, él es mi novio patán de la universidad y yo su novia psicópata celosa”, mejor fingimos no conocernos y nos estrechamos la mano. La situación era rara, incomoda pero bonita, en sus ojos y en los míos había una mezcla de amor-odio que sólo se da en los romances tormentosos, habría tanto que decirnos si no estuviéramos en esta situación.
Nos sentamos en la mesa a discutir el proyecto. No ponía atención, me encontraba muy emocionada, solo podía verlo frente a mí, dando un discurso de lo más rimbombante muy a su estilo, él siempre fue así, exagerado y ególatra. Era obvio que buscaba mi aprobación, pues la última palabra para la ejecución de su proyecto la tenía yo. No importa que tan importante se viera dándome ese discurso, para mi seguía siendo el chico de tenis y gorra que esperaba por mi afuera del salón. Éramos de esos noviazgos conflictivos, que cortan y vuelven, a veces por su culpa, a veces por la mía, aunque la última vez, fue él quien me grito, "¡en la vida me vuelvas a buscar!" y haciendo acopio de mi fuerza de voluntad le dije ok, sin gritos ni peleas. Como él me lo pidió, en la vida lo volví a buscar; alguna vez me marcó pero no contesté, mi ego estaba lastimado y así sin él comencé a vivir. Siempre se me ha hecho difícil salir de una depresión amorosa, esa ocasión me di un año de duelo para desintoxicarme de él y aun así, las primeras veces que estuve con alguien más lo extrañé, aun en la actualidad siento que a veces lo extraño; no importa si los nuevos amantes son mejores en la cama, más guapos, más atentos, más inteligentes; siempre encuentro algo que extraño de él, creo que es la prioridad, yo era la suya, no importa que tan viciada fuera la relación, que tan frecuentemente peleáramos, cuántas veces fuéramos infieles, eso no importaba, siempre volvíamos, la codependencia era muy grande, pero el amor también, en verdad yo tenía prioridad en su vida.
Han pasado diez años de la última vez que nos vimos, ahora está frente a mí, con los ojos trato de decirle “mírame bien, soy más guapa ahora, ¿te arrepientes de dejarme?”.
-... y es así licenciada que solo espero su visto bueno- concluyó.
- Mañana a esta hora le tendré una respuesta- le digo con una sonrisa encantadora, que parece que la hubiera ensayado días; le estrecho la mano y los socios se empiezan a despedir. Uno de ellos le dio una palmada en el hombro y le dijo: "la junta término rápido, llegará a tiempo a celebrar su aniversario con su esposa".
-... y es así licenciada que solo espero su visto bueno- concluyó.
- Mañana a esta hora le tendré una respuesta- le digo con una sonrisa encantadora, que parece que la hubiera ensayado días; le estrecho la mano y los socios se empiezan a despedir. Uno de ellos le dio una palmada en el hombro y le dijo: "la junta término rápido, llegará a tiempo a celebrar su aniversario con su esposa".
"¡Perro te casaste, te casaste!, yo llevo diez años en relaciones exprés, sin trascendencia y tú ya hasta cumples aniversarios". pensé.
-¡Pero por qué no nos dijo antes licenciado, vaya no haga esperar a su esposa!- dije matándolo con la mirada; está nervioso, la seguridad y el carisma con el que comenzó el encuentro se desplomaron, me pide perdón con la mirada, esa mirada que yo conozco muy bien, si la sala no estuviera llena de gente, ambos lloraríamos y haríamos una escena como cuando éramos jóvenes.
-Mañana a esta hora licenciada, que descanse- se despidió y se fue.
-Mañana a esta hora licenciada, que descanse- se despidió y se fue.
En mi casa me puse a llorar y pensé lo difícil que sería trabajar con él, pero no por eso iba a dejar de hacerlo, teníamos que ser profesionales, pero le haría notar lo hermosa que soy y lo mucho que perdió al dejarme ir.
Al día siguiente mi atuendo es un vestido rojo con el que me veo muy elegante y sexy a la vez, por lo entallado que está, a él siempre le gustó mi cuerpo. Hoy lo hice resaltar.
Al llegar al trabajo había un alboroto, pues la empresa para la que Alejandro trabajaba había mandado un remplazo. Él se había negado a participar en el proyecto alegando problemas personales y sin dar más explicación a mi compañía; solo me envió una nota en la que los socios creían se disculpaba conmigo. La leí en mi oficina y al terminar me asomé por el enorme ventanal que esta tras mi escritorio, miré a la gente, carros y edificios, pensé que en algún lado está el amor de mi vida, me niego a creer en eso que dicen, que nunca te quedas con el que realmente es, por más que ambos quieran estar juntos; me niego a creer que es Alejandro el amor de mi vida, aunque en mi mano tenga una nota de él que dice: "lo nuestro no acabó por falta de amor".
Lic.
Sandoval.
Atizapán de Zaragoza,
Edo. Mex.
Encuentro de vidas
Todo ocurrió sin que mediara mi voluntad o mi capacidad de discernir entre la vigilia y el sueño. De repente me descubrí caminado por una ruidosa avenida en busca de algo o de alguien, no sé, me sentía inconmensurablemente vacía. Así vague por mucho tiempo. Después me recuerdo apoyada sobre la barandilla de un puente tendido sobre un río de asfalto, los hombres me miraban con libidinosa insistencia, uno chico rubio al pasar cerca de mí, dijo un piropo audaz; algo me sucedió entonces, intempestivamente sentí que mi condición de mujer afloraba en mi epidermis como si hasta ahora cobrara conciencia de mi cuerpo, me percaté de mis senos que temblaban y recorrí mis manos sobre mis muslos con obsesiva curiosidad, como quien acaricia un cuerpo ajeno. Ahora estaba en una habitación a media luz sentada sobre un diván gris, con un gato gris en mi regazo, en una casa de campo gris, en una tarde gris, todo me parecía gris y sórdido, estaba triste o aburrida, quería llorar; estrechando el gatito sobre mis pechos me asome a la ventana: sobre un otero unos chiquillos se afanaban por resistir los jalones de un papalote más grande que el más grande de ellos; al ver a los niños, la angustia cayó aplastante sobre mí y abominé reconocerme una mujer estéril y solitaria, destinada a calamar mis deseos inventando aventuras, quise destruirme y destruir a todos; cuando me di cuenta, era demasiado tarde: había matado al gato en mi crisis nerviosa.
Después no sé lo que pasó. Todo se oscureció. De pronto sentí que una mano me acariciaba la nuca, mi pudor me ordenaba rechazarla, pero el placer me desarmaba -¡Oh, Dios, qué placer sentir las manos acariciándome la espalda!- y yo sin poder darme cuenta de quién era, por la oscuridad. No he podido dar con las palabras que definan lo que me pasó, pero sueño o realidad celebro que todo haya acabado, pues es terrible encontrarse, sin ninguna explicación, convertida en una mujer... que duda de su cuerpo, que se alimenta de las miradas de los hombres, que deja de germinar en su corazón impuros sentimientos, en pocas palabras, saberse una solterona condenada a buscar en el vació ciertas cosas y a morirse de cierto tipo de hambre.
La mano seguía con las caricias indecorosas sobre mi espalda. Es un sueño, supuse, y quería despertar. Las luces se encendieron; supe que no podía despertar porque estaba despierta. ¡Todo había terminado! ¡Qué alivio! Me dieron ganas de maullar de alegría, me contuve con gran dificultad, considere que no era adecuado, porque la mano seguía acariciándome la nuca y yo me refocilaba oronda sobre los muslos de la mujer, mientras ella decía con un acento triste, como queriendo llorar: "Pobre de mí: condenada a cuidar gatos".
Wally M.
México, D.F.
Enero 2013
jueves, 5 de junio de 2014
La mujer perfecta
Incendió mi
conciencia
con sus
demonios…
…Era una
piedra en el agua
seca por
dentro…
“Ella usó mi cabeza como un revólver”, Soda Sterio
Cuando escucho
su poesía es como si la viera introducirse una enorme pistola que apenas cabe
en su boca. Radiada de labial rosa: bang, se vuela los sesos. Pero sus neuronas
se aferran a las letras y terminan escribiendo sus versos en cualquier lugar en
donde caigan. Al leer sus manuscritos parece no tener ganas de morir, pero cada
vez que la beso, su lengua y labios saben a hierro, como a cuchara oxidada. Será
porque la vanidad le escurre por los poros y la deja insípida.
La noche es calurosa y después
de escuchar su voz asesinando a Neruda se vuelve infernal. Ella cree que esto es
romanticismo: tirados bajo el cielo, masturbándonos el cerebro con proverbios
falsos del amor y desperdiciando un condón en medio de la nada que esconde este
pastizal. Pero en fin, así no estaría
completa su vulgar sexualidad.
12:00 am. Abrocho mi pantalón. La veo tirada en el piso, sobre el cubre
asiento del auto, haciéndose la dormida.
–Vamos –le extiendo la mano y la
levanto–, ándale, trépate al carro.
–Disculpa ¿Trépate? –Comienza a vestirse–, ¿Ya viste mi tatuaje nuevo?
–Sí, es horrible –ni siquiera la veo.
–Huy –enciende un cigarro y se recarga en el automóvil.
–No sé por qué te aferras a contaminarte el cuerpo –le quito el cigarro
de la boca y lo tiro al suelo–, fumar es un vicio inmundo.
De regreso a la ciudad la
observo. Aun no sé qué no me gusta de ella, su pelo rojo artificial, su
minúsculo cuerpo o simplemente el absurdo sonido de su voz.
Una vez me topé con una mujer de verdad y no era por la etiqueta de su
entrepierna, ni por su pequeña cintura que se fundía en sutiles curvas que
daban lugar a sus perfectas piernas. Además, no pintaba sus cabellos y labios.
Jamás entendió que era poeta. La inutilidad de la mente era su pecado. Debió de
escribir.
Veo la carretera. Gracias a Dios, hoy no hay luna, la he visto por más
de cuarenta años, que estoy cansado de su luz robada. Sonia saca un espejo de
su bolso, se pinta la boca. Enciende el radio y comienza a cantar.
–Sonia quiero pedirte que no vuelvas a leerme a Neruda, por favor –la
luz de un tráiler roban intimidad
–¿Sólo escucharas mis versos? –Me mira enojada.
–¿Sabes por qué hay malos poetas?
–Volteo a la izquierda y veo mis dientes en el vidrio, dibujando una grande la
sonrisa–. Porque son malos amantes, pésimos en la cama.
–¿Soy pésima en la cama? –su tono es serio.
–Sí –no puedo quitar la sonrisa del rostro–. Creí que lo sabias.
–Entonces, ¿por qué te acuestas conmigo?
–Es simple reacción. Si tú llegas a invitar al profesor de trigonometría
a una pésima lectura de poesía, inclinándote para que te vea los senos, con
aires de mujer de mundo y señas de ninfomaníaca, acabas revolcada. Aunque como
te dije, terminas siendo una decepción, al igual que tus poemas.
–Eres un idiota –parece querer llorar–, tú no eres nadie para decir que
soy pésima en nada.
–Me acuesto contigo, soporto tus versos –esto comienza a excitarme–, pero
no te aflijas así son las mujeres…
–Esto se acabó. Jamás volveré a estar contigo ni por error. Todavía que
te hago el favor, cualquier chico de veinte años es mejor que tú. Comenzando
por la conservación de la erección y, conmigo, se te acabó viejito.
–No mientas. Todas las mujeres son unas arrastradas. Y ya volverás, si
no conmigo, será con otro. Quizás cumplas tu sueño de cambiar de carrera,
estudiar filosofía y terminar acostándote con tu profesor de Teología. Y eso
del favor, pues sólo me ahorraste unos pesos.
–¿Y tu mamá también es una arrastrada?
–Todas. Y como era bonita y falsa, igual que tú, ya te imaginarás.
–Basta, sólo cállate –inclina el rostro.
–Discúlpame. No es justo que diga todas
–no puedo cerrar la boca–, una que no es falsa me espera en casa.
–Vives más solo que un triste perro –Sonia no me da la cara, mira por la
ventana–, dirás que es tu perra la chihuahua, la que orina tu alfombra. Eso sí es
gracioso.
–No. Te equivocas. Es una mujer bonita. Le gusta leer a Neruda. Cuando
me diste aquella invitación para el homenaje a Neruda creí que te parecías a
ella –a cada palabra me aferro al volante–. La conocí en la preparatoria, ella
no pintaba su cabello. Es la única mujer que me sorprendió al hablar, elocuente,
digna de manejar el lenguaje. Pero no tenía el placer por escribir. Quería
estudiar matemáticas
–¿Ella está en tu casa? –-Su tono es sarcástico–, ¿Cómo se llama?
–Érica –trato de no parpadear, el abismo que forma la oscuridad en la
carretera. Trae los ojos de Érica hasta mí. Es tan parecida a Sonia que al verla
volvió esa sensación de hormigas en el estómago. Pero Sonia esta hueca.
–¿Y es tu mujer? No, no, no, déjame adivinar, ella te ama –mueve la
cabeza en son de burla.
–Sí. No. Ella es la mujer perfecta
–me siento complacido de hablar de Érica.
–¿Y está en tu casa? No juegues. Eres un pobre imbécil que no merece
haber sido parido.
–Ella está en mi casa. Nunca se irá. A veces me arrepiento. Pero cierro
los ojos y recuerdo el único momento que valió la pena vivir: caminábamos por
el parque y me besó, su saliva sabía a un soberbio café sin azúcar. Quisiera ver sus ojos a diario,
pero me da miedo abrir el refrigerador y encontrarme con ese olor putrefacto
que junto con el moho carcome la expresión de su hermoso rostro –puta madre, no puedo dejar de hablar de ella–. Érica
no sentía mis deseos, no amaba la literatura. No escuchó mis suplicas.
Desperdiciaría su vida enseñando trigonometría en vez de seguir los pasos de
Neruda y lo peor, me quería abandonar. Por eso está en el refrigerador, no
permití que se siguiera desperdiciándose, tirando su belleza al mundo, su
elocuencia, dándose a esta sociedad como cualquier ramera.
Sonia no hace ningún ruido. No
espero su comprensión, es tan solo una estúpida que no ha vivido ni un cuarto
de siglo. Se frota los brazos con sus manos y sigue en silencio.
Ya casi llegamos a la ciudad, la
puedo ver. Me paro en la gasolinera. Ella baja del carro sin decir nada. Yo
camino hasta el baño, me miro en el espejo, repito una y otra vez que todo está
bien. Sonia es tan solo una pendeja más en este jodido mundo.
Carlos sale del baño. Lo veo
desde adentro del círculo K. Quiero que se marche. Él espera a un costado del
auto. Me mira, se lame el labio inferior y me hace señas
con la cabeza. Le digo adiós con la mano. Da tres pasos hacia mí y yo los doy hacia atrás. El chico
que atiende me ofrece café. Carlos se sube al auto y se va. Acepto el
café. El carro se pierde entre las luces
de la ciudad. Sorbo del vaso, escupo, no tiene azúcar.
Tania Plata
Durango, México
miércoles, 4 de junio de 2014
Basta de llamarme así
Por favor no te vayas. Por favor, que el tiempo pase más lento. Por favor, contesta… Siempre va a ser así cuando tu presencia sea cercana, porque en medio de tanto desapego, es lo único cálido que encuentro. Tu abrazo en la privacidad del patio de una prisión. Tu voz en la privacidad del teléfono público. Siempre lloras al venir y lo mismo pasa cuando te vas. Detesto, en serio odio el momento en el que te marchas, porque eso implica que no podré salir contigo, tras de ti, a tu lado…
Lo pido por favor porque en esos momentos siento que tengo algo, que tengo nombre, que valgo para alguien. Porque adentro he perdido muchas cosas, pero sobre todo, a mi familia, a mis amigos. Tú eres la única persona que ha estado acá desde que escuchaste el auto de formal prisión: cinco años. Apenas va uno y no me acostumbro a ver sólo la gama de colores que va del beige al gris. Así todos los días. A comer agua con frijoles y cucarachas. A encerrarme todas las noches con esta zozobra.
Nuestra esperanza es la apelación y aprovechar los “beneficios”, como cualquier primodelincuente. Y es que aquí no vale que tenga que ir a terminar mi carrera en la universidad y que sepa “hablar”, como dicen algunas compañeras. Aquí eso es poco importante, aunque no puedo negar que me ha sacado de muchos aprietos. Sin embargo, eso no me salvo del reclamo de mi mala cuna, de mi mala cabeza. Ser de “la Zaragoza, allá donde se baila y se goza”, de Iztapalacra, pues. Lugar de donde siempre salen los parias, los pobres-nacos-delincuentes.
Nosotros servimos para la estadística del buen gobierno. De esa que no me había dado cuenta que la gente necesita escuchar para tranquilizar sus miedos. Pero no sólo eso, parecen querer una violencia, un suplicio público y tortuoso. Mientras uno teme por su vida a diario, la gente pide a gritos que nos golpeen, que desquitemos lo que costamos al erario. Piden que trabajemos como lo hacían en Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. A decir verdad, no sé qué sea eso, pero el cómo lo dicen suena cada vez menos amigable.
Te juro que no me parecería extraño que afuera pidieran que en vez de mantenernos con vida nos utilizaran para hacer lámparas y jabones de tocador. Lo podría jurar, porque no es que no haya pasado ya. Y por jurar cosas como esa es que estoy adentro. Por querer decir, por apostar por no callar. Mi padre lo reduce a una razón: “mi mala cabeza”, porque para qué es que estoy en la universidad si no es para aprender… Esa idea divaga en mi cabeza, ¿qué no también se suponía que implicaba eso?
Cada que lo pienso, en medio de muchos otros murmullos, siento que lo voy entendiendo. Pero otras veces entiendo menos y no sé qué pensar. A veces pienso que soy afortunada, que no estoy acá por ser “mula”. Pienso que soy el caso atípico en medio de la violencia porque no tengo hijos, novios, esposos, padres u otros familiares repartidos en los reclusorios de la periferia. Y a veces me río de esa idea, de la fortuna de la no violencia, como si en esa categoría no entrara el callar una postura política.
Quedarse adentro. No salir afuera. Perdona la redundancia porque el adentro y el afuera es una distinción determinante, arbitraria. Hay instantes donde no hay palabras para expresar lo aplastante que es para un humano. Ahí dentro a veces existe ese ser que llamas “dios”. Pero justo eso pasa: en ocasiones existe, en otras no. Tras la materialidad de la institución, de ver muros, alambres de púas, torres de vigilancia, la idea de la cultura de la legalidad me hace reír para no llorar. A veces lloro, también, porque en serio no se puede con esto todos los días y a cada ratito.
Mi celda, y por favor no te hagas a la idea de que ya le tomé cariño, es una de las pocas que tiene vista a la calle. Suena a que es la mejor habitación del lugar, pero a veces es la peor. Porque desde ahí se ve cómo la vida pasa lejos del cautiverio y yo no estoy ahí. La gente va y viene, pocas veces vuelve la vista hacia este lugar. Tiene como un aura de maldad, la presencia del establecimiento les recuerda sutilmente lo que no se debe hacer.
Se olvidan de que dentro hay personas. Que el lugar no es malo, que tampoco lo somos nosotras y que ellos no son buenos por no estar acá. Y me pongo a pensar que esa distinción incisiva no radica en la cantidad de metros que separa el aquí del allá. Porque yo no soy la misma, porque ya no soy lo que era, aunque no supiera definirlo, ni voy a ser la que visualizaba. Que mis parámetros de fortaleza, valentía y mi orgullo a veces pierden su dimensión por no recibir una madriza; que me despojaron de mi sentido de pertenencia, ese que ahora está adentro, con quienes puedo compartir y protegerme.
Margarita y Patricia son dos personas que han hecho de esta experiencia algo más llevadero o menos peor. Margarita es una mujer de 23 años, tiene tres hijos y está recluida por delitos contra la salud. Su esposo está en el Reno, el reclusorio norte. La detuvieron ahí mismo, porque le exigió que le ayudara a meter droga al penal, que nadie se iba a dar cuenta, que era de lo más común. Y sí, es común, pero a ella sí la mandaron a Santa Martha… Fue todo un escándalo mediático que colocó a algunos figurines en puestos administrativos.
Patricia está por fardo, robo simple. Ella llegó después que yo y también saldrá antes de que yo. Ocho meses, siete días; ya lleva cuatro meses. Soltera, joven. Se salió de su casa después de tener problemas con su familia por ser consumidora de coca en pasta. Robaba para comprarla y para pagar una habitación de hotel. A ninguna de ellas las vienen a ver. Para la familia de Patricia, ella está muerta, eso le dijo su padre cuando pudo contactarlo. La mamá de Margarita le dice que se dé por bien servida porque cuida a sus hijos.
Por eso te digo que a veces me siento afortunada porque tú estás, porque no te has ido, porque resistes. Porque aguantas la extorsión por verme. Porque veo en tus ojos la angustia de pensarme adentro. Porque te enojas, gritas y también lloras pero no te dejas vencer aunque el sistema penal, la impartición o procuración de justicia o como se llame te inste a abandonarme una vez y otra más. Para ti sigo viva, para ti conservo mi valor, mi identidad, mi nombre aunque te entristezca verme en los huesos, en harapos, enferma por el frío o el calor, la comida, la inseguridad…
Es julio y yo preferiría que fuera marzo. Es que cuando llueve todo se humedece, todas nos ponemos melancólicas. Ruego: ¡por favor, que no llueva! Y llueve, todo se moja, hay que correr a lo poco que queda seco. En julio me detuvieron. Me acuerdo de las burlas de los policías en el careo, de cómo se perdieron las pruebas de mi culpabilidad, de cómo no funcionaron las cámaras que hay por toda la ciudad. Rememoro todo eso, me da coraje. Recuerdo, veo tu cara de susto. Canto para olvidar eso, entonces te extraño en esas tardes grises como diría la canción de Varela.
Hay días, hay momentos en los que ya no la veo llegar. Margarita y Patricia hacen todo por animarme. A veces lo logran, a veces no. Tener amigas es un lujo aquí dentro. “Ni con la ausencia, ni con la pena pueden con este corazón”, leo y vuelvo a leer la letra de esa canción para recuperar el sentido que se me ha perdido. Acostumbrarse a la pérdida, a lo indigno, al maltrato por ser una desviada para la sociedad, por la no-normalidad, por faltarle al respeto al soberano. Cuando no rehuyo a mi conciencia, sólo logro concluir que hay un goce perverso por el suplicio.
Las desviadas, los casos atípicos de normalidad tenemos oportunidad de educarnos, de instruirnos, de buscar nuestra redención. Ya sea en la religión que no deja de culpabilizarnos, en la escolarización para quitar años en la condena o en la paz que inspira el tejido, los talleres de belleza o de corte y confección. Me enojo, como siempre, seguro que eso nos va a hacer mejores micro empresarias que Pepe y Toño. Margarita me da una palmada en el hombro, me dice que no sea ingenua, que eso es una mentira llena de corrupción para rellenar programas sociales. No me queda más que reírme de lo tontas e inútiles que nos creen…
Hago lo que puedo. Intento no sentirme una carga para ti, para no sentir que en serio soy una carga para el erario. Intento experimentar cosas buenas para no sentirme vigilada y controlada todo el tiempo. Hay días que eso se escapa de mí, como cuando veo que Patricia se hace cortes en los brazos. En mi cabeza no deja de repetirse un solo reclamo: ¡tengan, ahí está su readaptación! En momentos que me confrontan como ese, me decido a escribir en lo que puedo, a decir lo que pienso y no es que me las quiera dar de Dostoievski, pero si no hago implosión.
Quiero que sepas que en este aquí/ahora me siento fuerte. Que creo en hacer otro futuro que haces tangible con tu voz, con tu abrazo. Que no me importa mi queísmo sino decírtelo. Que quiero ver colores, degustar sabores. Tener y poder ser. Sé que me vas a dar la bienvenida, al estilo Benedetti, que me piensas y enumeras, que vas a quererme aunque no tenga respuestas. Sé que vas a dar la cara cuando me nombren ex convicta aquí y allá. “Basta de llamarme así”, yo misma lo haré, pese a la exclusión, pese al miedo...
Laura Rocío Arellano Martínez
Distrito Federal; mayo, 2014
jueves, 29 de mayo de 2014
Editorial
Los Objetos
No se crea que en Desencuentros pasamos por un bache creativo, o que nos absorbió la rutina laboral y la desidia del burócrata, todo lo contrario, estos meses han sido de intenso debate en el consejo editorial sobre los siguientes pasos a dar en este esfuerzo literario, harto valioso y de calidad comprobada, aunque, en honor a la verdad, no le encontrábamos cuadratura al círculo ni sabíamos si esto de escribir y discutir sobre “temas importantes”, venía a cuento, quizás es mejor hacer que escribir.
En lo que concluimos el debate, este mes, o este día, o esta vez, decidimos hablar sobre los objetos, o cosas, esos artilugios que nos facilitan la vida cotidiana, aquellas posesiones efímeras que adquieren un valor no sólo de uso, sino sentimental y afectivo, esas que nos definen y nos caracterizan y que nos hacen decir “mis cosas” en un ejercicio de apropiación que dista de ser metafórico, qué sería de un miope sin sus lentes, qué sería de un músico sin su guitarra, qué sería de Peña Nieto sin su teleprompter. Nos rodeamos de piezas temporales, diseñadas en su mayoría para necesidades inventadas y pasajeras que se convierten en el elemento central de nuestros anhelos y esfuerzos: ahorrar para el iphone, para los lentes o para el sombrero si se es hipster. Aquello de facilitar la vida encuentra su punto más alto en las TV ofertas, que en el momento preciso ofrecen la solución a ese problema que tanto nos aqueja. Así las cosas, o mejor dicho esas las cosas, en Desencuentros queremos estrenar nuestra nueva computadora e invitarlos a escribir una bonita reseña, anécdota o remembranza sobre ese vínculo tan especial que usted mantiene con su oso de peluche, su pantalón favorito, su camisa de viernes, el reloj que le dio su abuelo, la playera generacional de su familia o sus tenis de marca, ande cosifique, acá lo entendemos.
El fondo de la botella
caigo en cuenta de una verdad olvidada,
una cruel y absoluta,
no hay consuelo ahí, solo una mentira,
solo un placebo
que por la mañana perderá su efecto,
no hay nada ahí, solo un vacío.
Ahora que veo el fondo de la botella
me identifico con ese recipiente de cristal,
estoy quedándome vacío o ya lo estoy,
he perdido la certeza.
Ahora que miro el fondo de la botella
hago una lista mental
de sitios a los que quisiera regresar
y otros que quisiera conocer.
También lamento un par de amores
perdidos, jubilados, echados de menos
y mientras vacío la botella
a tragos de cinco segundos
descubro que no quiero llegar al final.
Pero si de algo estoy seguro
es que ahora que miro el fondo de la botella
ya estoy ebrio y el amanecer
no será condescendiente conmigo.
Clementino Diógenes
México, D.F Mayo 2014
Cuatro agujeros
Lo vio todo.
Será una leyenda, cruzará los
planos de la realidad y la fantasía, serán levantados los coliseos llenos de
paroxismo y mentadas de madre.
Emergerán miles de gladiadores, un demonio, un príncipe, una sombra
oscura y muchos más.
Librará la interminable
batalla entre el bien y el mal, con sus espectros, adefesios y engendros de las
tinieblas.
Su nombre causará terror en el
corazón de sus adversarios, confianza en sus aliados y alegrías en sus seguidores.
Ganará el amor de las mujeres, la
idolatría de los niños y la admiración de los hombres, será famoso en inmortal.
Vio su propio esfuerzo, lleno de
sudor, lesiones, rostros de dolor en sus adversarios, sangre, flashes de
cámara, monedas y vasos de cerveza.
Pudo ver, cual rey, el manto de
su imponencia, su propia capa.
Sólo hacía falta un detalle, pues
todo esto no lo puede lograr un simple Rodolfo, pues Rodolfo, “Ruddy” es un
nadie, uno más en la fila. Se necesita algo más, un algo que haga que Rodolfo pierda
su identidad, ganando otra, sólo que nueva y fantástica.
La historia debía ser respetada y
reclamó un objeto ancestral de ceremonia, peculiar y propia de un país como
este, con cuatro agujeros, dos para ver, uno para respirar y uno más para poder
gritar: una máscara.
Se hizo llamar: El Murciélago II
Don Leopardo A.
Naucálpan, Estado de México
jueves, 15 de mayo de 2014
Pies azules
He buscado tanto
que ni los tesoros llevaban oro
“Hoy me dejare”, Carlos Ann
Hoy es uno de esos días en los que el frío de la nuca no desaparece, el hormigueo en los pies y el sudor en las manos sólo seden ante unas zapatillas nuevas. No hay nada más satisfactorio que la sensación de “nuevo” en los pies, es mejor que un orgasmo, no, el orgasmo es mejor cuando mis pies lucen plateados, con un tacón de quince centímetros y con una delgada correa aferrándose al esmalte de mis uñas. Pero estos lilas, que combinan con los puntos de mi coordinado interior azul, están hechos específicamente para buscar el amor.
Me veo en el espejo, pero la habitación se impone a mí, la pared está aferrada al blanco, lo bueno es que las cajas de zapatos la tapizan y entonces ese bienestar vuelve a mi nuca, a mis manos y a mis pies. Termino de abrochar el vestido, pero los botones se ven muy justos, casi obligados a permanecer. Por muy negro que sea el atuendo, la carne no reduce bajo un color opaco, pero no importa mis pies lilas se ven sexis. Me cambio inmediatamente el vestido, por otro, por uno más corto, por uno azul marino. Me impongo en el reflejo, todo está de maravilla, me veo azul con lila y aun parece que rondo en los veintes. Cierro la puerta. La casa queda sucia, no me interesa, mañana regaré las plantas, sacudiré el polvo de los muebles y aspiraré los pelos del gato de los sillones. Es que hoy tengo una cita y llevo mis zapatillas lilas, las más nuevas, no me queda tiempo para otra cosa.
Me gusta escuchar la fuerza del eco de mis pisadas por la calle y ver en mi sombra el movimiento, al ritmo de mi andar, el cabello sujetado con una coleta y tres pasadores negros. A veces recuerdo a Fernando, en los días como hoy que estoy segura en encontrar el amor. Es que Fernando por más amoroso, delicado, con esos ojos de niño y sonrisa seductora, jamás aprendió a quitarme los zapatos, él no es el indicado. Mi madre puede recitar misa, una y otra vez, de lo estúpida que soy, de lo mucho que Fernando me ama, de la soledad que me acompaña a los treinta, de que los zapatos nunca llenaran mi cama y que el gato, mi pequeño Mimin, tarde que temprano morirá. Ella qué sabe, nunca fue sexi, siempre ha usado zapatos de viejita. Mi abuela sí conocía el placer de las buenas zapatillas, ahora entiendo todos sus intentos por utilizarlas hasta el final: metía sus lindas zapatillas al congelador, con bolsas de agua en el interior. Así cualquier estilo, casi cualquier número, lo tenía a sus pies. Al grado que en los últimos años, a pesar del dolor de sus rodillas y la andadera, se reusó a usar zapatos de tela y nunca dejó de pintarse las uñas y calzar seximente con sandalias juveniles.
Lo único que tiene un final súbito son las calles como ésta, que precisamente topa con la cafeterita de los buenos encuentros. Donde las pláticas comienzan hablando de los días bonitos como este, continúan con el viento de otoño y en la siguiente conversación hablamos de lo linda que soy, que mi sonrisa es la más bella, que mi cabello es hermoso y que no hay otra mujer como yo. Esas mentiras necesarias, las encuentro aquí, en la boca de compañeros de cama, que sustituyen perfectamente al amor de Fernando. Entro, saludo a la cajera, me siento al fondo, a un lado de la cocina, un poco oculta, sin ventana y con un sillón para mi solita. El mesero me trae lo de siempre, té de yerba buena y un par de galletas con mermelada. Me gusta llegar dos horas antes de una cita previa, no sé, es que me encanta verme los pies por debajo de la mesa cada vez que cambio la página de un libro cualquiera y mirar hacia adelante, desde el fondo, a todos los que llegan y a veces intercambiar ideas, teléfonos y risitas, o rehusar compañía de hombres en búsqueda.
Ya casi es la hora. Pido otro té, más galletas y fresas bañadas en chocolate, pues son mis instrumentos de coqueto antes de ponerle un pie en cima a quien espero. Sacudo un poco el vestido, que por más que intento, los pelos del gato no se esfuman. Ese Mimin deja claro que soy suya. Llega Carlos, puntual como siempre. Esta es la cuarta cita, entonces ya superamos el clima y continuamos, eso sí, en que soy muy bella, en que este libro bueno, en que sólo pensamos el uno en el otro y que después de darnos de comer, fresas y galletas en la boca caminaremos brazados por toda esa larga calle, hasta mi casa. Instintivamente, subo mi pie en la rodilla de Carlos. Con la punta de sus dedos lo acaricia y va subiendo por mi pantorrilla, así delicado, ahora con toda su mano y con toda su mirada en mis ojos, sonríe devorándome en un sola galleta. Estoy lista para ir a casa.
Caminamos. Yo bajo su brazo y él contándome una y mil historias. Su cabello me encanta: despeinado, corto y en continuación con su estilizada barba. Carlos es especial. Me gusta su piel blanca, sus dedos finos y el olor del viento por su cuerpo. El tacón de pies lilas suena por toda la tarde, así como debe de ser una cita perfecta. Sonrío recordando a Fernando, para él este sonido no valía nada, ni siquiera valoraba que mi sostén y mis zapatillas coordinaran, él no entendía nada. Es que el hombre perfecto es aquel que me lleve a un orgasmo sin zapatillas y Fernando no es ese hombre. Él jamás pudo sacarme un milímetro los colores de mis pies, tan simple que es, pero él no tuvo la capacidad de lograrlo, así de poco sensible es al “maravilloso” de Fernando.
Llegamos a mi casa. Mimin está en la puerta esperando entrar. Carlos y el gato se ven fijamente. Subo los tres escalones de la entrada, Carlos me espera abajo. Saco las llaves de mi bolso, Mimin se acaricia en mis pies lilas, ronronea, él puede ver que mi ropa interior combina sutilmente con mis sexis zapatillas lilas. Antes de girar las llaves y entrar en mi vida, espero, espero las palabras que abran la puerta. Volteo, sonrío y los ojos iluminados de Carlos me alumbran la tarde casi noche.
Me encanta tu vestido, te ves hermosa en él, combina exquisitamente con tus ojos. ¿Cómo puede decirme semejante cosa? ¿Qué está ciego? ¿Cómo es que no vio los detalles: la pulsera lila, el labial lila, el bolso lila, mis pies lilas con tacón de quince centímetros? Es un insensible cómo todos los demás, casi un idiota. ¿Por qué un simple vestido, por qué no unos sexy pies, por qué no me puede ver? Cierro la puerta con Carlos del otro lado. Las escusas sobran, con un eterno dolor de cabeza, basta para dejar de ver al bellísimo de Carlos, qué desperdicio, parecía perfecto.
Tiro el coordinado por debajo del lavabo del baño. Las zapatillas ya están en una caja tapizando la pared. Después de una ducha fría y de cenar en compañía del Mimin, pinto mis uñas de rojo, mañana es día de sandalias cómodas, con tiras abrazando mis piernas, así como el gato se me abraza en las noches. Por hoy no necesito más que eso para dormir.
Despierto, sin Mimin, sin Carlos, sin cita. Tendré que ser suficiente para mí. Hoy me dedicare a mentirme un rato, me contaré que el día es bonito, que el aire no es para tanto, que me veo más delgada, que mi pelo se ve igual de lindo que siempre, que las sandalias lucen espectacularmente sexis en mis pies. Quizá continúe con una mala película en el cine, después coma algo en medio del centro comercial, donde no van hombres solos y no tendré que reusar ni compartir ideas con nadie. Después, voy a deleitarme en los aparadores de zapatos y compré un par de zapatillas, porque me faltan unas azules, que terminen con el frio de mi nuca, el hormigueo en mis pies y la sudoración de mis manos…
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